CAPÍTULO DIECINUEVE

Grace
22 °C

Hojas

La mañana siguiente amaneció espléndida, demasiado buena para aquella época del año y más aún para malgastarla en el instituto. Sin embargo, no podía faltar a clase por segunda vez sin una excusa creíble. No es que me diera miedo quedarme atrás en alguna asignatura; pero si eres de los que asisten a clase todos los días, tus ausencias se notan más. Rachel ya me había llamado dos veces y me había dejado un inquietante mensaje de voz que decía: «¡Hoy es mal día para faltar a clase, Grace Brisbane!». Olivia no me había llamado desde nuestra discusión en el pasillo, así que supuse que seguía enfadada.

Sam me llevó a clase en el Bronco. Durante el trayecto aproveché para hacer los deberes de lengua que no había terminado el día anterior. Cuando Sam aparcó el coche, abrí la portezuela y por ella entró una ráfaga de aire cálido.

Con los ojos entrecerrados, Sam volvió la cabeza hacia la puerta abierta.

—Me encanta este tiempo. Hace que yo sea yo.

Al verle tomar el sol, me pareció que el invierno estaba a una distancia inimaginable; no podía ni pensar en que Sam se alejara de mí. Quise aprenderme de memoria el perfil arqueado de su nariz para recordarlo durante el día. Por un instante, pensé que mis sentimientos por Sam estaban reemplazando a los que había experimentado por mi lobo y sentí un ataque de remordimientos irracionales, pero enseguida me acorde de que el era mi lobo. Pese a que tenía la extraña sensación de que su existencia hacía que mi realidad se tambalease, sentía alivio. Mi obsesión se había vuelto… llevadera. Lo único que debía hacer era explicarles a mis amigas de dónde había salido mi novio.

—Tengo que irme —dije—. Pero no quiero.

Los ojos de Sam se abrieron del todo y me miraron.

—Estaré aquí cuando salgas. Te lo prometo. ¿Podría utilizar tu coche? —añadió, muy formal—. Me gustaría saber si Beck todavía conserva la forma humana y, si no la conserva, querría comprobar si su casa tiene electricidad.

Asentí, pero una parte de mí deseó que hubiesen cortado la corriente en la casa de Beck. La verdad es que prefería que Sam siguiera durmiendo en mi cama, allí donde podía impedir que se desvaneciese como el sueño que era. Mochila al hombro, me bajé del Bronco.

—Que no te multen, loco del volante.

Mientras rodeaba el morro del coche, vi que Sam bajaba la ventanilla.

—¡Eh!

—¿Qué pasa?

—Ven, Grace —me pidió él con timidez.

El modo en que pronunció mi nombre me hizo sonreír, y me aproximé a la ventanilla sonriendo todavía más al comprender lo que quería. Su cauteloso beso no me engañó; en cuanto abrí un poco los labios, él soltó un suspiro y se apartó con esfuerzo.

—Vas a llegar tarde a clase —musitó.

Sonreí. Estaba en la cima del mundo.

—¿Volverás a las tres?

—Cuenta con ello.

Le observé salir del aparcamiento con el coche, pensando ya en la infinita jornada de clases que se extendía ante mí.

Una libreta me golpeó el brazo.

—¡¿Quién era ése?!

Me volví hacia Rachel y traté de pensar en algo que fuera más sencillo de decir que la verdad.

—Uno que me ha traído.

Rachel no insistió, entre otras cosas porque su mente ya estaba en otro lugar. Me agarró del brazo y me arrastró hacia el instituto. Pensé que merecía recibir alguna recompensa en el otro mundo por ir a clase en un día tan maravilloso, mientras Sam se paseaba por ahí en mi coche. Rachel me sacudió el brazo para que le prestara atención.

—Grace, céntrate. Ayer apareció un lobo delante del instituto. ¿Me oyes? En el aparcamiento. Todo el mundo lo vio al salir.

—¿Cómo? —exclamé mientras volvía la cabeza hacia el aparcamiento, intentando imaginarme a un lobo entre los coches. El pequeño pinar que rodeaba la zona no estaba conectado con el bosque de Boundary; el lobo debía de haber atravesado varias calles y jardines para llegar—. ¿Qué aspecto tenía?

Rachel me miró sin comprender.

—¿El lobo?

Asentí.

—Pues no sé, aspecto de lobo. Era gris. —Fulminé a Rachel con la mirada y ella se encogió de hombros—. Yo qué sé, Grace. Era gris azulado, creo. Y tenía una herida con muy mala pinta en una pata delantera, junto al lomo. Estaba hecho una birria.

Era Jack. Tenía que serlo.

—La gente se volvería loca, ¿no? —pregunté.

—Sí, chica lobuna, deberías haber estado para verlo. Menudo guirigay. Por suerte, nadie resultó herido, pero a Olivia casi le da un ataque. Bueno, casi le dio un ataque a la mitad del instituto. Isabel se puso histérica perdida y montó una escena que no veas. —Rachel me apretó el brazo—. A lo que iba: ¿por qué no respondías al teléfono?

Entramos en el edificio; las puertas estaban abiertas de par en par para permitir la entrada del cálido aire del exterior.

—Me quedé sin batería.

Rachel hizo una mueca y levantó la voz para hacerse oír en medio del estrépito del pasillo.

—¿Qué te ha pasado? ¿Estabas enferma? Jamás pensé que vería el día en que tú faltaras a clase. Entre que no estabas y que había un animal salvaje merodeando por el aparcamiento, creí que había llegado el fin del mundo. Esperaba que lloviera sangre o algo así.

—Creo que he tenido una especie de virus —contesté.

—¡Vaya! ¿Es contagioso?

Sin embargo, en lugar de separarse, Rachel me dio un codazo y sonrió. Yo me reí y la empujé, pero, al hacerlo, vi algo más allá a Isabel Culpeper y la sonrisa se me congeló. Estaba apoyada en la pared, junto a uno de los surtidores de agua. En un primer momento creí que miraba su teléfono móvil, pero luego me di cuenta de que tenía las manos vacías y la mirada clavada en el suelo. Habría creído que estaba llorando de no ser porque conocía su carácter.

Como si me hubiese leído el pensamiento, Isabel levantó la vista y nuestras miradas se cruzaron. Sus ojos, tan parecidos a los de Jack, parecieron lanzarme un desafío: «¿Qué estás mirando?».

Aparté la vista rápidamente y retomé la conversación con Rachel, pero me quedé con la desagradable sensación de que Isabel y yo teníamos cosas que decirnos.