CAPÍTULO DIECISIETE

Sam
15 °C

Hojas

Hay días cuyas partes parecen encajar como las piezas de una vidriera, cien cristales diminutos de colores y significados distintos cuya combinación da lugar a una imagen completa. Para mí, las veinticuatro horas anteriores habían sido así. La noche en el hospital era una de las piezas, de un verde enfermizo y parpadeante. Las oscuras horas de la madrugada en la cama de Grace formaban otra, empañada y púrpura. Luego venía el frío azul de la visita a mi otra vida hecha aquella mañana y, al fin, la pieza resplandeciente y clara de nuestro beso.

La pieza que nos tocaba vivir en aquel momento transcurría sobre los raídos asientos de un Ford Bronco, en el desastrado aparcamiento de un negocio de coches usados que había a las afueras del pueblo. Era como si la imagen de la vidriera estuviera apareciendo lentamente para mostrarme algo que nunca había creído posible tener.

Grace rozó el volante del Bronco con gesto pensativo y me miró.

—¿Jugamos a las veinte preguntas?

Yo estaba repantigado en el lado del pasajero, disfrutando con los ojos cerrados del sol que entraba por el parabrisas. Me sentía bien.

—¿No deberías estar viendo otros coches? Siempre había pensado que para comprar algo hace falta… no sé, ir de compras.

—No se me da bien ir de compras —contestó Grace—. Cuando veo lo que me hace falta, lo cojo y ya está.

Le respondí con una carcajada. Empezaba a ver hasta qué punto aquella afirmación resumía el carácter de Grace.

Entrecerró los ojos fingiendo irritación y se cruzó de brazos.

—Bueno, empiezo con las preguntas. Que conste que tienes que contestarlas obligatoriamente.

Recorrí el aparcamiento con la mirada para asegurarme de que el dueño del negocio todavía no había regresado con la grúa y el coche de Grace; en Mercy Falls, la grúa y el concesionario de automóviles de segunda mano eran dos facetas del mismo negocio.

—Vale. Pero no me pongas colorado.

Grace se acercó a mí —la palanca de cambios estaba en el salpicadero y el asiento delantero era un banco corrido— y se acomodó imitando mi postura. Intuí que aquélla era, en realidad, la primera pregunta: su pierna contra mi pierna, su hombro contra el mío, su zapato cuidadosamente acordonado posado en la gastada piel de mi bota. Mi corazón se desbocó por toda respuesta.

Grace empezó a hablar con tono práctico, como si no supiera los efectos que su proximidad tenía en mí.

—Quiero saber qué te convierte en lobo.

Ésa era fácil.

—Las temperaturas bajas. Cuando las noches son frescas y los días aún cálidos, noto la cercanía de la transformación, y después, al aumentar el frío, me vuelvo lobo y continúo así hasta la siguiente primavera.

—¿A los demás les pasa lo mismo?

Asentí.

—Cuanto más tiempo pasas siendo lobo, más calor te hace falta para recuperar la forma humana. —Me interrumpí un momento: no sabía si aquél sería un buen momento para decírselo—. Nadie sabe cuántos años dura esa serie de transformaciones. Varía en cada caso.

Grace me miró con atención; sus ojos mostraban la misma expresión que cuando me había mirado de niña, tendida en la nieve. Sus pensamientos seguían siendo tan enigmáticos para mí como en aquella ocasión. Esperé su siguiente pregunta, sintiendo que me faltaba el aire; por suerte, optó por cambiar de tema.

—¿Cuántos sois?

No supe qué decir, porque muchos habían dejado de transformarse hacía tiempo.

—Unos veinte —dije al fin.

—¿Qué coméis?

—Gazapos. —Al verla fruncir el ceño, sonreí y agregué—: Bueno, y también conejos adultos. Apoyo la igualdad de oportunidades a la hora de comer conejos.

Grace afinó la puntería.

