CAPÍTULO NUEVE

Isabel

Hojas

Cuando acabaron las clases, me quedé para asistir a una reunión de la asociación de alumnos. Aquellas cosas me aburrían en el alma; en realidad, me daba exactamente igual la vida comunitaria del instituto de Mercy Falls, pero me venía bien estar allí por dos motivos. Uno: me daba una excusa para llegar a mi casa lo más tarde posible. Dos: me proporcionaba una oportunidad de sentarme en la última fila con una sonrisa irónica y los ojos bien perfilados de negro, perfeccionando mi papel de chica inalcanzable. Alrededor de mí se sentaba el grupito habitual de imitadoras que trataban de parecer tan inalcanzables como yo, evidentemente con poco éxito.

Ser popular en un pueblo tan pequeño como Mercy Falls era ridículamente fácil: bastaba con que te creyeras la reina del lugar para que todo el mundo pensara lo mismo. En San Diego, donde había vivido antes, ser popular era un trabajo a jornada completa; aquí, solo con ir a la reunión —un anuncio de una hora para la marca Isabel Culpeper—, tenía crédito para toda la semana.

Pero todo acaba, y la reunión de estudiantes no iba a ser una excepción. Al llegar a casa vi aparcados los coches de mis padres. «Estupendo», pensé, «otra agradable velada familiar en la mansión Culpeper». Detuve el todoterreno frente a la puerta, saqué el libro de Shakespeare que supuestamente estaba leyendo y subí tanto el volumen de la música que el espejo retrovisor empezó a vibrar al ritmo de los graves.

Unos diez minutos después, la silueta de mi madre apareció en una de las ventanas y me indicó que entrara con un aspaviento.

Empezaba la función.

Entré en la cocina, un muestrario de electrodomésticos de acero inoxidable, y asumí mi papel en el Show de los Culpeper.

MADRE: Estoy segura de que a los vecinos les encanta esa música horrible que escuchas. Gracias por ponerla a todo volumen para que puedan oírla bien.

PADRE: Y a todo esto, ¿dónde te habías metido?

MADRE: En una reunión de la asociación de alumnos.

PADRE: No te lo he preguntado a ti, sino a nuestra hija.

MADRE: Sinceramente, Thomas, ¿qué mas da quién te conteste?

PADRE: A veces tengo la sensación de que no va a dirigirme la palabra si no es a punta de pistola.

YO: ¿Estás pensado intentarlo?

Los dos me fulminaron con la mirada. En realidad, no hacia falta que dijera nada durante el Show de los Culpeper; se sostenía perfectamente sin mí, y los episodios se repetían durante toda la noche en sesión continua.

—Te dije que no la metieras en un instituto público —gruñó mi padre.

Yo sabía adonde llevaba aquello. La siguiente frase de mi madre sería: «Y yo te dije que no quería venirme a vivir a Mercy Falls». Entonces mi padre empezaría a tirar cosas al suelo y los dos acabarían encerrándose en habitaciones distintas para disfrutar de distintas marcas de bebidas alcohólicas.

—Tengo que estudiar —les interrumpí—. Me voy arriba. Hasta la semana que viene.

—Isabel, espera —dijo mi padre cuando ya me había dado la vuelta.

Yo esperé.

—Jerry me ha dicho que eres amiga de la hija de Lewis Brisbane. ¿Es eso cierto?

Me giré para verle la cara. Estaba acodado en la encimera reluciente, con la camisa y la corbata tan tiesas como si se las acabara de poner, mirándome con una ceja enarcada. Levanté una ceja yo también para no ser menos.

—¿Por qué lo preguntas?

—No uses ese tono conmigo. Solo te he hecho una pregunta.

—Vale, pues sí. Grace y yo somos amigas.

Mi padre empezó a abrir y cerrar los puños inconscientemente. Me quedé mirando la vena que sobresalía en uno de los antebrazos cada vez que apretaba la mano.

—He oído que le gustan mucho los lobos.

Hice un gesto con la mano para indicar que no sabía de qué me estaba hablando.

—Dicen que les lleva comida —prosiguió mi padre—. Últimamente los he visto rondando por aquí, y parecen sospechosamente bien alimentados. Estoy pensando que ha llegado el momento de organizar otra batida.

Nos quedamos mirándonos unos instantes sin decir nada, yo tratando de decidir si sabía que era yo quien les llevaba comida y estaba usando uno de sus trucos pasivo-agresivos para hacerme hablar, y él intentando forzarme a bajar la mirada.

—Sí, papá —dije al fin—. Sal a pegar tiros y cárgate unos cuantos bichos: seguro que eso hace volver a Jack. Me parece una idea excelente. Si quieres, le pido a Grace que los atraiga con cebos hasta nuestro jardín.

Mi madre se quedó helada. Parecía un cuadro: Retrato de mujer con Chardonnay. Mi padre parecía estarse conteniendo para no pegarme.

—¿Has acabado? —pregunté.

—Aún no, pero te aseguro que me queda poco —masculló mi padre, dándose la vuelta para mirar a mi madre. Ella ni siquiera se dio cuenta: estaba ocupada reuniendo lágrimas para la llorera de rigor.

Decidiendo que mi papel en aquel episodio ya había terminado, eché a andar y salí de la cocina. Mientras caminaba por el recibidor oí las voces de mis padres.

—Me los voy a cargar a todos.

—Haz lo que quieras, Tom.

Fin del capítulo.

«Tal vez sea mejor que deje de alimentar a los lobos», pensé.

Cuanto más se acercaban, más peligroso se volvía todo.