CAPÍTULO UNO
Grace
–9 °C
Me recuerdo tendida en la nieve, un diminuto y cálido bulto rojo enfriándose en medio de un corro de lobos. Apiñados a mi alrededor, me lamían, me mordían, jugueteaban conmigo. Sus cuerpos amontonados bloqueaban el escaso calor del sol. El hielo les centelleaba en los cuellos y sus alientos creaban sombras opacas que flotaban en el aire. El aroma almizclado de sus pieles me hacía pensar en perros mojados y hojas quemándose, y me resultaba agradable y aterrador a un tiempo. Sus lenguas dejaban un rastro cálido sobre mi piel; sus bruscos dientes me rasgaban las mangas y se me enganchaban en el cabello; me hurgaban en las clavículas y el cuello, queriendo sentir mi pulso.
Pude gritar, pero no grité. Pude luchar, pero no luché.
Me limité a quedarme tendida a la espera de que ocurriese lo inevitable, mientras observaba como el blanco cielo invernal se volvía gris.
Cubriéndome el rostro con su sombra, un lobo me presionó la mano y la mejilla con el hocico. Clavó sus ojos amarillos en los míos mientras los demás me tironeaban de aquí y de allá.
Me aferré a aquellos ojos tanto como pude. Amarillos y próximos, emitían destellos de múltiples tonalidades doradas.
No quería que apartase la mirada, y no lo hizo. Deseaba extender los brazos y agarrarme a él, pero las manos se me quedaron acurrucadas en el pecho, atenazadas por unos músculos que se negaban a moverse.
No lograba acordarme de cómo era tener calor.
El lobo se alejó y los demás se me acercaron aún más, asfixiantes. Me pareció que algo aleteaba en mi pecho.
No había sol; no había luz. Me estaba muriendo. No recordaba el aspecto del cielo.
Pero no morí. Me perdí en un mar de frío y después, al renacer, me vi en un mundo cálido.
Recuerdo una cosa: sus ojos amarillos.
Creí que jamás volvería a verlos.