CAPÍTULO DIECISÉIS
Sam
5 °C
Me desperté de repente. Durante un instante me quedé quieto, parpadeando, tratando de averiguar qué me había despertado. Entonces comprendí que no había sido un sonido, sino la sensación de una mano que se apoyaba en mi brazo, y recordé de golpe todo lo que había pasado la noche anterior. Grace se había dado la vuelta mientras dormía y yo no podía dejar de mirar sus dedos sobre mi piel.
Estaba tumbado junto a la chica que me había rescatado. En aquel momento, el solo hecho de ser humano me pareció un triunfo.
Me puse de lado para observar cómo dormía, cómo su respiración tranquila agitaba los mechones que le caían sobre la cara. Parecía completamente confiada, como si mi presencia no le inquietara lo más mínimo. Para mí, aquello también era una victoria.
Cuando oí a su padre levantarse, me quedé inmóvil, notando cómo se me aceleraba el corazón y dispuesto a saltar del colchón si le veía entrar en la habitación para despertar a su hija. Sin embargo, se marchó a trabajar, dejando tras de sí una vaharada de olor a loción para el afeitado que se coló por las rendijas de la puerta. La madre de Grace se fue poco después, no sin antes romper algo en la cocina y soltar un taco con una voz que encontré bastante agradable. Me resultó increíble que no echaran un vistazo a la habitación de su hija para comprobar que estaba bien, sobre todo teniendo en cuenta que no la habían visto al llegar. Sin embargo, así fue.
Estaba incómodo con el uniforme de hospital y, además, necesitaba ponerme algo que me protegiera mejor del frío, de modo que me levanté sin esperar a que Grace se despertase; ella ni siquiera se dio cuenta. Salí al porche trasero y me detuve en seco al ver la escarcha que cubría la hierba del patio. Me había puesto unas botas del padre de Grace, pero no llevaba calcetines, y el aire helado de la mañana parecía mordisquearme los tobillos. La náusea que presagiaba la transformación empezó a cosquillearme en el estómago.
«Sam», me dije, como si pudiera convencer a mi cuerpo con fuerza de voluntad. «Soy Sam».
Necesitaba abrigarme más, así que volví a entrar en la casa para buscar algo que ponerme. Hacía frío; el otoño ya había comenzado. ¿Por qué no me había transformado en humano durante los meses de calor? En un armario atestado que olía a naftalina y a recuerdos marchitos encontré un anorak azul chillón que me daba aspecto de zepelín; me lo puse y volví a aventurarme en el patio trasero, algo más tranquilo. El padre de Grace debía de usar la misma talla de zapatos que el yeti, de modo que me interné en el bosque caminando con tanta gracia como un oso polar en una casa de muñecas.
Hacía tanto frío que mi respiración parecía formar fantasmas en el aire, pero tuve que reconocer lo hermoso que estaba el bosque en aquella época del año, repleto de colores primarios perfectos como el amarillo y rojo de las hojas o el azul del cielo. Eran detalles que, siendo lobo, jamás había percibido. Y sin embargo, mientras caminaba hacia el lugar en el que tenía la ropa, eché de menos todo lo que me perdía por ser humano. Aunque mis sentidos eran más finos de lo normal, no lograba captar el olor de todos los rastros que los animales dejaban en la maleza, ni la humedad que presagiaba un mediodía caluroso. Cuando era lobo, podía percibir la sinfonía industrial de los coches y camiones que viajaban por la lejana carretera, y detectar el tamaño y velocidad de cada uno de ellos. Ahora tan sólo olía el aroma leñoso del otoño —las hojas secas, los árboles casi dormidos—, y oía el suave zumbar del tráfico en la lejanía.
Si hubiera sido lobo, habría percibido el olor de Shelby mucho antes de verla. Pero no lo era, y ya la tenía pegada a los talones cuando me asaltó la sensación de que había algo cerca. El vello de la nuca se me erizó y tuve la incómoda impresión de que compartía con otra criatura el aire que respiraba. Me di la vuelta y vi su figura, corpulenta para ser una hembra. Su pelaje blanco parecía mate y amarillento a la luz del día. Por lo visto, había salido indemne de la cacería. Con las orejas pegadas a la cabeza, examinó mi ridículo aspecto y resopló.
—Chssst —le exigí, y extendí una mano con la palma hacia arriba—. Soy yo.
Ella arrugó el hocico en señal de disgusto y retrocedió lentamente; supuse que había reconocido el olor de Grace superpuesto al mío. Aun siendo humano, yo percibía con claridad aquel aroma sutil y jabonoso que se me había quedado prendido al cabello por apoyar la cabeza en su almohada y a la mano que ella me había agarrado.
