CAPÍTULO VEINTICUATRO
Grace
11 °C
Dediqué buena parte del día a hacer el trabajo de Lengua mientras Sam, tirado en el sofá, leía una novela. Era como una especie de tortura: los dos en la misma habitación, separados por un libro de texto tan eficaz como un muro.
Después de unas horas sólo interrumpidas por un breve descanso a la hora de comer, ya no pude soportarlo más.
—Creo que estamos perdiendo el tiempo —confesé.
Sam no contestó y me di cuenta de que no me había oído. Repetí mis palabras; él parpadeó y fue centrando la mirada en mí mientras regresaba de dondequiera que estuviese.
—A mí me hace feliz estar aquí, a tu lado —respondió—. Con eso me basta.
Estudié la expresión de su rostro durante unos momentos para averiguar si hablaba en serio.
Sam dobló la esquina de la página que estaba leyendo, cerró la novela con delicadeza y dijo:
—¿Te apetece ir a algún lado? Si has avanzado lo bastante en el trabajo, podríamos ir a la casa de Beck para ver si Jack ha estado por allí.
La idea me atrajo: desde que Jack había aparecido en el instituto, me intranquilizaba no saber dónde y cuándo volvería a presentarse.
—¿Crees que lo encontraremos en esa casa?
—No lo sé. Los licántropos nuevos siempre acaban yendo allí y, además, la manada suele vivir muy cerca, en la parte del bosque de Boundary que da a la casa —explicó Sam—. Ojalá haya logrado encontrar su sitio en la manada.
La expresión de Sam denotaba inquietud, pero no dijo nada más. Yo sabía por qué quería que Jack encajase con los demás lobos: no quería que, por su culpa, alguien más descubriera el secreto de los licántropos. Aun así, Sam parecía estar preocupado por algo más, algo grave y teñido de misterio.
Fuera, la tarde tenía una luz dorada. Nos montamos en el Bronco y conduje hasta la casa de Beck siguiendo las indicaciones de Sam. Tuvimos que recorrer la serpenteante carretera que bordeaba el bosque de Boundary durante más de media hora; nunca había caído en la cuenta de lo grande que era el bosque, pero, claro, así tenía que ser. ¿Cómo iba a pasar desapercibida toda una manada de lobos, si no? Al llegar, aparqué el Bronco en la entrada y miré de reojo la fachada de ladrillo. Las ventanas parecían ojos cerrados; allí no había ni un alma. Cuando Sam abrió la portezuela del pasajero, me asaltó la dulce fragancia de los pinos que rodeaban el lugar.
—Bonita casa —dije.
Observé las altas ventanas, que resplandecían con los rayos del sol. A pesar de su enorme tamaño, aquella casa me cayó bien. Tal vez fuera por los setos, desgarbados y mal podados, o por el comedero para pájaros, tan erosionado por la intemperie que parecía haber nacido en el jardín. Era un lugar decididamente acogedor y se ajustaba extrañamente a la forma de ser de Sam.
—¿Cómo consiguió Beck la casa?
Sam frunció el ceño.
—Antes trabajaba de abogado para gente rica, así que tiene dinero. La compró para la manada.
—Qué generoso por su parte —opiné, cerrando la portezuela del coche—. ¡Mierda!
Sam se apoyó en el morro del Bronco para mirarme.
—¿Qué pasa?
—Se me han quedado las llaves dentro del coche y el seguro está puesto. ¡Qué despistada estoy!
Sam se encogió tranquilamente de hombros.
—No te preocupes, Beck tiene una ganzúa. Lo solucionaremos antes de irnos.
—¿Una ganzúa? Qué intrigante —repuse con una sonrisa—. Me gustan los tipos que se guardan un as en la manga.
—Bueno, pues aquí tienes a uno —contestó Sam. Señaló los árboles de la parte trasera de la casa con un gesto de la cabeza—. Qué, ¿lista para pasar a la acción?
La idea era irresistible y aterradora a un tiempo. No pisaba el bosque desde la noche de la cacería y, antes de eso, lo último que había visto en él era a Jack acobardado ante el ataque de otros dos lobos. Demasiados recuerdos violentos para mi gusto.
Me di cuenta de que Sam me estaba esperando con la mano tendida.
—¿Estás asustada?
