CAPÍTULO DOCE

Grace
9 °C

Hojas

Aquél no era el mismo bosque por el que había caminado hacía tan sólo unos días, rodeada por las vividas tonalidades del otoño. Aquél era un bosque cerrado, compuesto por mil troncos ensombrecidos por el crepúsculo. El sexto sentido que había imaginado tener me faltaba ahora; además, los senderos estaban desdibujados por el paso de decenas de cazadores. Estaba totalmente desorientada, y con frecuencia tenía que pararme a oír los gritos y el ruido de pasos lejanos en la hojarasca.

Ya estaba sin aliento cuando divisé la primera gorra naranja que relucía en la distancia, a la luz del ocaso. Grité, pero la gorra ni siquiera se volvió: estaba demasiado lejos para oírme. Y luego vi a los otros cazadores, puntos de color naranja diseminados por el bosque, moviéndose en la misma dirección lentos pero implacables. Hacían mucho ruido. Estaban acorralando a los lobos.

—¡Basta! —grité.

Me había acercado lo suficiente como para distinguir la silueta del cazador más próximo, del arma que empuñaba. Eché a correr hacia él, tropezando de cansancio.

El hombre se volvió, sorprendido, y se detuvo para esperarme. Tuve que aproximarme mucho para verle la cara, ya que la oscuridad era casi total. Sus facciones envejecidas y angulosas me resultaron vagamente conocidas, pero no supe identificar a quién pertenecían. Tenía una mirada ceñuda y extrañada, y me pareció percibir en ella cierto aire de culpabilidad.

—¿Qué estás haciendo aquí, niña?

Quise responder, pero me faltaba el aire y tuve que esperar unos instantes para recuperar la voz.

—Tienen… que… detenerse… Una amiga mía está en el bosque. Dijo que iba a hacer fotos.

El cazador me miró con los ojos entrecerrados y luego se volvió para observar los árboles.

—¿Hacer fotos? ¿A esta hora?

—¡Sí, a esta hora! —respondí, intentando que mi voz no sonara demasiado brusca. Entonces vi que el hombre llevaba en la cintura un aparato negro, un walkie-talkie—. Tiene que llamarlos y decirles que lo dejen. Ya casi ha oscurecido. ¿Cómo van a verla?

El cazador se me quedó mirando sin decir nada durante unos angustiosos instantes y luego hizo un gesto de asentimiento. Acercó la mano al transmisor, lo extrajo de la funda, lo levantó y se lo acercó a la boca. Me dio la impresión de que se movía a cámara lenta.

—¡Aprisa! —exclamé. Estaba tan nerviosa que me dolía todo.

El cazador pulsó un botón e hizo ademán de comenzar a hablar. En ese momento, oí una ráfaga de disparos. Venían de cerca. No eran simples chasquidos como los que había oído desde la carretera y, sin ningún género de duda, procedían de un arma de fuego. Me zumbaron los oídos.

Me invadió una curiosa sensación de extrañamiento, como si estuviera separándome de mi propio cuerpo. Notaba que me temblaban las rodillas, pero no sabía por qué, y oía los latidos de mi corazón sucederse a un ritmo vertiginoso. Un líquido rojo pareció gotear por detrás de mis ojos; era como un sueño superpuesto al mundo real, una pesadilla sangrienta y horrorosamente clara.

Noté un gusto metálico en la boca, tan vivido que me toqué los labios esperando encontrar sangre. Pero no estaban manchados. Ni siquiera sentía dolor; tan sólo una ausencia total de sentimientos.

—Hay alguien en el bosque —anunció el cazador a través del walkie-talkie, sin darse cuenta de que una parte de mí se estaba muriendo.

Mi lobo. Mi lobo. No podía pensar en nada más que en sus ojos.

—¡Eh, chica! —gritó alguien aferrándome el hombro. Era Koenig—. Pero ¿cómo se te ocurre salir corriendo de esa manera? El bosque está lleno de gente armada.

Sin darme tiempo a responder, Koenig se volvió hacia el cazador.

—He oído los disparos. De hecho, estoy seguro de que se han oído hasta en el último rincón de Mercy Falls. Una cosa es usar eso —dijo apuntando el arma que el cazador tenía en las manos—, y otra anunciarlo a los cuatro vientos. —Empecé a retorcerme para zafarme de la mano de Koenig; él apretó los dedos por reflejo, pero, cuando se dio cuenta de lo que hacía, me soltó—. Tú estabas en el instituto. ¿Cómo te llamas?

—Grace Brisbane.

Vi que el gesto del cazador se transformaba.

—¿Eres hija de Lewis Brisbane?

Koenig se le quedó mirando.

—Los Brisbane viven aquí al lado. Justo donde termina el bosque. —El cazador hizo un gesto en dirección a mi casa, oculta tras la oscura maraña de árboles.

Koenig tardó un rato en procesar la información.

—Te acompañaré hasta allí y luego volveré para buscar a tu amiga. Ralph, coge esa cosa y diles a todos que no quiero oír ni un solo tiro más, ¿queda claro?

—No necesito que nadie me acompañe —protesté, pero Koenig hizo caso omiso.

El cazador se quedó a solas, hablando por el walkie-talkie. La tarde caía rápidamente y el aire frío ya empezaba a adormecerme las mejillas. Me sentía tan helada por dentro como por fuera; aún tenía la visión nublada por el velo rojo y oía los restallidos de las balas.

Mi lobo había estado en el tiroteo. Lo sabía.

Cuando llegamos al lindero del bosque, me detuve y observé el oscuro cristal de la puerta del porche. La casa parecía desierta, lo cual inquietó a Koenig.

—¿Te acompaño hasta…?

