CAPÍTULO CATORCE

Grace
7 °C

Hojas

Es de mala educación quedarse mirando a alguien; pero si ese alguien está bajo los efectos de un sedante, no sabe que lo estás mirando. Y la verdad era que no podía apartar los ojos de Sam. Si hubiese ido a mi instituto, mis compañeras lo habrían considerado un emo de tres al cuarto, o le habrían llamado «el quinto Beatle». Tenía una mata de pelo negro y liso, y una de esas narices aguileñas que quedan interesantes en los chicos y horrorosas en las chicas. Nada en él recordaba a un lobo, pero, al mismo tiempo, era mi lobo. Aun sin ver sus ojos inconfundibles, una pequeña parte de mí brincaba con una alegría irracional mientras lo miraba: ¡era él!

—Vaya, corazón, ¿sigues ahí? Pensé que te habías marchado.

Me di la vuelta y vi que las cortinas verdes se apartaban para dejar paso a una enfermera robusta. Según su placa de identificación, se llamaba Sunny.

—Voy a quedarme hasta que se despierte —respondí, agarrándome al borde de la cama para demostrar lo poco dispuesta que estaba a salir de allí.

Sunny me dedicó una sonrisa compasiva.

—Está muy sedado, ¿sabes? No se despertará hasta mañana.

Le sonreí, pero me mantuve en mis trece.

—Pues me quedaré hasta entonces.

Había esperado durante horas mientras le sacaban la bala y le cosían la herida. Ya debía de haber pasado la medianoche; tendría que haber estado muerta de sueño, pero me sentía muy despierta. Cada vez que miraba a Sam, el cansancio desaparecía. De pronto, me di cuenta de que mis padres no me habían llamado al móvil, aunque ya debían de haber vuelto de la inauguración de la exposición. Supuse que ni siquiera se habían fijado en la toalla que había utilizado para limpiar la sangre del suelo, ni tampoco en que el coche de mi padre no estaba en su lugar. También era posible que no hubieran llegado todavía; no era raro que volvieran más tarde de las doce.

Sunny me miró sin dejar de sonreír.

—Está bien —concedió—. Mira, debes entender que ha tenido muchísima suerte. La bala sólo le rozó. —Le centellearon los ojos—. ¿Sabes por qué lo hizo?

Inquieta, fruncí el entrecejo.

—No te comprendo. ¿Quieres decir que por qué fue al bosque?

—Tú y yo sabemos que no fue al bosque, corazón.

Levanté una ceja y me quedé esperando a que me diera más explicaciones, pero ella se quedó callada.

—Perdón, pero es que sí que estaba en el bosque —dije—. Uno de los cazadores le disparó por accidente.

Era la verdad, a excepción de lo de «por accidente». Aquello no había tenido nada de accidental.

La enfermera chasqueó la lengua.

—Mira… Te llamas Grace, ¿verdad? Mira, Grace, supongo que eres su novia.

Respondí con un gruñido que podía significar «sí» o «no», dependiendo de quién lo escuchara. Sunny lo interpretó como un «sí».

—Sé que estás viviendo esto muy de cerca, pero este chico necesita ayuda.

Fui comprendiendo lentamente el sentido de sus palabras. Me entraron ganas de reír.

—¿Qué crees, que se disparó a sí mismo? Qué va. Nada de eso.

—Pero ¿tú te crees que somos tontos? —me espetó, exasperada—. ¿Crees que no nos damos cuenta de lo que pasa aquí?

Rodeó la cama, agarró las manos de Sam y las colocó con las palmas hacia arriba. Luego señaló las cicatrices que le cruzaban las muñecas, recuerdo de unas heridas profundas que hubieran podido matarlo.

Las observé, pero me negué a aceptar lo que implicaban. Para mí no significaban nada. Me encogí de hombros.

—Son de antes de que yo lo conociera. Lo único que digo es que no intentó suicidarse de un balazo. Fue un cazador chalado.

—Bueno, como quieras. Llámame si necesitas algo.

Sunny me lanzó una última mirada irritada, apartó la cortina para salir y me dejó a solas con Sam.

Ruborizada, meneé la cabeza y me miré las manos, que continuaban aferradas con fuerza a la cama. En mi lista de cosas odiosas, los adultos condescendientes ocupaban el primer lugar.

