CAPÍTULO OCHO

Sam

Hojas

Seguía siendo humano.

El día que enterré al lobo era casi primaveral, pero el siguiente volvió a ser gélido. Era un típico mes de marzo en Minnesota, en todo su inestable esplendor. Un día las temperaturas subían hasta casi los cinco grados, y al siguiente caían bajo cero. Era sorprendente ver lo cálidos que podían parecer cero grados después de dos meses helados; mi piel humana nunca había tenido que soportar tanto frío. Aquella tarde era una de las peores, y nada hacía pensar que la primavera estaba al acecho. A mi alrededor el mundo parecía haberse quedado sin colores, con la única excepción de las bayas rojas que se apelotonaban en las ramas de los acebos. De mi boca salía un chorro constante de vaho, y tenía los ojos secos por el frío. El olor del aire me recordaba vivamente a mi existencia lobuna, pero al mismo tiempo me sentía totalmente distinto; era una sensación extraña, una especie de euforia triste.

Solo había tenido dos clientes en la librería, así que me había dado tiempo de pensar en lo que haría cuando saliera del trabajo. Normalmente, si terminaba antes de que Grace saliera del instituto, me quedaba un rato leyendo en el altillo de la tienda; no me gustaba estar solo en la casa de los Brisbane. Sin Grace, solo era un lugar en el que esperarla invadido por una inquietud sorda parecida al dolor.

Aquel día, la inquietud me había seguido a la librería. Ya había escrito el esbozo de una canción:

Sigue siendo un secreto si a nadie le importa

si el hecho de saber no cambia las cosas

cómo vives, cómo sientes y cómo respiras

con todas las cosas que sabes de mí.

Era más bien la esperanza de una canción que otra cosa. Mi jornada estaba a punto de terminar, y me acomodé tras el mostrador con un libro de Roethke, pensando que Grace tenía tutoría y aún tardaría un rato en salir del instituto. Frente al escaparate caían lentamente copos de nieve diminutos, y los ojos se me iban tras ellos en vez de fijarse en las palabras de Roethke: «Oscura, oscura mi luz y más oscuro mi deseo. Mi alma, como una mosca de verano enloquecida por el calor, zumba en el alféizar. ¿Qué yo es yo?». Agaché la cabeza para contemplar mis dedos sobre las páginas del libro, aquellos dedos preciados y maravillosos, y me sentí culpable por la ansiedad sin nombre que me invadía.

El reloj marcó las cinco. Normalmente, en ese momento cerraba la puerta delantera de la librería, colocaba el cartel de CERRADO, salía por la puerta de atrás y me montaba en mi Volkswagen.

Pero en vez de hacerlo, cerré la puerta trasera, agarré mi guitarra y salí por la puerta de delante teniendo cuidado de no resbalar en la capa de hielo que cubría la acera. Me detuve un momento para colocarme el gorro de lana que Grace me había comprado, según ella, para que fuera «sexy y abrigado al mismo tiempo», y observé cómo los copos caían planeando sobre la calle desierta. Las aceras estaban llenas de muñecos hechos de nieve sucia, y los carámbanos formaban sonrisas rotas sobre los escaparates.

Los ojos empezaron a escocerme de frío. Extendí la mano que tenía libre, con la palma hacia arriba, y me quedé mirando cómo la nieve se disolvía sobre mi piel.

Aquello no me parecía la vida real: era la vida observada a través de una ventana, contemplada en un televisor. Hasta donde podía recordar, había huido de todo aquello.

Pero ahora tenía frío. Sostenía en la mano un poco de nieve. Y sin embargo, era humano.

El futuro se extendía ante mí, infinito, creciente y más mío de lo que nunca había sido nada.

Sentí una oleada de júbilo, y una sonrisa se extendió por mi cara al pensar en la especie de lotería cósmica que me había tocado. Lo había arriesgado todo y había ganado todo, y ahora podía ocupar un lugar propio en el mundo. Me reí en voz alta, sabiendo que solo los copos de nieve me podían oír. Pasé de un salto a la cuneta llena de nieve grisácea; estaba borracho de alegría ante la realidad de mi cuerpo humano. Tenía por delante una vida de inviernos, de gorros y cuellos subidos para protegerme del frío, de narices enrojecidas, de fiestas en Nochevieja. Empecé a patinar sobre las huellas de neumáticos que surcaban la carretera, bailando con la funda de mi guitarra como pareja mientras la nieve caía a mi alrededor, y no paré hasta que me pitó un coche.

