CAPÍTULO SIETE
Sam
Llevaba unos quince minutos sentado en Kenny’s, observando a la camarera moverse de mesa en mesa como una abeja en un matorral lleno de flores, cuando Grace dio unos golpecitos en el sucio cristal de la ventana. La miré: no era más que una silueta oscura sobre el fondo brillante del cielo, pero pude distinguir el corte blanco de su sonrisa. Me lanzó un beso con la mano y echó a andar tras Isabel hacia la puerta de la cafetería.
Un momento después, Grace, con la nariz y las mejillas sonrosadas por el frío, se deslizó con un chirrido sobre el banco tapizado de cuero falso para sentarse a mi lado. Se inclinó hacia mí y estiró la mano para acariciarme la cara, pero yo me aparté instintivamente.
—¿Qué pasa? ¿Huelo mal? —preguntó en tono de broma. Luego dejó su móvil y las llaves del coche sobre la mesa y extendió el brazo para coger el menú que estaba apoyado en la pared.
Me recosté y señalé sus guantes.
—La verdad es que sí. Tus guantes apestan a ese lobo, y no puedo decir que oliera muy bien.
—Gracias por el apoyo, chico lobuno —dijo Isabel.
Grace le ofreció el menú, pero Isabel negó con la cabeza.
—Paso. El coche entero apestaba a perro mojado, ¿sabes?
No me parecía que su descripción fuera del todo acertada. Sí, los guantes de Grace desprendían el olor almizclado normal en los lobos; pero había algo más, una corriente casi imperceptible que mi olfato anormalmente agudo captaba con claridad.
—Vaaale, los dejaré en el coche —refunfuñó Grace levantándose—. No hace falta que pongas esa cara de estar a punto de vomitar. Si viene la camarera, pedidme un café y algo que tenga beicon, ¿vale?
Isabel y yo nos quedamos solos, envueltos en un silencio incómodo solo roto por la canción de la Motown que sonaba en el hilo musical y el repiqueteo de los platos en la cocina. Observé la sombra que arrojaba el salero sobre el bote de mostaza. Isabel examinó el grueso puño de su jersey, que reposaba en el borde de la mesa.
—Has hecho otro pájaro de esos —observó finalmente.
Agarré la grulla que había hecho con una servilleta mientras esperaba. Era un poco asimétrica porque la servilleta no era del todo cuadrada.
—Sí.
—¿Por?
Me froté la nariz para intentar librarme del olor a lobo.
—No lo sé. Una leyenda japonesa dice que si haces mil grullas de papel, puedes pedir un deseo.
Isabel me sonrió arqueando una ceja, en una expresión típica de ella que le daba un aspecto involuntariamente cruel.
—¿Y tú quieres pedir un deseo?
—No —respondí mientras Grace se sentaba de nuevo a mi lado—. Todos mis deseos se han cumplido ya.
—¿Y qué deseabas? —interrumpió Grace.
—Besarte.
Grace se inclinó hacia mí ofreciéndome su cuello, y yo la besé justo debajo de la oreja disimulando el respingo que me produjo el aroma amargo del lobo en su piel. Isabel entrecerró los ojos, y supe que había percibido de algún modo mi reacción.
El momento se rompió cuando la camarera apareció para tomarnos nota. Grace pidió café y un sándwich vegetal con beicon. Yo pedí la sopa del día y un té. Isabel pidió un café y se sacó una bolsita de muesli del bolso cuando se marchó la camarera.
—¿Tienes alergia a la comida? —le pregunté.
—Más bien a los paletos y a la grasa —respondió ella—. Donde vivía antes, sí que había cafeterías de verdad. Pero aquí, cada vez que digo «panini», la gente se cree que he estornudado.
Grace soltó una risita, se inclinó para coger mi grulla de papel y empezó a moverle las alas.
—Un día de estos iremos a Duluth a comer panini, Isabel. Hasta entonces, no creo que un poco de beicon te haga ningún mal.
—Siempre que pienses que los granos y la celulitis no son malos… —repuso Isabel con una mueca escéptica—. Bueno, Sam, ¿qué piensas del lobo muerto? Según Grace, dices que los lobos solo duran quince años más cuando dejan de transformarse.