Me pregunté si habría alguna manera de darle la mano sin que se diera cuenta de que así era. Aunque, en realidad, lo que sentía no era miedo, sino una emoción que me cosquilleaba en la piel y hacía que se me erizara el vello de los brazos. El tiempo era fresco, pero no llegaba a la crudeza del verdadero invierno; había alimento de sobra para que los lobos no tuvieran necesidad de atacarnos. «Los lobos son animales pacíficos».
Sam me cogió de la mano con firmeza; su piel estaba agradablemente cálida. Me estudió con la mirada, una mirada larga y luminosa que reflejaba el resplandor de la tarde. Durante unos instantes, me perdí en aquellos ojos que había visto por primera vez en el rostro de un lobo.
—Si no quieres continuar, podemos dar media vuelta —comentó.
—No. Quiero ir.
Era cierto. Una parte de mí quería ver dónde pasaba Sam el tiempo durante los meses fríos, cuando no andaba rondando por el patio de nuestra casa. Otra parte, la que se moría de añoranza cada vez que oía el coro de los lobos por la noche, estaba deseosa de internarse en el bosque y seguirle el rastro a la manada. Las dos partes, combinadas, bastaban para vencer todo mi temor. Eché a caminar hacia los árboles sin soltar la mano de Sam.
—La manada se mantendrá alejada de nosotros —me indicó, como si quisiera darme confianza—. Jack es el único que podría acercársenos.
Enarqué una ceja y lo miré.
—Oye, ya que lo mencionas, ¿no nos saldrá al paso con malas intenciones, en plan película de terror?
—Ser un licántropo no te convierte en un monstruo. Tan sólo te vuelve más desinhibido —indicó Sam—. ¿En el instituto le gustaba abusar de los demás?
Como todo el mundo, yo había oído que, después de una fiesta, Jack había pegado a un chico una paliza que lo había enviado al hospital. No me lo habría creído de no ser porque, unos días más tarde, había visto a la víctima por los pasillos, con la cara todavía hinchada. Jack no necesitaba ninguna transformación para actuar como un monstruo.
Hice una mueca.
—Sí, era bastante macarra.
—Bueno. Si te sirve de consuelo —repuso Sam—, no creo que este aquí. Aunque preferiría que estuviera.
Nos internamos en el bosque, que en aquella zona era muy diferente al que bordeaba la casa de mis padres. Los árboles crecían muy próximos unos a otros y el suelo estaba cubierto de matorrales que parecían mantener los troncos en pie. Las zarzas se me enganchaban en los vaqueros y Sam paraba cada dos por tres para sacar espigas de nuestros calcetines. No parecía haber rastro de Jack ni de los demás lobos; en realidad, no me parecía que Sam los estuviese buscando con demasiado entusiasmo. No hacía más que mirarme, mientras yo fingía que no me daba cuenta.
El cabello no tardó en llenárseme de ramitas y hojas que fueron formando nudos.
Sam se detuvo para deshacérmelos.
—Ya hemos dejado atrás lo peor —prometió.
Me hizo gracia que creyera que aquello podía hacerme abandonar; la verdad es que yo estaba encantada, disfrutando de la cautela con que sus dedos me iban desenredando el pelo.
—No es eso lo que me preocupa —le aseguré—. Lo que pasa es que no sé si esto servirá de algo. El bosque es demasiado grande.
Sam me pasó la mano por el cabello como si buscara más nudos, aunque los dos sabíamos perfectamente que no quedaba ninguno. Luego me miró sonriente y olfateó el aire.
—Por lo que huelo, creo que no estamos solos.
Me miró y supe que estaba esperando a que yo ratificase su conclusión, a que admitiera que, si me lo proponía, podía captar el aroma de las idas y venidas de la manada. En lugar de eso, volví a darle la mano.
—Guíame, sabueso.
Con un gesto melancólico, Sam me llevó a través de la maleza hasta una colina suave. Tal y como había dicho, lo peor había quedado atrás. Los matorrales escaseaban cada vez más y los árboles se volvieron más altos y rectos. Casi todos eran abedules, y la luz oblicua de la tarde daba un aspecto lechoso a la rayada corteza blanquecina y un tono dorado a las hojas. Me volví hacia Sam y encontré en sus ojos el mismo amarillo brillante.