—¿Qué tenías en el hocico la noche en que me permitiste tocarte? —preguntó; su tono de voz no revelaba vacilación alguna, pero la piel de alrededor de los ojos se le tensó como si no estuviera segura de querer oír la contestación.

Me costaba recordar aquella noche: las manos de Grace acariciándome el pelaje, su aliento rozando mi hocico, el placer culpable de sentirme tan cerca de ella. El chico. El chico muerto. Claro, por eso me lo preguntaba.

—¿Te refieres a las manchas de sangre?

Grace hizo un gesto de asentimiento.

Me entristeció un poco que planteara aquella pregunta, pero sabía que tenía que hacerla. No le faltaban motivos para desconfiar de mí.

—Yo no fui el que… a ese chico…

—Jack —me ayudó ella.

—Ah, Jack —repetí—. Supe que lo habían atacado, pero yo no participé.

Tuve que escarbar más hondo en mi memoria para recordar de dónde había salido la sangre que manchaba mi hocico. Mi mente humana me proporcionaba respuestas razonables —un conejo, un venado, cualquier bicho atropellado—, que se sobreponían instantáneamente a mis recuerdos de lobo. Al cabo de un rato hallé la respuesta verdadera, pero su contenido no era como para enorgullecerse.

Un gato. De ahí venía la sangre. Había cazado un gato.

Grace dejó escapar un suspiro.

—¿Estás disgustada?

—No. Tenías que alimentarte. Si no era de Jack, lo mismo me da que la sangre fuera de un gato que de un canguro —respondió; sin embargo, saltaba a la vista que seguía dándole vueltas al asunto.

Intenté acordarme de lo poco que sabía del ataque, temiendo que Grace se hiciera una idea equivocada de mi manada.

—Él los provocó —afirmé.

—¿Cómo? Pero si me acabas de decir que tú no te encontrabas allí.

Meneé la cabeza e intenté explicarme.

—Nosotros… los lobos… cuando nos comunicamos, lo hacemos mediante imágenes. Imágenes sencillas. Y nunca a gran distancia. Sin embargo, si estamos cerca los unos de los otros, tenemos la capacidad de compartir imágenes. Los lobos que atacaron a Jack me mostraron lo que había sucedido.

—¿Os leéis la mente? —inquirió Grace, incrédula.

Sacudí la mano con energía.

—No, nada de eso. Lo que pasa es que me resulta difícil explicarlo cuando soy huma… cuando soy yo. Es simplemente una forma de hablar, pero diferente, porque el cerebro humano es distinto al de los lobos. Para los lobos, no existen las abstracciones. Los conceptos como el tiempo, los nombres o las emociones complejas son incomprensibles para ellos. En realidad, sólo se comunican para cazar o para avisar de un peligro.

—Vale. ¿Y qué es lo que viste de Jack?

Bajé la vista. Me resultaba extraño revivir una experiencia de lobo desde mi mente humana. Analicé las borrosas imágenes que se acumulaban en mi cabeza hasta reconocer las heridas de bala en los costados de los lobos y los restos de la sangre de Jack en sus hocicos.

—Los lobos me mostraron cómo Jack abría fuego sobre ellos. Tenía un arma. Una carabina de aire comprimido, o algo así. Llevaba una camisa roja. —Los lobos distinguían pocos colores, pero el rojo era uno de ellos.

—¿Por qué iba a hacerlo?

Alcé las cejas.

—No lo sé. Los lobos no nos contamos esa clase de cosas.

Grace se quedó callada; supuse que estaría pensando en Jack. Su silencio se prolongó y empecé a preguntarme qué le preocupaba tanto.

De pronto, volvió a hablar.

—Imagino que nunca tienes regalos de Navidad, ¿no?

La miré sin saber qué responder. La Navidad pertenecía a otra vida, a mi vida antes de ser lobo.

Grace observó el volante del coche.