En cuanto Sunny se hubo alejado, Sam parpadeó y abrió los ojos. El estómago me dio un vuelco y el corazón amenazó con salírseme por la boca; tuve que respirar profundamente varias veces para que mi pulso se calmara un poco. La lógica me decía que tenían que ser de color castaño claro, pero la verdad era que sus ojos seguían siendo amarillos. Y, además, estaban fijos en mí.

Le hablé en un susurro, sin saber muy bien por qué.

—Se supone que deberías estar durmiendo.

—¿Quién eres? —Su voz tenía el mismo tono melancólico y complejo que recordaba de sus aullidos. Entrecerró los ojos—. Conozco tu voz.

Sentí una punzada de dolor. No se me había pasado por la cabeza la posibilidad de que no se acordara de su existencia de lobo. Ignoraba cómo funcionaba todo aquello. Sam extendió el brazo y, dejándome llevar por un impulso, posé una mano en su palma. Con una sonrisa avergonzada y culpable, él se llevó mi mano a la nariz y la olisqueó un par de veces. Su sonrisa se ensanchó, aunque seguía siendo tímida. Estaba adorable; al pensarlo, el aliento se me atascó en algún lugar de la garganta.

—Conozco tu olor, pero no recordaba quién eras. Perdóname; me siento estúpido por no acordarme de ti. Me hace falta un buen rato para volver… para que vuelva mi mente.

No me soltó la mano y tampoco yo traté de retirarla, aunque me costaba concentrarme mientras sentía su piel pegada a la mía.

—¿Volver? ¿De dónde?

—De lo que era —contestó—. Del…

Se quedó callado. Intuí que esperaba que yo terminara la frase. Pero decir aquello en voz alta me costaba más de lo que habría estado dispuesta a admitir.

—… del lobo —murmuré al fin—. ¿Por qué estás aquí?

—Porque me dispararon —respondió en tono tranquilo.

—Me refiero a por qué estás así —insistí, señalando la forma indudablemente humana que se adivinaba bajo el ridículo camisón de hospital que llevaba puesto.

Él enarcó las cejas.

—¡Ah! Por la primavera. Porque hace calor. El calor me hace volver en mí. Me hace ser Sam.

Me solté de su mano y cerré los ojos, intentando reunir la escasa cordura que me quedaba. Cuando volví a abrirlos y me decidí a hablar, opté por lo evidente.

—No estamos en primavera. Es septiembre.

No se me da muy bien interpretar las expresiones de los demás, pero creí observar un fugaz destello de ansiedad en su mirada.

—Mala noticia —dijo—. ¿Te importa si te pido un favor?

Una vez más, tuve que cerrar los ojos al oírle hablar. Me estremecía que su voz sonara tan familiar sin haberla oído nunca; resonaba en algún lugar de mi interior, el mismo que tocaba su mirada cuando era lobo. Abrí los ojos. El seguía allí. Parpadeé varias veces, para probar. No había duda: estaba allí.

Sam se rió.

—¿Te está dando un ataque epiléptico? Ven, te haré un sitio para que te acuestes conmigo.

Lo fulminé con la mirada y él enrojeció al darse cuenta de que sus palabras tenían un doble sentido. Cambié de tema para ahorrarle el mal rato.

—¿En qué consiste el favor?

—Bueno, pues la verdad es que me haría falta un poco de ropa. Tengo que salir de aquí antes de que averigüen que soy un fenómeno de la naturaleza.

—¿Por qué te preocupas? Ahora mismo no tienes pinta de lobo.

Se llevó una mano al cuello y comenzó a quitarse la venda que le habían puesto.

—¿Estás loco? —exclamé, tratando de impedírselo sin mucho éxito.

Sam se retiró la gasa de un tirón y dejó al descubierto cuatro puntos alineados sobre una cicatriz ya curada. No había herida ni rastro de sangre, ni ningún otro indicio del balazo a excepción de aquella cicatriz brillante y rosada. Me quedé con la boca abierta. Él sonrió al ver mi reacción.

—¿Qué? ¿No te parece que esto levantará sospechas?

—Pero si había muchísima sangre…

—Claro. Cuando estoy sangrando, mis tejidos no pueden cicatrizar. Sin embargo, en cuanto me dieron esos puntos… —Sam se encogió de hombros e hizo un gesto con las manos, como si estuviera abriendo un libro—. Abracadabra. Ser yo tiene algunas ventajas.

