CAPÍTULO DIEZ
Grace
15 °C
—¿Crees que tenemos que llevarnos ese libro? Ya sabes, Tripas y órganos, o como se llame —le pregunté a Olivia—. ¿Habrá que leerlo en casa, o podemos dejarlo aquí?
Olivia cerró su taquilla con el codo; iba cargada de libros. Llevaba puestas las gafas de leer, con un cordón prendido a las patillas para poder dejarlas colgando del cuello. El conjunto le daba un aire de joven bibliotecaria que resultaba sorprendentemente atractivo.
—Yo pienso llevármelo. Tenemos mucho que leer —respondió.
Metí la mano en mi taquilla y saqué el libro. Detrás de nosotras, el pasillo era un alboroto de estudiantes que recogían sus cosas y emprendían el camino a casa. Me había pasado el día entero intentando reunir el ánimo suficiente para contarle a Olivia lo de los lobos. En circunstancias normales, se lo habría contado sin pensármelo dos veces, pero, después del conato de pelea del día anterior, me costaba encontrar el momento adecuado. Sin embargo, tenía que hacerlo ya; el día estaba acabándose. Tomé aire.
—Ayer vi a los lobos.
Olivia siguió examinando sus libros, sin darse cuenta de lo importante que aquello era para mí.
—¿Qué lobos?
—Esa loba blanca tan arisca, el lobo negro y un lobo nuevo.
Una vez más, sopesé en mi fuero interno si debía contárselo o no. Olivia estaba bastante más interesada en los lobos que Rachel, y yo no tenía a nadie más con quien hablar del tema; incluso a mí me parecía que la historia era de locos. Sin embargo, desde la noche anterior sentía como si aquel secreto se me hubiera enroscado alrededor del pecho y la garganta y me estuviera sofocando. Dejé que las palabras salieran por sí solas, en voz baja.
—Olivia, esto te va a parecer una idiotez. El lobo nuevo es… creo que ocurrió algo cuando los lobos atacaron a Jack.
Ella se me quedó mirando.
—A Jack Culpeper —aclaré.
—Sí, sí, ya —replicó Olivia, ceñuda.
Se cruzó de brazos y yo me arrepentí de haber iniciado la conversación. Suspiré.
—Creo que lo vi en el bosque. A Jack. Pero era un… —titubeé.
—¿Lobo? —adivinó Olivia haciendo entrechocar sus tacones, como Dorothy en El Mago de Oz, y escudriñándome con una ceja enarcada—. Estás loca. —La algarabía del pasillo apenas me permitía oír lo que decía—. Vale, es una historia estupenda, y entiendo por qué quieres creértela… Pero estás loca. Lo siento.
Me incliné hacia ella tratando de evadirme del ruido.
—Olivia, yo sé lo que vi. Eran los ojos de Jack. Y, por si fuera poco, oí su voz. —Desde luego, su incredulidad me hacía dudar, pero no pensaba admitirlo—. Creo que los lobos lo han convertido en uno de ellos. De todas formas, ¿por qué has dicho que quiero creérmelo?
Tras sostenerme la mirada durante un largo rato, Olivia echó a caminar por el pasillo.
—Grace, en serio. No pienses que no sé de qué va todo esto
—¿De qué va todo esto, según tú?
Ella replicó con otra pregunta:
—¿Dices que todos son licántropos?
—¿Todos los qué? ¿Los lobos de la manada? No lo sé. No se me había ocurrido pensar en eso.
Y era cierto: inexplicablemente, se me había pasado por alto. No, no podía ser. Entonces, ¿aquellas largas ausencias podían deberse a que mi lobo se convertía en humano de vez en cuando? La idea me resultaba insoportable: desde el mismo instante en que entró en mi cabeza, deseé que fuera cierta con tanta intensidad que me dolía sólo pensarla.
—Sí, claro. ¿No te parece que esa obsesión tuya empieza a resultar un poco siniestra, Grace?
Sin querer, respondí a la defensiva:
—No estoy obsesionada.
Olivia se detuvo repentinamente en el pasillo, provocando las protestas de los que pasaban en ese momento, y se tocó la barbilla con un dedo.
—Veamos: sólo piensas en eso, sólo hablas de eso y sólo quieres que hable contigo de eso. ¿Se puede saber cómo lo llamarías? ¡Ah, sí! ¡Una obsesión!