Una expresión de recelo cruzó los pálidos ojos de Shelby y por un instante recordé su rostro humano. Siempre había sido así entre ella y yo: no recordaba una sola ocasión en que no mediase entre nosotros cierto desacuerdo. Yo me aferraba a mi humanidad —y a mi obsesión por Grace— como a un clavo ardiendo, mientras que ella se abandonaba con alegría al olvido que suponía convertirse en loba. Desde luego, tenía motivos de sobra para no querer recordar.
Nos estuvimos mirando un rato. Ella movía levemente las orejas para captar las decenas de sonidos que escapaban a mis oídos humanos y olfateaba en mi dirección para averiguar lo que me había sucedido. En cuanto a mí, me sorprendí añorando la sensación de correr junto a la manada sobre la hojarasca, envuelto por el perfume penetrante de la madera en otoño.
Shelby me miró a los ojos en un gesto muy humano —mi rango en la manada era demasiado alto para que ningún otro lobo, salvo Paul y Beck, me desafiara de aquella manera—, y recordé su voz preguntándome una vez más si no echaba de menos ser lobo.
Cerré los ojos para ahuyentar la viveza de su mirada y el recuerdo de mi cuerpo de lobo, y me obligué a pensar en Grace, que seguía en la casa. No había nada en mi experiencia lobuna que pudiera compararse con el tacto de la mano de Grace en la mía. El pensamiento empezó inmediatamente a dar vueltas en mi cabeza, convertido en el inicio de una canción: «Eres mi otra piel, / mi cambio de estación. / Yo broto para ti, / florezco y muero al mismo tiempo». En el instante que tardé en pensar la letra e idear el fraseo de guitarra que la acompañaría, Shelby se evaporó en la espesura, sigilosa como el aire.
Había llegado y se había ido sin que yo lo advirtiera, y eso me recordó lo vulnerable de mi situación. No tenía ni un minuto que perder. Corrí hacia la caseta donde guardaba mi ropa. Años antes, Beck y yo habíamos trasladado las piezas de un viejo cobertizo de madera hasta un claro en las profundidades del bosque, y allí las habíamos vuelto a ensamblar.
En el interior había una estufa, una batería de barco y varias cajas de plástico con nombres escritos en los costados. Levanté la tapa de la que llevaba mi nombre y saqué la mochila que había dentro. Las demás contenían comida, mantas y pilas nuevas —lo imprescindible para que los miembros de la manada pudieran subsistir en el cobertizo hasta que Beck se transformara en humano y abriera su casa—, pero la mía contenía lo necesario para escapar. Había puesto allí todo aquello para regresar a mi vida como persona tan rápido como fuese posible, algo que Shelby jamás me perdonaría.
Me enfundé varias camisetas de manga larga y unos vaqueros sobre el uniforme, y reemplacé las enormes botas del padre de Grace por unos calcetines de lana y unas gastadas botas de piel. Luego me guardé en el bolsillo la cartera con el dinero que había ganado durante el verano y metí en la mochila el resto de mis pertenencias. Al salir, distinguí con el rabillo del ojo algo oscuro que se movía.
—Hola, Paul —dije, pero el lobo negro que encabezaba nuestra manada ya se había ido.
Puede que ni siquiera me hubiera reconocido; para él, yo no era más que un ser humano, aunque mi aroma debía de resultarle vagamente familiar. Se me hizo en la garganta un nudo de algo parecido al arrepentimiento. El año anterior, Paul no había tomado forma humana hasta el final de agosto. Aquella temporada, quizá no llegara a transformarse.
Yo tenía muy presente que mis metamorfosis también estaban ya contadas. Mi último cambio se había producido en junio; era asombrosamente tarde, considerando que el anterior había ocurrido al principio de la primavera, cuando ni siquiera se había derretido del todo la nieve. ¿Cuándo vendría el siguiente? ¿Cuánto habría tardado en recuperar mi cuerpo si los cazadores no me hubieran disparado? Ni siquiera acababa de entender por qué aquel balazo me había transformado en humano, con el frío que hacía. Me recordé aterido, con Grace arrodillada a mi lado, poniéndome un paño en el cuello. Hacía tiempo que el verano se había terminado.
Los vivos colores de las hojas secas que rodeaban el cobertizo parecían burlarse de mí, diciéndome que había pasado todo un año sin que yo lo advirtiera.
En aquel momento tuve una revelación que me dejó helado: aquél era mi último año.
Haber conocido a Grace en aquellas circunstancias era una cruel jugarreta del destino.
Preferí no pensar en ello. Regresé a la casa trotando y tuve la prudencia de comprobar que los coches de los padres de Grace todavía no estaban allí. Entré, me dirigí al dormitorio y me quedé un momento ante la puerta cerrada. Luego fui a la cocina y me puse a curiosear en las alacenas, aunque no tenía nada de hambre.
