CAPÍTULO VEINTICINCO
Sam
2 °C
No quise volver corriendo a la casa. Correr habría significado reconocer algo que no estaba dispuesto a aceptar ante ella; algo sobre mí, sobre lo que yo era. De modo que fuimos caminando a grandes zancadas, pisoteando las hojas y las ramas secas, ensordecidos por el rumor de nuestra propia respiración. El frío se me colaba por el cuello del abrigo y me ponía la carne de gallina.
Pensé que, si no soltaba la mano de Grace, todo iría bien.
Era consciente de que un giro mal dado nos apartaría de la casa, pero no podía concentrarme en los árboles que nos rodeaban. Me salían al paso recuerdos de seres humanos transformándose en lobos, de los cientos de metamorfosis que había presenciado durante mis años con la manada. La memoria de la primera vez que vi a Beck convertirse se conservaba nítida en mi mente, más concreta y verdadera que la puesta de sol de un rojo carmesí que se abría entre los árboles. Me acordé de la luz blanca y fría que entraba por las ventanas del cuarto de estar de la casa de Beck; me acordé de Beck, tembloroso, agarrándose al respaldo del sofá.
Yo estaba a su lado, incapaz de decir nada.
—¡Sácalo de aquí! —había gritado Beck, mirando hacia el pasillo con los ojos entrecerrados—. ¡Ulrik, saca a Sam de aquí!
Ulrik me había agarrado el brazo, con la misma firmeza con la que Grace aferraba ahora mi mano para conducirme regreso por la senda que habíamos seguido para internarnos en el bosque. La noche se agazapaba tras los árboles, negra y helada, dispuesta a abalanzarse sobre nosotros. Sin embargo, Grace no apartaba la vista del sol, que languidecía tras el follaje indicándonos el camino.
El resplandor del ocaso me cegaba, convirtiendo los árboles en siluetas oscuras. De pronto, me vi transportado a mi infancia, cuando tenía siete años. Vi el dibujo de estrellas que adornaba mi vieja colcha con tanta claridad que estuve a punto de caerme de bruces. Me aferré a la tela con ambas manos, la arrugué y tiré de ella.
—¡Mamá! —grité, con la voz rota—. ¡Mamá, voy a vomitar!
Estaba tirado en el suelo, envuelto en un revoltijo de sábanas, gritos y vómito, temblando y arañando el suelo, buscando algo a lo que aferrarme cuando, de pronto, reconocí a mi madre en el hueco de la puerta. Con la mejilla en el suelo, la miré e intenté llamarla, pero la voz no me salía.
Ella se arrodilló y vio cómo me transformaba por primera vez.
—Al fin —dijo Grace, devolviéndome al bosque del que me había arrebatado la memoria; estaba sin aliento, como si hubiéramos corrido—. Ahí está.
No podía permitir que Grace me viese durante la transformación. No podía transformarme.
Seguí la dirección de su mirada hasta la parte trasera de la casa de Beck, una cálida pincelada rojiza en el frío azul del atardecer.
Y eché a correr.
Mis esperanzas de calentarme en el interior del Bronco naufragaron cuando, a dos pasos de él, vi cómo Grace trataba en vano de abrir la puerta. Las llaves se balancearon, aún puestas en el contacto. El rostro de Grace se contrajo en una mueca de frustración.
—Tendremos que entrar en la casa —dijo.
No nos hacía falta romper una ventana ni nada por el estilo: Beck siempre dejaba una llave escondida tras la mosquitera de la puerta de atrás. Intenté concentrarme y no pensar en que, si hubiéramos tenido las llaves del coche, ya habría entrado en calor. Con las manos trémulas, saqué la llave de la casa de su escondrijo y traté de introducirla en la cerradura. Me dolía todo el cuerpo. «Espabila, idiota. Espabila».
No podía dejar de temblar.
Grace me quitó la llave de entre los dedos. No mostraba ningún miedo, aunque yo estaba seguro de que sabía lo que me estaba pasando. Rodeó mis manos heladas con una de las suyas, y con la otra metió la llave y abrió la puerta.
«Por favor, que no hayan cortado la electricidad. Por favor, que funcione la calefacción», rogué para mis adentros.
Grace me agarró del codo y me hizo entrar en la oscura cocina. No lograba deshacerme del frío; todo mi cuerpo estaba aterido. Mis músculos empezaron a agarrotarse y, encorvándome, me cubrí la cara con las manos.
—No —dijo Grace con voz clara y firme, como si estuviera respondiendo a una pregunta—. No. Ven aquí.
Me apartó de la puerta y la cerró. Palpó la pared en busca de los interruptores y, milagrosamente, al cabo de unos segundos, el fluorescente parpadeó y nos bañó en su luz descarnada. Grace volvió a empujarme para que me alejara más de la puerta, pero yo se lo impedí. Sólo quería ovillarme y dejar de luchar.
—No puedo, Grace. No puedo.
No estaba seguro de haber pronunciado realmente aquellas palabras; fuera como fuese, ella no hizo caso. Me sentó en el suelo justo al lado de una de las salidas de aire del sistema de calefacción y, tras quitarse la chaqueta, me tapó con ella los hombros y la cabeza. Luego se acuclilló frente a mí y trató de templarme las manos con el calor de su cuerpo.
Apreté las mandíbulas para evitar que me castañetearan los dientes e intenté concentrarme en ella, en entrar en calor, en seguir siendo humano. Me estaba diciendo algo, pero yo no la entendía. Su voz me ensordecía. Todo me ensordecía. Y el olor era insoportable: estábamos tan cerca que su aroma parecía estallar en mi nariz. Me dolía. Todo me dolía. Solté un gañido.