—Ya voy yo sola —interrumpí—. Gracias.

Se quedó esperando hasta que me vio entrar en el patio, y después echó a andar por donde habíamos venido. Me quedé un rato parada allí mismo, escuchando las voces procedentes del bosque y el rumor de las hojas secas que el viento acariciaba en lo alto de los árboles.

Y mientras escuchaba lo que al principio me había parecido silencio, comencé a percibir sonidos distintos. Animales en el bosque que pisaban la hojarasca. Fragor de camionetas en la carretera.

Una respiración apresurada, irregular.

Me quedé petrificada. Contuve el aliento.

Aquellos jadeos no eran míos.

Caminé hacia ellos con cautela. Los escalones del porche gimieron bajo mi peso.

Lo olí antes de verlo, y el corazón empezó a bailarme enloquecido en el pecho. Era mi lobo. En ese momento, la luz automática que había sobre la puerta del porche se encendió y proyectó un resplandor amarillento. Allí estaba, medio recostado contra el cristal de la puerta.

Apenas capaz de respirar, me acerqué a él aún más. Su hermoso pelaje había desaparecido dejándolo desnudo, pero lo reconocí incluso antes de que abriera los párpados. Sus ojos amarillos, que tan bien conocía, se movieron para ver cómo me acercaba, pero el resto del cuerpo permaneció inmóvil. Una mancha roja —una mortal pintura de guerra— le nacía en la oreja y le llegaba hasta los hombros, sus hombros humanos. Tan humanos.

No podría explicar cómo supe que era él, pero el hecho es que no lo dudé ni por un instante.

Era imposible. Los licántropos no existían.

A pesar de lo que le había contado a Olivia, nunca había llegado a creérmelo. No del todo. No hasta entonces.

La brisa me trajo a la nariz un olor que me devolvió a la realidad más inmediata. Sangre. Estaba malgastando el tiempo.

Saqué las llaves del bolsillo y me incliné sobre él para abrir la puerta. Con el rabillo del ojo distinguí que levantaba una mano para apoyarse, pero ya era demasiado tarde; no pude evitar que se desplomara en el interior de la casa. En el cristal quedó un rastro de sangre.

—¡Lo siento! —exclamé, aunque no sabía si me comprendía.

Con cuidado de no pisarlo, pasé por encima de él y me dirigí a la cocina, encendiendo todas las luces que encontré a mi paso. Cuando llegué, abrí un cajón y saqué varios trapos limpios y una toalla; al hacerlo, vi que mi padre se había dejado las llaves del coche tiradas en una esquina de la encimera, junto a unos papeles del trabajo. Si lo necesitaba, podía utilizar su coche.

Corrí a la puerta trasera, temiendo haberlo imaginado todo. Pero seguía allí, con medio cuerpo dentro de la casa, temblando violentamente.

Sin pensármelo dos veces, lo agarré de las axilas y lo arrastré hacia el interior de la casa lo suficiente como para cerrar la puerta.

Luego lo miré: iluminado por la lámpara de la cocina, con aquel reguero de sangre que avanzaba por el suelo hasta llegar a él, era innegablemente real.

Me acuclillé y le hablé en un murmullo.

—¿Qué ha pasado?

Conocía la respuesta, pero quería oírle hablar.

Él se apretaba el cuello con una mano, tan fuerte que tenía los nudillos blancos. Entre los dedos asomaba el rojo brillante de la sangre.

—Un disparo.

Mi estómago pareció darse la vuelta, no tanto por sus palabras como por su tono de voz. Era él. Su voz era humana en vez de un aullido, pero su timbre era inconfundible. Él.

—Déjame ver.

Tuve que hacer fuerza para separarle la mano del cuello. Había demasiada sangre para examinar la herida, así que me limité a presionar con uno de los paños sobre la zona sanguinolenta que se le extendía de la barbilla a la clavícula. Aquello superaba con mucho mis conocimientos de primeros auxilios.

—Sujeta esto.

Su mirada se centró en mí, familiar y al mismo tiempo diferente. La fiereza del animal salvaje estaba atenuada por una expresión de comprensión humana.

—No quiero volver. —La profunda tristeza de su voz me transportó de inmediato a un recuerdo: un lobo apesadumbrado, inmóvil frente a mí. Su cuerpo sufrió un espasmo, una sacudida extraña y tan violenta que casi me dolió verla—. No dejes… no dejes que me transforme.

Traté de cubrirlo con la toalla, porque parecía helado. En otro contexto, me habría avergonzado verle desnudo; pero en ese momento, la visión de aquel chico sucio de tierra y sangre sólo me inspiraba compasión. Le hablé con mucha suavidad, como si pudiera levantarse y huir a todo correr.

—¿Cómo te llamas?

Él profirió un gemido leve mientras se apretaba el trapo del cuello con una mano temblorosa. La sangre ya lo había empapado y le resbalaba por la mandíbula hasta gotear en el suelo. Con un lento movimiento, se dejó caer hasta apoyar la mejilla en el suelo de madera. Su aliento empañó la superficie barnizada.

—Sam.

Cerró los ojos.

—Sam —repetí—. Yo me llamo Grace. Voy a sacar el coche de mi padre. Tengo que llevarte al hospital.

Él se estremeció.

Tuve que acercarme mucho para oír su voz.

—Grace… Grace… Yo…

Esperé un momento para ver si terminaba la frase y, al ver que no lo hacía, me puse en pie de un salto y cogí las llaves. Todavía me costaba creer que todo aquello no fuese una invención mía, una fantasía nacida de años de sueños. Pero fuera lo que fuese, él estaba allí, y yo no tenía ninguna intención de perderlo.