«Admítelo: estás demasiado nervioso para entrar en esa habitación», pensé. Deseaba con todas mis fuerzas volver a ver a Grace, a aquel fantasma con voluntad de hierro cuya presencia constante había impregnado mi existencia en el bosque. Pero al mismo tiempo temía que verla cara a cara, a la cruel luz del día, pudiese cambiar las cosas. O, peor aún, que las dejara como estaban. La noche anterior había estado a punto de desangrarme en el porche de su casa; cualquiera me habría ayudado. Pero ahora aspiraba a algo más que ayuda, y no sabía si ella querría dármelo. Tal vez me viera como un monstruo.
«Eres una abominación de la naturaleza. Estás maldito. Eres el diablo. ¿Dónde está mi hijo? ¿Qué has hecho con él?». Cerré los ojos y me pregunté por qué el recuerdo de mis padres no estaba entre las muchas cosas que había perdido a lo largo de mi vida.
—¿Sam?
El sonido de mi nombre me hizo dar un respingo. Grace volvió a llamarme desde la habitación, con una voz que era poco más que un murmullo. Desde luego, en ella no había ni rastro de miedo.
Abrí la puerta del dormitorio y miré alrededor. A la luz de la mañana, se distinguía claramente que aquélla no era la habitación de una niña. Grace no conservaba su colcha de color rosa ni sus muñecos de peluche, si es que alguna vez los había tenido. De las paredes colgaban fotografías de árboles, todas ellas enmarcadas en negro, sin adornos. Los muebles, también negros y sobrios, tenían un aspecto funcional. Su toalla estaba cuidadosamente doblada sobre el aparador, junto a un moderno reloj blanco y negro y una pila de libros; la mayor parte, ensayos y novelas policíacas, a juzgar por sus títulos. Pensé que debían de estar colocados en orden alfabético, o según su número de páginas.
Me sorprendió lo distintos que éramos. Se me ocurrió pensar que si Grace y yo hubiéramos sido objetos, ella habría sido un reloj digital sincronizado con precisión científica, y yo, una bola de cristal rellena de nieve, una pequeña tormenta de recuerdos temblorosos.
Hice un esfuerzo por encontrar algo que decir que no sonase como el saludo de un fenómeno de la naturaleza algo salido. No se me ocurrió nada, así que opté por los clásicos.
—Buenos días.
Grace se incorporó. Tenía el pelo encrespado por un lado y aplastado por el otro, y los ojos chispeantes.
—¡Sigues aquí! Anda, te has vestido. Quiero decir que ya no llevas el uniforme del hospital.
—Fui a buscar mi ropa mientras dormías.
—¿Qué hora es? Ay… Llego muy tarde a clase, ¿verdad?
—Son las once.
Grace gimió, pero después se encogió de hombros.
—Bueno, de perdidos al río. Al fin y al cabo, desde que empecé en el instituto no me he perdido ni un solo día de clase. De hecho, me dieron un premio el año pasado. Y también una pizza gratis, o algo así.
Grace se levantó y, a la luz del día, me di cuenta de lo insoportablemente ceñida y sexy que era la camiseta de su pijama. Me di la vuelta para no verla.
—No hace falta que seas tan casto y puro, ¿sabes? Al fin y al cabo, no estoy desnuda. —Se detuvo frente al armario y me miró con expresión picara—. Porque supongo que… supongo que nunca me has visto desnuda, ¿verdad?
—¡No! —exclamé, apresurado.
Encajó mi mentira con una sonrisa y se hizo con un par de pantalones vaqueros.
—En fin, si quieres que siga siendo así, lo mejor es que te des la vuelta otra vez.
Me eché en la cama y enterré la cabeza en las almohadas, impregnadas del aroma de Grace. Con el corazón latiéndome a mil por hora, escuché los sonidos que producía la ropa al resbalar por su piel. Al final no pude resistir los remordimientos: nunca he sabido mentir.
—Sí que te he visto, pero fue sin querer —confesé con un suspiro de culpabilidad.
Grace se arrojó sobre el colchón, que crujió lastimero, y acercó su cara a la mía.
—¿Es que siempre estás disculpándote?
La almohada amortiguó mi voz.
—No, pero es que quiero hacerte creer que soy un chico decente. Y decir que te vi desnuda no ayuda mucho a que te lo creas, aunque en ese momento yo no fuera humano.
Ella se rió.
—Seré clemente; al fin y al cabo, yo también podía haber bajado las persianas.