—Qué tacto tienes, Isabel —murmuró Grace, mirándome de reojo para ver qué cara ponía yo al oír la palabra «muerto». Ya me había dicho por teléfono que el lobo no era ni Beck, ni Paul, ni Ulrik, así que no me inmuté.
Isabel se encogió de hombros, abrió su móvil, lo puso en la mesa y lo empujó hacia mí.
—Prueba visual número uno.
Unas migas invisibles crujieron bajo el teléfono cuando lo giré para mirarlo del derecho. Al ver en la pantalla aquel lobo claramente muerto, noté que se me encogía el estómago. Sin embargo, la sensación era más de inquietud que de pena: no había llegado a conocerlo en su forma humana.
—Tal vez tengáis razón al decir que ha muerto de viejo —reflexioné en voz alta—. No podía ser joven, porque siempre lo he conocido como lobo.
—Pues yo no creo que haya sido muerte natural —repuso Grace—. Además, no tenía pelos blancos en el hocico.
Me encogí de hombros.
—Solo sé lo que me contó Beck. Que vivimos… que viven diez o quince años después de dejar de transformarse. El período de vida normal en un lobo.
—Le salía sangre de la nariz —protestó Grace casi enfadada, como si le molestara decirlo.
Ladeé la pantalla para tratar de distinguir los detalles del hocico. En aquella imagen borrosa no había nada que sugiriera una muerte violenta.
—Bueno, no había mucha —reconoció Grace en respuesta a mi ceño fruncido—. ¿Recuerdas si los lobos que morían de viejos sangraban por la nariz?
Traté de recordar a los lobos que habían muerto mientras yo vivía en casa de Beck. Me vino a la mente un remolino de imágenes borrosas: Beck y Paul con lonas y palas, Ulrik cantando Porque es un muchacho excelente a pleno pulmón…
—La verdad es que no recuerdo bien a ninguno de ellos. Puede que este se diera un golpe en la cabeza —contesté, obligándome a no pensar en la persona que estaba bajo la piel de aquel lobo.
Grace se quedó callada mientras la camarera colocaba en la mesa lo que habíamos pedido. Seguimos un rato más en silencio, Isabel y yo sorbiendo nuestras bebidas y Grace mirando pensativa su sándwich.
Isabel fue quien rompió el silencio:
—Para ser un bar de paletos, el café no está mal.
Una parte de mí apreció el hecho de que ni siquiera mirase a su alrededor antes de decirlo para comprobar si la camarera estaba cerca; la falta de tacto de Isabel era tan total que resultaba incluso interesante. Sin embargo, otra parte de mí —la más importante— se sentía muy contenta por estar al lado de Grace, quien miraba a Isabel como diciéndole: «A veces me pregunto por qué soy tu amiga».
—Vaya —dije observando la puerta de la cafetería—. Mirad quién viene.
Era John Marx, el hermano mayor de Olivia.
No tenía ninguna gana de hablar con él, y al principio pensé que me libraría de hacerlo porque John no pareció vernos al entrar. Se dirigió directamente al fondo, se sentó en un taburete y apoyó los codos en la barra. La camarera le sirvió un café antes de que tuviera ocasión de pedirlo.
—Está bastante bueno, ¿no? —comentó Isabel mirándolo, aunque su tono sugería que lo consideraba un inconveniente más que una ventaja.
—Isabel —siseó Grace—, ¿te importaría ser un pelín menos borde?
Isabel frunció los labios.
—¿Por qué? Olivia no está muerta.
—Voy a decirle que se siente con nosotros —dijo Grace.
—No, por favor, no lo hagas —le pedí—. Si lo haces tendré que mentir, y ya sabes lo mal que se me da.
—No te preocupes, a mí se me da estupendamente —respondió Grace—. Además, el pobre parece hecho polvo. Enseguida vuelvo.
Un minuto después, Grace regresó a la mesa con John y volvió a sentarse junto a mí. John se quedó en el otro lado, claramente incómodo mientras Isabel tardaba un segundo más de lo normal en hacerle sitio.
—¿Qué tal estás? —preguntó Grace con tono afable, acodándose en la mesa.
Tal vez me imaginara el matiz de satisfacción en su voz, pero no lo creo. Lo cierto es que era un tono que ya le había oído antes, cada vez que hacía una pregunta cuya respuesta sabía que le iba a gustar.