—Es que estaba pensando que nunca te veía durante el verano, y que las navidades me encantaban porque sabía que entonces vendrías. Que estarías en el bosque, cerca de mi casa. Claro, en esa época hace demasiado frío para que seas humano, ¿no? O sea, que nunca recibes regalos de Navidad.

Negué con la cabeza. En los últimos años, me transformaba tan temprano que ni siquiera me daba tiempo de ver los adornos de Navidad en las tiendas.

Sin apartar la mirada del volante, Grace frunció el ceño.

—¿Pensabas en mí cuando eras un lobo?

En mi vida como lobo, yo no era más que el vago recuerdo de un chico desesperado por aferrarse a palabras sin sentido. No quise decirle la verdad: que no recordaba su nombre.

—Pensaba en tu olor —repuse con sinceridad.

Le cogí un mechón de pelo y lo olisqueé. El perfume de su champú me trajo a la memoria el aroma de su piel; tragué saliva y dejé caer el mechón sobre su hombro.

Grace observó cómo mi mano se separaba de su hombro e iba a posarse en mi regazo. También ella tragó saliva. La pregunta clave —¿cuándo volvería a transformarme?— flotaba entre nosotros como una presencia, pero ninguno quiso expresarla con palabras. Todavía no me sentía preparado para decírselo. Sólo pensar en dejar aquello atrás —en separarme de ella— hacía que me doliese el pecho.

—Bueno —dijo Grace, colocando una mano en el volante—. ¿Sabes conducir?

Me saqué la cartera del bolsillo de los vaqueros, la abrí y se la enseñé.

—Sí. Al menos, eso cree el estado de Minnesota.

Grace sacó de la funda mi permiso de conducir, lo apoyó en el volante y leyó en voz alta:

—«Samuel K. Roth». ¡Es un permiso de verdad! —añadió con sorpresa—. ¡De modo que eres real!

Solté una carcajada.

—¿Lo dudabas?

En vez de responder, Grace me devolvió la cartera y preguntó:

—¿Es así como te llamas? ¿No se supone que estás muerto, igual que Jack?

No tenía muchas ganas de hablar de aquello, pero accedí a responder.

—No es lo mismo. Mis mordeduras no fueron graves; además, la gente que pasaba por allí me ayudó y evitó que los lobos se me llevaran. A mí nunca me han dado por muerto, como a él. En fin: sí, ése es mi verdadero nombre.

Grace adoptó un aire reflexivo y me pregunté qué andaría pensando.

De repente, me miró con expresión sombría.

—Entonces tus padres saben lo que eres, ¿no? Por eso te… —Se interrumpió y cerró los ojos; vi que volvía a tragar saliva.

—Las mordeduras hacen que enfermes durante varias semanas —le expliqué, ahorrándole la obligación de terminar la frase—. Supongo que tienen alguna toxina que te afecta hasta convertirte en… Al principio me transformaba continuamente, hiciera frío o calor. —Me interrumpí, mientras los recuerdos desfilaban por mi mente como fotografías de un álbum perteneciente a otra persona—. Mis padres creyeron que estaba poseído. Luego llegó el calor y mejoré o, mejor dicho, me estabilicé. Y, claro, pensaron que me había curado. Que me había salvado. Hasta que llegó el invierno. Entonces mis padres intentaron que me hicieran un exorcismo y, como no lo consiguieron, decidieron atajar el problema ellos mismos. Ahora están en la cárcel, los dos con cadena perpetua. No sabían que nosotros somos más difíciles de matar que la gente normal.

El rostro de Grace había adquirido un tinte verdoso y su mano aferraba el volante con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

—Prefiero que hablemos de otra cosa.

—Lo siento —me disculpé con franqueza—. En fin, ¿qué tal si hablamos de coches? ¿Te vas a llevar éste? Suponiendo que arranque, claro. No sé nada de coches, pero, si te parece, puedo fingir que soy un entendido. A mí me parece que un experto diría algo así como que éste es un coche fiable y robusto, ¿no?