—Me interesan, eso es todo —repliqué—. Creía que a ti también te interesaban.
—Y es verdad, los lobos me interesan. Pero también me interesan otras cosas, ¿entiendes? No fantaseo con transformarme en loba. —Parapetados tras las gafas, sus ojos se entrecerraron—. Mira, ya no tenemos trece años, pero parece que tú todavía no te has dado cuenta.
No dije nada; sólo podía pensar en lo tremendamente injusta que estaba siendo conmigo, pero preferí no decírselo. En realidad, no me apetecía decirle nada de nada. Quería marcharme de allí y dejarla sola en medio del pasillo. En lugar de eso, opté por hablar con el tono de voz más indiferente del que fui capaz.
—Siento haberte aburrido durante tanto tiempo. Tiene que haberte costado horrores aparentar que te interesaba.
Olivia hizo una mueca.
—Vamos a ver, Grace. No es que quiera meterme contigo, pero, la verdad, te estás poniendo insoportable.
—Y tú me estás diciendo que tengo una obsesión siniestra por algo que, mira tú por dónde, resulta que es importante para mí. Lo considero muy… —La palabra que necesitaba tardó en venirme a la cabeza, y eso arruinó la ironía de la frase—. Muy filantrópico por tu parte. Gracias por tu ayuda.
—¡No seas cría, Grace! —me espetó Olivia mientras echaba a andar.
Me dio la impresión de que el pasillo se había quedado desierto. Las mejillas me ardían; en vez de marcharme a casa, fui a la clase, que ya estaba vacía, me dejé caer en mi silla y apoyé la cabeza en las manos. No recordaba la última vez que me había peleado con Olivia. Había visto todas y cada una de sus fotografías. Le había prestado atención cientos de veces mientras despotricaba sobre lo exigente que era su familia con ella. Merecía que, por una vez, me prestase un poco de atención.
El repiqueteo de unos tacones me sacó de mi ensimismamiento. Percibí el aroma de un perfume caro y, al levantar la vista, vi que Isabel Culpeper estaba junto a mi mesa.
—Me han dicho que ayer estuvisteis hablando de lobos con ese policía. —Su voz tenía un tono afable, pero la expresión de sus ojos la traicionaba; toda la compasión que hubiera podido sentir por ella se desvaneció en cuanto oí sus palabras—. Como no quiero ser grosera, supondré que estás simplemente mal informada y no que eres idiota perdida. Ayer dijiste que los lobos no son peligrosos. Tal vez no hayas oído la noticia: esos lobos mataron a mi hermano.
—Siento mucho lo de Jack —respondí, reprimiendo el impulso de salir en defensa de mi lobo.
Durante un instante, pensé en los ojos de Jack y valoré la posibilidad de contarle a Isabel lo que había visto, pero descarté la idea casi de inmediato. Si Olivia me tachaba de loca por creer en los licántropos, Isabel llamaría al manicomio antes de darme tiempo a terminar la primera frase.
—Cállate, ¿quieres? —exclamó Isabel—. Sé que vas a intentar convencerme de que los lobos no son un peligro. Pero, evidentemente, sí que lo son. Y alguien va a tener que hacer algo al respecto.
Me vino a la mente la conversación que habíamos mantenido en clase sobre Tom Culpeper y sus animales disecados. Me imaginé a mi lobo tras haber pasado por el taxidermista, con los ojos de cristal.
—No es seguro que lo hayan hecho los lobos. Puede que tu hermano… —Me interrumpí: en el fondo, sabía que habían sido ellos—. Mira, lo que ha pasado es terrible. Pero tal vez fuera un solo lobo. Lo más probable es que el resto de la manada no haya tenido nada que ver con…
—Qué bonita es la objetividad —me interrumpió Isabel, y se me quedó mirando fijamente. Empezaba a preguntarme en qué estaría pensando, cuando añadió—: Mira, Grace, ya puedes ir exprimiendo las últimas gotas de tu ecológico amor por los lobos, porque tanto si te gusta como si no, la cosa se te va a acabar muy pronto.
—¿Por qué lo dices? —pregunté con voz tensa.
—Estoy harta de oírte decir que son inofensivos. Mataron a mi hermano. Pero ¿sabes qué? El problema se va a acabar hoy. —Isabel dio una palmada en la mesa—. Punto.