Me detuve. Aquél era mi bosque, el bosque dorado al que iba a refugiarme en mis ensoñaciones. Sin dejar de observarme la cara, Sam me soltó la mano y dio un paso atrás para verme mejor.
—Ésta es mi casa —dijo.
Luego se quedó callado, supongo que esperando a que yo dijera algo. O tal vez no; tal vez ya me lo hubiera leído en el rostro. Yo no tenía nada que decir, así que me limité a contemplar lo que me rodeaba, los trémulos rayos de sol y las delicadas hojas amarillas que colgaban como si fueran plumas de las ramas.
—Grace… —Sam me tomó del brazo y me miró de soslayo, como si esperara encontrar lágrimas—. Pareces triste.
Me fui dando la vuelta poco a poco; a mi alrededor el aire parecía vibrar, colmado de colores.
—Cuando era niña, soñaba que estaba en este bosque —afirmé—. No sé cuándo ni cómo lo conocí. —No estaba segura de que lo que decía tuviese sentido, pero proseguí con el razonamiento—. El bosque que está detrás de mi casa no se parece a éste: allí no hay abedules ni hojas amarillas. ¿Cómo puedo reconocer este lugar?
—Quizás alguien te lo describiera.
—Si fuera eso, me acordaría de ello. Conozco incluso el brillo del aire en este bosque; no creo que nadie pudiera habérmelo descrito con palabras.
—Te lo expliqué —respondió Sam—. Los lobos se comunican entre sí. Se muestran imágenes de lo que han visto.
Me volví hacia Sam, hacia su figura recortada por la luz del sol, y lo miré.
—Sigues con lo mismo.
Sam me sostuvo la mirada con ojos tristes e intensos, aquellos ojos de lobo que yo conocía tan bien.
—¿Por qué vuelves a sacar el tema? —insistí.
—Te mordieron.
Empezó a rodearme lentamente, arrastrando los pies por la hojarasca. Sus espesas cejas estaban fruncidas.
—¿Y qué?
—Que ésta es tu identidad, Grace. Eres de los nuestros. No habrías reconocido este lugar si no fueras un licántropo; sólo uno de nosotros pudo habértelo mostrado. —Su voz se había vuelto seria, y su mirada, penetrante—. En realidad… ni siquiera estaría hablando contigo si no supiera que eres como yo. No podemos hablar con gente normal de lo que somos. No es que tengamos demasiadas reglas, pero Beck me dijo que ésta había que respetarla a cualquier precio.
No comprendí.
—¿Por qué?
En lugar de responder, Sam se palpó la zona del cuello donde había recibido el balazo y, al hacerlo, le vi las pálidas y brillantes cicatrices de las muñecas. Era injusto que alguien tan tierno como Sam tuviese que llevar marcas imborrables de la violencia humana. La noche empezaba a caer y me estremecí. Sam habló a media voz.
—Beck me ha contado muchas historias. La gente nos mata de las maneras más horribles: en laboratorios, cazados, envenenados… Tal vez haya una razón científica que explique nuestra naturaleza, Grace, pero la mayoría lo considera magia. Creo que Beck tiene razón: no debemos hablar sobre estas cosas a quienes no son como nosotros.
La decepción me formó en la garganta un nudo que no pude deshacer.
—Pero yo no me transformo, Sam. No soy como tú.
Sam no contestó. Nos quedamos allí en silencio, en el bosque dorado, durante un largo momento, hasta que Sam suspiró y volvió a hablar.
—Cuando te mordieron, pensé que sabía lo que iba a ocurrir. Iba a verte todas las noches por si te transformabas. Quería ayudarte y evitar que te hicieran daño. —Una gélida ráfaga de viento levantó algunos mechones de su cabello y formó un remolino de hojas doradas a su alrededor. Sam extendió los brazos y dejó que le aterrizaran en las manos. Parecía un ángel caído en medio de un otoño infinito—. Dicen que tendrás un día feliz por cada una. ¿Lo sabías?
No entendí a qué se refería, ni siquiera cuando abrió el puño para enseñarme las hojas que había atrapado. Temblaban levemente.
—Un día feliz por cada hoja —murmuró.
Los bordes de las hojas empezaron a desplegarse, agitados por la brisa.
—¿Cuánto tiempo esperaste?
Pensé que si Sam tenía el valor suficiente para mirarme a los ojos y responder, sería casi insoportablemente romántico. Pero, en vez de hacerlo, miró al suelo y enterró la bota en la hojarasca, removiendo cientos de días felices que ya no ocurrirían.