Saludé con la mano al conductor, salté a la acera opuesta y seguí mi camino, sacudiendo la nieve fresca que cubría los parquímetros al pasar junto a ellos. Tenía los pantalones tiesos, los zapatos llenos de nieve y los dedos rojos y entumecidos, y aun así seguía siendo yo. Siempre yo.

Seguí dando vueltas a la manzana hasta que pasar frío dejó de emocionarme, y después me dirigí hacia mi coche. Miré el reloj: Grace aún estaría en tutoría, y no quería correr el riesgo de ir a su casa y encontrarme allí a sus padres. Últimamente, las conversaciones que mantenía con ellos eran más bien incómodas, por decir algo. Cuanto más avanzaba la relación entre Grace y yo, menos cosas parecían tener que decirme sus padres a mí y yo a ellos. Así que decidí ir a casa de Beck; aunque era imposible que ninguno de los lobos se hubiera transformado, al menos podría coger unos cuantos libros. No me entusiasmaban las novelas de misterio y los ensayos que llenaban las estanterías de Grace.

Conduje por la autopista a la luz grisácea del ocaso, mirando de reojo el bosque de Boundary que se extendía junto a la calzada, hasta llegar a la calle desierta en la que estaba la casa de Beck.

Giré para entrar en el jardín, aparqué frente a la casa, salí del coche e inspiré profundamente. En aquella zona, el bosque olía diferente al de detrás de la casa de Grace: aquí, el aire estaba impregnado del aroma fresco y vigoroso de los abedules y del profundo olor a tierra húmeda del lago. También pude percibir el olor de la manada, acre y almizclado.

Me dirigí hacia la puerta trasera, llevado por la costumbre. La nieve crujía bajo mis botas y se me pegaba al bajo de los vaqueros. Mientras caminaba, fui quitando con la mano la nieve que cubría el seto, esperando sentir la oleada de náusea que siempre había precedido a mis transformaciones. Pero la oleada no vino.

Al llegar a la puerta trasera, me detuve un momento para otear el jardín nevado. Muchos de mis recuerdos transcurrían en aquel espacio, entre la casa y el bosque.

Me volví para entrar y descubrí que la puerta no estaba cerrada del todo, sino entornada lo justo para evitar que se abriera con una ráfaga de viento. Miré el pomo y vi que tenía una mancha rojiza. Uno de los lobos debía de haberse transformado antes de lo esperado. Y tenía que ser uno de los nuevos: solo ellos podían convertirse en humanos tan pronto, aunque era imposible que mantuvieran esa forma mucho tiempo, con aquel frío que mantenía el paisaje salpicado de parches de nieve helada.

Abrí la puerta y asomé la cabeza.

—¿Hay alguien dentro? —llamé.

Se oyeron ruidos algo más allá, hacia la cocina. Pasos leves, roces sobre el suelo de baldosas. Escuché, intranquilo, tratando de pensar en alguna frase que sonara tranquilizadora para un lobo pero no delirante para un ser humano.

—No sé quién eres, pero no te asustes. Yo vivo aquí —dije mientras avanzaba.

Doblé la esquina y al entrar en la penumbra de la cocina me detuve en seco: apestaba a agua del lago. Estiré un brazo para encender la luz.

—¿Quién está ahí? —pregunté, y justo en ese momento vi un pie que asomaba detrás de la mesa de la cocina, un pie sucio, descalzo e inconfundiblemente humano.

El pie se estremeció y yo hice lo mismo, sobresaltado. Al asomarme al otro lado de la mesa descubrí a un chico acurrucado en el suelo. Temblaba con violencia. Su pelo castaño oscuro estaba salpicado de grumos de barro seco, y en sus brazos extendidos se veían heriditas que hablaban de un trayecto por el bosque. Apestaba a lobo.

Era evidente que se trataba de uno de los lobos que Beck había creado el año anterior, pero aun sabiéndolo, sentí un extraño hormigueo al pensar que Beck lo había escogido. Era el primer miembro nuevo que tenía la manada en mucho tiempo.