Le agarré la muñeca para impedir que se marchara. Llevaba tantas pulseras que era imposible tocarle la piel.
—¿Qué has querido decir?
Isabel observó cómo le sujetaba la muñeca, pero no hizo ademán de retirar el brazo. En realidad, contaba con que le hiciera aquella pregunta.
—Lo que le ocurrió a Jack no volverá a pasar jamás. Van a matar a los lobos. Hoy. Ahora mismo.
Se zafó de mi mano, ahora desprovista de fuerzas, y salió del aula tranquilamente.
Me quedé sentada un momento, con la cara ardiendo, tratando de diseccionar lo que me había dicho.
Luego me levanté de un salto. Mis apuntes salieron despedidos y revolotearon hasta el suelo como lánguidos pajarillos. Sin pararme a recogerlos, salí corriendo hacia mi coche.
Me senté al volante sin aliento, mientras me repetía una y otra vez las palabras de Isabel. Nunca había pensado que los lobos corrieran peligro; pero en cuanto empecé a imaginarme lo que podía hacer un tipo como Tom Culpeper —un rico abogado con un ego monumental—, impulsado por su rabia y su dolor y ayudado por su riqueza y sus influencias, empezaron a parecerme terriblemente vulnerables.
Hice girar la llave de contacto y el coche se puso en marcha con un traqueteo. Mis ojos veían una fila de autobuses amarillos a la espera de que los estudiantes más remolones se decidieran a montar en ellos, pero mi mente se encontraba en los árboles que crecían detrás de mi casa. ¿Se habría puesto en marcha una partida para cazar a los lobos? ¿Los estarían cazando en aquel mismo momento?
Tenía que llegar allí.
Pisé mal el embrague y el coche se me caló.
—Lo que faltaba —mascullé, mirando alrededor para ver cuánta gente me había visto meter la pata.
En realidad, el carburador estaba hecho polvo y eso hacía que el coche se calara; pero, aun así, solía arreglármelas para ponerlo en marcha sin humillarme demasiado. Me mordí el labio, tomé aire y volví a arrancar.
Había dos caminos para ir desde el instituto a mi casa. El más corto pasaba por varios semáforos y señales de stop, y yo estaba demasiado nerviosa para atravesarlos sin complicaciones. El coche podía dejarme tirada en cualquier momento, y yo no tenía tiempo que perder. La otra ruta era un poco más larga, pero sólo pasaba por dos cruces. Además, bordeaba el bosque de Boundary, donde vivían los lobos.
Emprendí el camino a la mayor velocidad a la que me atrevía, hecha un manojo de nervios. A mitad del viaje, empecé a notar sacudidas extrañas. Estaba harta de aquel cacharro, y no sabía cuándo iba mi padre a encontrar un rato para llevarme al concesionario.
El horizonte empezó a arder con el sol poniente y las finas nubes que sobrevolaban los árboles se convirtieron en hilos de sangre. El pulso me latía en los oídos y me hormigueaba la piel. Mi instinto me decía que algo iba mal. No sabía qué me molestaba más, si el temblor nervioso de mis manos o el impulso de enseñar los dientes y presentar batalla.
A lo lejos apareció un grupo de camionetas aparcadas en el arcén. Sus luces de emergencia parpadeaban en la luz del crepúsculo, iluminando rítmicamente la vegetación que crecía junto al asfalto. Había una figura apoyada en el último vehículo; sostenía un objeto que no logré identificar en la distancia. Angustiada, levanté el pie del acelerador. El coche se caló con una sacudida, pero siguió avanzando llevado por la inercia. Se hizo un inquietante silencio.
Intenté arrancar de nuevo, pero entre el temblor de mis manos y el desastroso estado del carburador, fue imposible. El motor vibraba sin llegar a encenderse. Deseé haber ido al concesionario yo sola; al fin y al cabo, mi padre me había dado su talonario de cheques para cosas como aquélla.
Maldiciendo por lo bajo, pisé el freno y detuve el coche tras las camionetas. Llamé a mis padres por el móvil, pero no obtuve respuesta; aquella tarde tenían previsto asistir a la inauguración de una galería. No me preocupaba demasiado cómo volver a casa, porque estaba lo bastante cerca como para regresar a pie. Lo que sí me preocupaba era aquel grupo de furgonetas. Su presencia indicaba que Isabel había dicho la verdad.