—Sigo esperando.
Yo también hubiera debido decir algo romántico, pero, como a él, me faltó coraje. Me limité a observar cómo se mordisqueaba el labio inferior y a contemplar las hojas.
—Pues qué aburrido —dije al fin.
Sam reaccionó con una carcajada extraña. Parecía reírse de sí mismo.
—Leías a todas horas. Y te pasabas mucho tiempo en la cocina, donde me costaba verte.
—¿Habrías preferido que me paseara medio desnuda frente a la ventana de mi habitación? —me mofé.
Sam enrojeció.
—No estamos hablando de eso.
Su pudor me hizo sonreír. Di algunos pasos, arrastrando los pies y levantando las hojas doradas, y oí que él hacía lo mismo a mi espalda.
—¿Y de qué estamos hablando, si puede saberse?
—¡Da igual! —exclamó—. ¿Te gusta este lugar o no?
Me paré en seco y me volví hacia él.
—¡Eh! —exclamé apuntándolo con el dedo; él enarcó las cejas y se detuvo—. Sabías perfectamente que Jack no estaba por aquí, ¿verdad?
La oscura línea de sus cejas se arqueó aún más.
—No has venido aquí a buscarle, ¿a que no? —insistí.
Sam levantó las dos manos en señal de rendición.
—¿Qué quieres que te diga?
—Lo que querías era comprobar si yo reconocía este bosque. —Di un paso hacia delante para acortar la distancia que nos separaba; empezaba a hacer tanto frío que sentí el calor de su cuerpo, aunque no nos tocábamos—. Fuiste tú el que me enseñó este bosque, aunque no sé cómo pudiste hacerlo. ¿Cómo lo hiciste?
—Eso es lo que estoy intentando decirte, y tú no quieres comprenderlo porque eres una cabezota. Ésta es nuestra forma de hablar, de comunicarnos. Con imágenes. Imágenes sencillas. Después de aquello, tú cambiaste, Grace. Lo único que no cambió fue tu piel. Créeme, por favor —dijo, aún con las manos en alto, pero con una sonrisa creciente que brillaba a la luz del atardecer.
—O sea, que solamente me has traído para que viera este bosque.
Avancé otro paso, pero él retrocedió.
—¿Te gusta?
—Me has traído engañada.
Otro paso mío hacia delante; otro suyo hacia atrás. Su sonrisa se ensanchó.
—¿Te gusta o no?
—Sabías muy bien que no íbamos a encontrar a nadie.
Los dientes le centellearon entre los labios.
—¿Te gusta?
Le estampé las manos en el pecho.
—Sabes que sí. Sabías que me encantaría.
Le golpeé el pecho una vez más, y él me sujetó las muñecas. Durante unos instantes nos quedamos así, él mirándome desde arriba con una media sonrisa en los labios, y yo mirándolo desde abajo. Parecía un cuadro: Amantes jóvenes en el bosque crepuscular. Era un momento perfecto para que me besara, pero no lo hizo. Se me quedó mirando fijamente y, para cuando me di cuenta de que podía ser yo quien lo besara a él, advertí que su risueña expresión empezaba a desvanecerse.
Sam me empujó las muñecas hacia abajo y las soltó.
—Me alegro —susurró.
Con los brazos colgando a los costados, allí donde él los había dejado, le lancé una mirada ceñuda.
—Deberías haberme besado.
—Debería.
No podía dejar de mirar la curva suave y triste de sus labios, tan suave y tan triste como su voz. Pensaba en lo mucho que anhelaba que me besara, y en lo absurdo que era que aquel beso me importara tanto.
—¿Y por qué no lo haces?
Sam se inclinó y me dio un beso breve y fugaz; durante un cortísimo instante sentí sus labios frescos y secos, siempre tan comedidos, tan enloquecedores.
—Tenemos que marcharnos a casa —murmuró—. Cada vez hace más frío.
Sus palabras me hicieron prestar atención al gélido viento que se me colaba por las mangas. Una ráfaga de aire hizo levantarse un torbellino de hojas secas y, por un instante, creí captar el olor de un lobo.
Sam se estremeció.
Traté de distinguir su expresión a la luz mortecina del ocaso, y vi que en su mirada había miedo.