Volvió el rostro hacia mí; aunque debía de estar sintiendo mucho dolor —un dolor que yo recordaba bien—, su expresión era serena. Y familiar. Había algo en la línea abrupta que trazaban sus pómulos al descender hasta la mandíbula, en la forma alargada de sus ojos verdes, que me resultaba irritantemente familiar. Traté de conectar un nombre a aquellos rasgos, pero no fui capaz. En circunstancias normales lo habría encontrado, pero en aquel momento solo era una idea que me cosquilleaba en el cerebro sin decidirse a salir.

—Estoy a punto de cambiar otra vez, ¿verdad? —preguntó.

Su voz me desconcertó, no solo porque era más grave y madura de lo que esperaba, sino también por lo tranquila que sonaba a pesar de las sacudidas de sus hombros y de sus uñas ya ennegrecidas.

Me agaché a su lado, buscando algo que decir; me sentía como un niño que se hubiera puesto los zapatos de su padre. Tendría que haber sido Beck quien le explicara aquello al lobo nuevo.

—Sí. Todavía hace mucho frío. Escucha: la próxima vez que cambies, busca la cabaña que hay en el bosque y…

—La he visto —dijo, con una voz cada vez más parecida a un gruñido.

—Dentro hay una estufa, algo de ropa y comida. Mira en la caja que pone Sam o en la que pone Ulrik; seguro que encuentras dentro algo que te valga.

En realidad, no estaba seguro de ello: aquel chico era ancho de espaldas y tenía músculos de gladiador.

—No es tan cómoda como esta casa, pero te ahorrarás las zarzas.

El chico levantó la cabeza y sus ojos verdes me clavaron una mirada burlona, como si las heridas de las zarzas no le importaran lo más mínimo.

—Gracias por el consejo —dijo.

Me quedé callado, sintiendo en la boca el regusto amargo de las demás palabras que había pensado decirle.

Beck me había contado que los tres lobos nuevos se habían ofrecido voluntariamente para que los mordiera, que todos sabían en qué se estaban metiendo. Hasta aquel momento, nunca se me había ocurrido preguntarme qué clase de persona podía escoger conscientemente aquella vida, una existencia en la que se iría perdiendo a sí mismo más y más cada año hasta terminar desapareciendo por completo. Pensé que en el fondo era una especie de suicidio, y aquella palabra me hizo mirar a aquel chico de una forma completamente distinta. Lo examiné: aunque se retorcía en el suelo, su expresión seguía siendo calma, incluso expectante. Tuve el tiempo justo de recorrer con la mirada las heridas de sus brazos antes de que su piel se transformara, con un último espasmo, en la de un lobo.

Fui corriendo a abrir la puerta trasera para que el animal, parduzco y oscuro en la penumbra de la cocina, pudiera escapar de aquel ambiente demasiado humano y esconderse en el bosque nevado. Sin embargo, aquel lobo no se abalanzó hacia la puerta como habrían hecho otros, como habría hecho yo cuando era un lobo. En vez de hacerlo, caminó lenta y deliberadamente con la cabeza gacha hasta situarse a mi lado y se detuvo para clavar sus ojos verdes en los míos. Me sostuvo la mirada un momento y luego salió finalmente de un salto. Antes de llegar al borde del jardín, paró y se giró una vez más para contemplarme con expresión calculadora.

Su imagen se me había quedado grabada en la mente, tanto que tardé mucho en librarme de ella: las mareas de pinchazos en el hueco de los codos, la arrogancia de su mirada, la sensación de que conocía aquella cara.

Volví a la cocina para limpiar la sangre y el barro del suelo, y al hacerlo encontré tirada la llave de repuesto. La coloqué de nuevo en su escondite, junto a la puerta trasera.

Mientras lo hacía me sentí observado, y me di la vuelta esperando ver al lobo nuevo en el límite del bosque. Pero no era él, sino un lobo grande y gris que me miraba fijamente; un lobo para el que sí tenía nombre.

—Beck.

El me observó, completamente estático salvo por los movimientos de su hocico. Estaba olfateando lo mismo que yo: el rastro del lobo nuevo.

—Beck, ¿qué nos has traído? —murmuré.