Al bajar del coche, reconocí al tipo que estaba junto a la furgoneta más próxima. Era el agente Koenig, de uniforme, entretenido en tamborilear con los dedos sobre la carrocería. Al verme, levantó la mirada y dejó quieta la mano. Llevaba una gorra de color naranja brillante y un rifle colgado al hombro.
—¿Una avería? —me preguntó.
Iba a contestar cuando sonó una portezuela al cerrarse a mi espalda. Me di la vuelta: había llegado una nueva camioneta, y dos cazadores con gorra naranja venían caminando por el arcén. Observé cómo pasaban y miré hacia el lugar al que parecían encaminarse. El aire se me atascó en la garganta: algo más allá había decenas de cazadores armados, inquietos y hablando en voz baja. Atisbé los sombríos árboles que se extendían tras una zanja que había al fondo y distinguí más gorras naranjas. El bosque estaba infestado.
La cacería había comenzado.
Miré a Koenig y señalé su arma.
—¿Es para los lobos?
Koenig la miró como si se hubiese olvidado de ella.
—Es…
Un estampido súbito hizo que los dos nos sobresaltáramos. Del grupo de cazadores que estaba más allá se alzó un coro de vítores.
—¿Qué ha sido eso? —exclamé, aunque conocía la respuesta. Era un disparo. Un disparo en el bosque de Boundary. Para mi sorpresa, la voz no se me quebró—. Están cazando a los lobos, ¿no es cierto?
—Con el debido respeto —respondió Koenig—, deberías esperar en el interior del vehículo. Yo mismo te llevaré a casa, pero tendrás que aguardar un rato.
Sonaron gritos distantes entre los árboles, y luego otro tiro. Dios. Los lobos. Mi lobo. Agarré a Koenig por el brazo.
—¡Diles que paren! ¡No pueden andar por ahí a balazo limpio!
Koenig se deshizo de mí y dio un paso atrás.
—Oye…
Un chasquido más, débil y vago. Se me delineó en la mente la imagen de un lobo cayendo al suelo con un agujero en el costado y la muerte en los ojos. Perdí la noción de lo que hacía. Las palabras me brotaron de la boca por sí solas.
—Tu teléfono. Llámalos y diles que se detengan. ¡Una amiga mía está en el bosque! Me dijo que esta tarde saldría a hacer fotos. En el bosque, ¿entiendes? ¡Por favor, tienes que llamarlos!
—¿Cómo? —inquirió Koenig, estupefacto—. ¿Hay alguien en el bosque? ¿Estás segura?
—Sí —respondí; claro que estaba segura—. ¡Por favor, haz esa llamada!
Afortunadamente, el agente Koenig no me hizo más preguntas. Sacó del bolsillo un teléfono móvil, marcó un número y se acercó el aparato al oído. Con las cejas fruncidas en una línea recta y dura, esperó unos instantes y después examinó la pantalla del teléfono.
—No hay cobertura —murmuró mientras hacía un nuevo intento.
Aguardé junto a la camioneta, con los brazos cruzados. El frío se me iba colando en el cuerpo mientras el sol desaparecía tras los árboles y las sombras ganaban terreno sobre el asfalto. Pensé que tendrían que parar cuando oscureciera, porque era ilegal cazar de noche. Pero el hecho de que hubiese un policía montando guardia en la carretera no significaba que aquella cacería fuera legal.
Koenig meneó la cabeza mientras estudiaba el teléfono.
—No funciona. Pero no te apures, todo irá bien. Son gente cuidadosa. Estoy seguro de que jamás abrirían fuego contra una persona. En cualquier caso, iré a avisarlos. En cuanto guarde el rifle, voy para allá.
Mientras Koenig dejaba el arma en la camioneta, sonó un nuevo disparo en el bosque y algo se revolvió en mi interior. No podía esperar más. Eché a correr, crucé la zanja de un salto y me interné entre los árboles dejando a Koenig atrás. Le oí llamarme a gritos, pero no hice caso. Necesitaba detener aquello, avisar a mi lobo, hacer algo. Lo que fuera.
Sin embargo, mientras corría esquivando troncos y brincando sobre ramas caídas, sólo podía pensar en dos palabras: «Demasiado tarde».