Pese a su aparente buen humor, Sam me observaba con una expresión ansiosa, a la espera de ver cómo me tomaba todo aquello. Cómo encajaba el hecho de su existencia.

—Muy bien —resolví—. Pero, si no te importa, voy a ver la herida más de cerca. Sólo será…

Le palpé con los dedos la cicatriz del cuello. No sé por qué, pero el tacto de aquella piel suave y firme me convenció mucho más que sus palabras. Sam posó los ojos en mi rostro durante un instante y luego volvió a apartarlos, sin saber bien dónde mirar mientras yo tocaba su cicatriz y los puntos que la cruzaban.

Dejé que mi mano reposara en su cuello un poco más de lo necesario y le acaricié levemente la piel que había junto a la herida curada, aquella piel que olía a lobo.

—Vale —dije—. Está claro que tienes que largarte antes de que vuelva el médico. Pero no creo que te dejen marchar sin más ni más; seguro que irán a por ti.

Hizo una mueca.

—Nada de eso. Creerán que soy un indigente sin seguro médico, lo cual es cierto. Me refiero a lo del seguro.

Decidí dejar las sutilezas a un lado.

—No, lo que creerán es que te has ido para evitar que te metan en un programa de ayuda. Mira, esta gente piensa que has intentado suicidarte.

Sam me miró boquiabierto y yo señalé las cicatrices de sus muñecas.

—Ah, eso. No me lo hice yo.

Fruncí el ceño. No quería decirle algo del tipo de «venga, hombre, está claro que tenías motivos», o de «puedes contármelo; no voy a juzgarte», porque entonces estaría actuando como Sunny. Aun así, saltaba a la vista que todas aquellas cicatrices no se las había hecho cayéndose por unas escaleras.

Él se frotó la muñeca derecha con el pulgar. Estaba pensativo.

—Ésta me la hizo mi madre. Y esta de aquí, mi padre. Recuerdo que contaron hasta tres para hacérmelas al mismo tiempo. Aún hoy, no soporto la visión de una bañera.

Me tomé un momento para asimilar lo que acababa de decirme. No sabía por qué —si por su tono llano y carente de emoción, por la escena que había aparecido en mi mente o por todo lo que había pasado aquel día—, pero el hecho es que, de pronto, me mareé. La cabeza empezó a darme vueltas, el pulso retumbó en mis oídos y me desplomé.

No sé cuánto rato estuve inconsciente. Desperté justo a tiempo para ver cómo se abría la cortina, en el instante en que Sam se metía en la cama y se volvía a colocar la venda del cuello. Un enfermero se arrodilló junto a mí y me ayudó a incorporarme.

—¿Te encuentras bien?

Me había desmayado por primera vez en mi vida. Pestañeé hasta lograr que el enfermero tuviera una sola cabeza en lugar de tres flotando una al lado de la otra, y luego empecé a mentir.

—Es que me acordé de toda la sangre que vi al encontrar a Sam y… aaah… —No me había repuesto del todo, de modo que el «aaah» sonó muy convincente.

—No pienses más en ello —sugirió el enfermero, sonriéndome con excesiva simpatía; me pareció que tenía la mano demasiado cerca de mi pecho para que el gesto fuera casual, y eso acabó de decidirme a poner en marcha el humillante plan que acababa de ocurrírseme.

—Creo que… Tengo que pedirte algo que me da un poco de corte —barboté, notando que se me encendían las mejillas; decir aquello me costaba tanto como si fuera verdad—. ¿No podrías… no podrías prestarme algo de ropa? Es que con los nervios me he hecho…

—Sí, sí, cómo no —exclamó el pobre hombre, tan avergonzado por mi situación como por su anterior comportamiento—. Sí. Por supuesto. Vuelvo enseguida.

Fiel a su palabra, regresó al cabo de unos minutos con un uniforme hospitalario de color verde.

—Tal vez te quede un poco grande, pero los pantalones tienen un cordel para que te los…

—Gracias —musité—. Si no te importa, me cambiaré aquí mismo. Él no se entera de nada, así que… —añadí señalando a Sam, que se hacía el sedado con gran pericia.