Se hizo el silencio, un silencio colmado de mensajes sin palabras. Captaba el olor del nerviosismo que emanaba de la piel de Grace y notaba su pulso vibrando a lo largo del colchón hasta mi oído. La tenía tan cerca que, con sólo mover un poco la cabeza, habría pegado mis labios a los suyos. Por un momento creí entender lo que decían los latidos de su corazón: «Bésame, bésame, bésame». Normalmente se me daba bien adivinar los sentimientos de los demás, pero, con Grace, todo lo que creía percibir quedaba sepultado por mis deseos.
Grace se rió en voz baja, con una tímida coquetería que nunca hubiera esperado en ella.
—Me muero de hambre —dijo—. Vamos a desayunar. Bueno, a comer, más bien.
Los dos salimos rodando de la cama. Grace posó sus manos en mi espalda para guiarme por la casa; yo era tan consciente de su contacto que casi me quemaba. Fuimos andando sin prisa hasta la cocina. La luz del sol daba de lleno en el cristal de la puerta del porche y se reflejaba en la encimera y los azulejos, bañándonos en una luminosidad cegadora. Gracias a mi anterior inspección, sabía dónde estaban las cosas, de modo que empecé a sacar las provisiones.
Mientras me movía por la cocina, Grace no se separaba de mí. Me rozaba el codo con los dedos, me acariciaba fugazmente la espalda; buscaba excusas para tocarme. Cuando creía que yo no me daba cuenta, me observaba con descaro. Me sentí como si nada hubiese cambiado, como si todavía la estuviese mirando desde el bosque y ella me contemplara desde su columpio. «Me quito la piel, / sólo quedan mis ojos. / Tus ojos me ven, / dicen que eres mía».
—¿En qué piensas? —pregunté mientras cascaba un huevo en una sartén.
Al servirle un vaso de zumo, me quedé mirando mis propias manos; de pronto, su humanidad me parecía más preciosa que nunca.
Grace se rió.
—En que me estás haciendo el desayuno.
Era una respuesta demasiado simple, tanto que no me la creí. Sobre todo porque, en aquel mismo instante, mi mente era un hervidero de pensamientos que competían entre sí.
—¿En qué más piensas?
—En que eres muy amable por hacerme el desayuno. En que espero que sepas hacer huevos revueltos.
Pero, mientras lo decía, sus ojos fueron de la sartén a mi boca durante un instante y supe que no sólo pensaba en cocinar. Se apartó bruscamente y fue a bajar las persianas, dejando la cocina en penumbra.
—Y en que entraba demasiada luz —remató.
El sol se filtraba por la persiana en líneas horizontales que cruzaban sus ojos castaños y la línea recta de su boca.
Me concentré en los huevos revueltos, que ya estaban listos. Los coloqué en un plato justo en el instante en que la tostadora expulsaba una tostada humeante. Grace y yo nos inclinamos para cogerla, y entonces se produjo uno de esos momentos de película en los que las manos de los protagonistas se tocan y sabes que están a punto de besarse. Sólo que, en vez de mi mano, fueron mis brazos los que la rodearon accidentalmente mientras yo trataba de alcanzar la tostada, empujando a Grace contra la encimera. Fui a excusarme, muerto de vergüenza, y sólo cuando vi que Grace cerraba los ojos y levantaba la barbilla me di cuenta de que era el momento perfecto.
Y entonces la besé. Mis labios rozaron los suyos en una caricia suave, controlada. Incluso en aquel momento, no pude evitar analizar la situación, preguntarme cómo reaccionaría Grace y qué pensaría de mí, maravillarme ante el temblor que me había tensado la piel, contar los segundos que pasaban desde que nuestros labios se tocaron hasta que ella abrió los ojos.
Grace me sonrió y habló con suavidad, pero también con aire burlón.
—¿Eso es todo?
Volví a posar mis labios en los suyos, pero esta vez el beso fue muy distinto. Fue un beso que valía por seis años, un larguísimo instante en el que sus labios cobraron vida bajo los míos y saboreé en ellos la naranja y el deseo. Sus dedos se enredaron en mi pelo y luego se anudaron en mi nuca, vivos y frescos sobre mi piel tibia. Me sentí salvaje y manso, hecho jirones y completo al mismo tiempo. Por primera vez en mi existencia como ser humano, mi mente no se separó de mis sentidos, no se puso a componer la letra de una canción o a memorizar la situación para reflexionar más tarde sobre ella. Por una vez en mi vida,
estaba allí,
sólo allí.
Entonces abrí los ojos y, en aquel instante, sólo existimos Grace y yo, nada más que los dos, ella con los labios apretados como si quisiera conservar mi beso en su interior, yo atesorando aquel momento que era tan frágil como un pájaro entre mis manos.