Se puso en pie de un salto, corrió por el pasillo encendiendo todas las luces y desapareció. Yo gruñí y metí la cabeza entre las rodillas: «No, no, no, no». Ya ni siquiera sabía contra qué tenía que luchar. ¿Contra el dolor? ¿Contra los espasmos?
Había vuelto. Tenía las manos mojadas. Me asió las muñecas, movió los labios y de su boca salió una retahíla de sonidos indescifrables, hechos para unos oídos que no eran los míos. Me quedé mirándola.
Ella tiró de mí con una fuerza que me sorprendió. Me levanté y, por alguna razón, me extrañó verme así de alto. Temblaba con tanta violencia que la chaqueta se me resbaló de los hombros; el aire fresco me lamió la nuca, y sufrí un espasmo que estuvo a punto de hacerme caer de rodillas.
La chica me agarró mejor los brazos y empezó a tirar de mí lentamente, haciendo unos ruidos suaves que me tranquilizaban y, al mismo tiempo, me demostraban que ella mandaba sobre mí. Me condujo hasta una puerta de la que salía una niebla cálida.
«No, por favor. No. ¡No!». Me debatí con los ojos clavados en aquella habitación forrada de azulejos. En el lado opuesto había una bañera llena de agua que me pareció una tumba. Estaba envuelta en vapor; la promesa del calor era casi irresistible, pero todo mi cuerpo chillaba al pensar en acercarme a ella.
—¡Quieto, Sam! Lo siento. Lo siento, pero no sé qué otra cosa hacer.
Con los ojos fijos en la bañera, me aferré al marco de la puerta.
—Por favor —mascullé.
De mi memoria surgieron unas manos que olían a infancia y a cariño, a abrazos y a sábanas limpias, y que me empujaban hacia el fondo de la bañera. Me sumergían. El agua estaba tibia, a la misma temperatura que mi cuerpo. Las voces comenzaron a contar. No pronunciaban mi nombre. «¡Corta, corta, corta, corta!». Me estaban perforando la piel, agujereándomela para que saliera todo lo que encerraba. El agua se llenó de hebras rojas que se retorcían. Yo jadeaba, luchaba, chillaba. Pero las voces no hablaban. La mujer lloraba, y sus lágrimas caían en el agua mientras me sujetaba contra el fondo. «Soy Sam», dije cuando logré sacar la cara. «Soy Sam. Soy Sam. Soy…».
—¡Sam!
La muchacha me dio un empellón impulsándose en la pared. Trastabillé y me precipité hacia la bañera. Mientras trataba de recobrar el equilibrio, ella volvió a empujarme; mi cabeza chocó contra la pared de azulejos y luego caí en el agua.
Sin mover ni un solo músculo, me fui hundiendo poco a poco; el agua se cerró sobre mi cara escaldándome la piel, cociendo mi cuerpo, ahogando los espasmos. Grace me sacó la cabeza del agua y la sostuvo delicadamente entre sus brazos, apoyándose con un pie en el interior de la bañera. Estaba empapada y tiritando.
—Sam —musitó—. Por favor, perdóname. Lo siento. Lo siento muchísimo. No sabía que hacer. Por favor, perdóname. Lo siento.
Yo no podía dejar de temblar ni de aferrar los bordes de la bañera. Quería salir. Quería que Grace me abrazara, que me diera cobijo. Quería olvidar la sangre que manaba de mis muñecas.
—Déjame salir —murmuré—. Déjame salir, por favor.
—¿Ya has entrado en calor?
No pude contestar. Estaba desangrándome. Cerré los puños y me los llevé al pecho. Cada vez que el agua me acariciaba las muñecas, un escalofrío me sacudía el espinazo. La cara de Grace estaba contraída por el dolor.
—Tengo que buscar el termostato para subir la calefacción. Sam, tienes que quedarte ahí hasta que vuelva con alguna toalla. Lo siento.
Cerré los ojos.
Me pareció que pasaba una eternidad medio sumergido en el agua, sin poder moverme, hasta que Grace volvió con varias toallas de diferentes tamaños.
Se arrodilló junto a la bañera, metió un brazo y el agua burbujeó bajo mi nuca. Sentí que yo mismo me colaba por el desagüe en un lento remolino rojo.
—No puedo sacarte si no me ayudas. Por favor, Sam.
Grace se me quedó mirando, a la espera de que me moviese. El agua bajó descubriéndome las muñecas, los hombros, la espalda, hasta que me vi tumbado en una bañera vacía. Entonces Grace me tapó con una toalla; estaba caliente, como si la hubiese tenido encima de un radiador. Luego posó sus roanos sobre las cicatrices de mis muñecas y me miró.
—Ya puedes salir, Sam.
Le devolví la mirada sin pestañear. En el otro extremo de la bañera, mis piernas se plegaban, oscuras y finas como las patas de un insecto gigante.
Grace se inclinó y recorrió mis cejas con un dedo.
—Tienes unos ojos preciosos.
—Es lo único que conservamos.
Grace se incorporó, sorprendida al oír mi voz.
—¿Cómo?
—Nuestros ojos no se transforman. No los perdemos —me di cuenta de que mis manos seguían contraídas en puños y las abrí—. Nací con estos ojos. Nací para esta vida.
Como si no percibiera la amargura de mi voz, Grace respondió:
—Bueno, pues son preciosos. Preciosos y tristes —sosteniéndome la mirada, extendió los brazos y entrelazó sus dedos con los míos—. ¿Crees que serás capaz de levantarte?
Me levanté.
Atento a los grises ojos de Grace y a nada más, salí de la bañera y, guiado por ella, volví al pasillo y a mi vida.