El enfermero desapareció tras las cortinas. Sam abrió los ojos y me miró con gesto burlón.

—¿Le acabas de decir a ese tipo que te has hecho pis? —susurró.

—Cierra el pico —siseé furiosa, tirándole el uniforme a la cabeza—. Date prisa o descubrirán que aquí pasa algo raro. Me debes una.

Risueño, metió el pantalón del uniforme bajo la sábana, se lo puso como pudo y luego se quitó el vendaje del cuello y el tensiómetro del brazo. Finalmente, se despojó del camisón y se enfundó la parte de arriba del uniforme. El monitor emitió un pitido de protesta y mostró una línea plana para anunciar la muerte del paciente al personal del hospital.

—Hora de irse —dijo Sam echando a andar.

Se detuvo un poco más lejos para examinar la sala en la que nos encontrábamos, y en ese momento oí que las enfermeras entraban en el cubículo que acabábamos de abandonar.

—Pero si estaba sedado —oí que decía Sunny.

Sam me agarró de la mano como si fuera lo más natural del mundo y echó a andar hacia la luz brillante de la entrada del hospital. Iba vestido —con uniforme, nada menos— y no sangraba, así que nadie se extrañó de ver cómo pasaba delante del cuarto de las enfermeras y avanzaba tranquilamente. Y, mientras tanto, yo veía cómo su mente de lobo analizaba la situación, cómo ladeaba la cabeza para oír mejor y alzaba la barbilla para olfatear. Aunque parecía desgarbado, era sorprendentemente ágil, y supo encontrar de inmediato el camino hasta el vestíbulo principal.

Mientras caminábamos sobre la moqueta azul marino que cubría el suelo, me fijé en la empalagosa musiquilla country que salía de los altavoces. Mis zapatillas de deporte crujían un poco al andar; los pies de Sam, que iba descalzo, no hacían ningún ruido. Dada la hora, el vestíbulo estaba desierto y ni siquiera había nadie en el área de recepción. La adrenalina me corría por las venas a tal velocidad que me sentía capaz de volar hasta el coche de mi padre. La eterna pragmática que había en mí, sin embargo, me recordaba que debía llamar a una grúa para que fuera a recoger mi coche. Pero ni siquiera eso me importaba demasiado: sólo podía pensar en Sam. Mi lobo era aquel chico guapo que me llevaba de la mano. Ya podía morirme feliz.

Entonces me di cuenta de que Sam vacilaba y se detenía, con los ojos fijos en la oscuridad que acechaba tras la puerta de cristal.

—¿Hará mucho frío?

—No mucho más del que hacía cuando te traje. De todas maneras, ¿qué más da eso ahora?

El gesto de Sam se ensombreció.

—Estoy en el límite. Odio esta época del año. Podría ser tanto lo uno como lo otro.

Noté la pena profunda que había en su voz.

—¿Duele transformarse?

—Ahora quiero ser humano —respondió, desviando la mirada.

Yo quería lo mismo.

—Iré a arrancar el coche y a encender la calefacción. De ese modo, el frío sólo te afectará un momento.

Él me miró. Parecía triste e indefenso.

—No sé adonde ir —dijo.

—¿Dónde vives? —le pregunté, temiendo que respondiera algo penoso, como que vivía en un albergue para indigentes; desde luego, no creía que viviera con sus padres, después de lo que le habían hecho en las muñecas.

—Tengo un amigo… uno de los lobos… Se llama Beck. Cuando nos transformamos en humanos, solemos quedarnos en su casa. Pero si Beck todavía no se ha transformado, la casa estará fría… Aunque siempre puedo…

Negué con la cabeza y me planté frente a él, con los brazos en jarras.

—Ni de broma. Voy a por el coche; tú te vienes a mi casa.

Sus ojos se abrieron como platos.

—¿Y tus padres?

—Ojos que no ven, corazón que no siente —repuse mientras abría la puerta.

Por el hueco entró una ráfaga de aire helado; Sam retrocedió unos pasos para apartarse de la puerta, abrazándose el torso, y empezó a tiritar. Aun así, se mordió el labio y me dedicó una sonrisa vacilante.

Me dirigí al aparcamiento, sintiéndome más viva, más feliz y más asustada de lo que había estado nunca.