Grace le dio unos golpecitos al volante.

—A mí me gusta.

—Pues a mí me parece horrible —repliqué—. Eso sí, seguro que anda sobre la nieve como si tal cosa. Podría toparse contra un ciervo y continuar sin inmutarse.

—Además, tiene un asiento delantero estupendo —opinó Grace—. Mira, puedo…

Se deslizó sobre el asiento, acercándose aún más a mí, y me apoyó una mano en la pierna. Estábamos tan cerca que su aliento me hacía cosquillas en los labios. Tan cerca que pude sentir con cuánta intensidad quería un beso.

Se me vino a la cabeza la imagen de Grace en el patio de su casa, con la mano extendida, implorándome que me acercara. En aquel momento no podía hacerlo; pertenecía a un mundo distinto que me exigía respetar las distancias. Ahora, en aquel coche, no sabía si mi mundo seguía siendo aquél, si continuaba sometido a sus leyes. Mi piel humana se mofaba de mí, me ponía al alcance de la mano tesoros que se desvanecerían con la primera helada.

Me separé de Grace y aparté la mirada para no ver su decepción. El silencio se volvió pesado.

—¿Qué pasó después de que te mordieran? —le pregunté para desviar su atención—. ¿Te pusiste enferma?

Grace se hundió en el asiento y suspiró. Seguro que la había decepcionado en otras muchas ocasiones.

—No lo sé. Eso pasó hace siglos. Sin embargo… puede ser. Sí, recuerdo haber tenido la gripe justo después.

Mi enfermedad también se había parecido a una gripe: cansancio general, tiritonas, fiebre alta, náuseas, un dolor en las articulaciones que respondía, en realidad, a que me estaban cambiando los huesos…

Grace se encogió de hombros.

—Fue el mismo año en que me quedé encerrada en el coche. Ocurrió uno o dos meses después del ataque de los lobos. Era primavera, pero hacía mucho calor. Mi padre me llevó a hacer unos recados, supongo que porque todavía era demasiado pequeña para quedarme sola en casa.

Me miró de soslayo para comprobar que la escuchaba.

—El caso es que aún estaba con gripe, y me sentía amodorrada. En el camino de vuelta, me quedé dormida en el asiento de atrás… y lo siguiente que recuerdo es despertarme en el hospital. Mi padre había llegado a casa, había sacado la compra del maletero y se había olvidado de mí. Me dejó encerrada en el coche. Dicen que intenté salir, pero lo cierto es que no lo recuerdo. En el hospital, una enfermera dijo que había sido el día de mayo más caluroso en la historia de Mercy Falls. El médico le explicó a mi padre que el calor debería haberme matado, así que fue una especie de milagro. Ya ves, tengo unos padres de lo más responsable.

Meneé la cabeza sin acabar de creérmelo. Se produjo un breve silencio durante el que tuve tiempo de apreciar la consternación en el gesto de Grace, y lamenté profundamente no haberla besado hacía unos instantes. Pensé en decirle algo como: «¿A qué te referías cuando dijiste que te gustaba el asiento delantero de este coche?». Pero no era capaz siquiera de imaginarme pronunciando aquellas palabras, así que le agarré la mano y le acaricié las líneas de la palma y los dedos, dejando que mi piel memorizase sus huellas dactilares.

Grace soltó un gemido satisfecho y cerró los ojos mientras mis dedos susurraban círculos en su piel. De algún modo, aquello era casi mejor que los besos.

Los dos dimos un respingo cuando alguien golpeó la ventanilla del copiloto. El dueño de la grúa y del concesionario había llegado y nos estaba observando.

—¿Habéis encontrado lo que buscabais? —preguntó con la voz amortiguada por el cristal de la ventanilla.

Grace extendió un brazo y la abrió.

—Desde luego —dijo mirándome.