John miró de soslayo a Isabel, que tenía la espalda apoyada en la pared y le escrutaba con una actitud completamente opuesta a la amabilidad de Grace. Después se inclinó hacia nuestro lado de la mesa.
—He recibido un correo de Olivia —susurró.
—¿Un correo? —repitió Grace.
Su voz tenia la mezcla justa de esperanza, fragilidad e incredulidad que cualquiera esperaría de una chica preocupada por la desaparición de su mejor amiga. La cuestión es que Grace sabía perfectamente dónde estaba Olivia.
La fulminé con la mirada, pero ella me ignoró y siguió mirando a John con cara de inocencia.
—¿Y qué decía? —le preguntó.
—Que estaba en Duluth… y que va a volver muy pronto —John levantó las manos en un gesto de impotencia—. No supe si ponerme a pegar saltos como un loco o tirar el ordenador por la ventana. ¿Tú sabes lo hechos polvo que están nuestros padres? Y ahora me viene con un mensajito que dice: «No os preocupéis, volveré pronto a casa», como si se hubiera ido de excursión, como si no hubiera pasado nada. Estoy contentísimo, Grace, no creas que no, pero… no sé, también estoy furioso con ella.
John volvió a recostarse en el asiento con la mirada repentinamente perdida, como si le hubieran sorprendido sus propias palabras. Crucé los brazos y me apoyé en la mesa, tratando de superar el inesperado acceso de celos que había sentido al darme cuenta de la complicidad con la que John se dirigía a Grace. «Es curioso lo mucho que puede enseñarte el amor sobre tus defectos», pensé.
—¿Pero cuándo? —insistió Grace—. ¿Cuándo dijo que volvería?
John se encogió de hombros.
—El mensaje solo ponía que pensaba volver pronto.
—Así que está viva —dijo Grace con un destello de alegría en la mirada.
—Sí —dijo John, y me di cuenta de que a él también le brillaban los ojos—. Cuando desapareció, la policía nos dijo que no… que no nos hiciéramos ilusiones. Yo creo que eso fue lo peor: no saber si estaba viva o muerta.
—Hablando de policía —intervino Isabel—, ¿les has enseñado el mensaje?
Grace le lanzó a Isabel una mirada furiosa que se desvaneció en cuanto John levantó la vista hacia ella.
—No… Supongo que no quería que me dijeran que podía ser falso —respondió con expresión culpable—. Pero tengo intención de enseñárselo; supongo que ellos podrán rastrearlo, ¿no?
—Sí, claro —dijo Isabel mirando directamente a Grace—. Creo que la policía puede localizar las direcciones IP, o como se llamen. Son perfectamente capaces de descubrir desde dónde se escriben los correos; si este mensaje viniera de… no sé, del mismo Mercy Falls, no tardarían nada en averiguarlo.
—Pero si lo hubieran enviado desde un cibercafé en una ciudad grande, como Duluth o Minneapolis, no sería de mucha ayuda —replicó Grace con dureza.
—En cualquier caso, no sé si quiero que traigan a Olivia a casa por la fuerza —intervino John—. Ya tiene casi dieciocho años y no es idiota. La echo de menos, pero si se fue de casa tuvo que ser por alguna razón.
Los tres nos quedamos mirándolo, supongo que por razones diferentes. Yo estaba pensando que era un comentario dé lo más generoso e intuitivo, para no tener ni idea de lo que había ocurrido. Isabel lo observaba como si lo considerase un idiota integral. La mirada de Grace estaba llena de admiración.
—Eres un hermano estupendo —dijo Grace.
John hundió la mirada en su taza de café.
—Ya, bueno, si tú lo dices… En fin, será mejor que me ponga en marcha. Tengo que ir a clase.
—¿En sábado?
—Sí, tengo unas prácticas —repuso John—. Así consigo créditos extra, y de paso salgo de casa un rato.
Se levantó y se sacó unas monedas del bolsillo.
—¿Podéis darle esto a la camarera cuando venga?
—Sí —respondió Grace—. Nos vemos, John.
Él se despidió con un gesto de cabeza y echó a andar hacia la puerta. En cuanto salió de la cafetería, Isabel volvió a colocarse en el centro del banco y miró a Grace de hito en hito.
—Vaya, Grace, no sabía que hubieras nacido sin cerebro —gruñó—. Porque si tuvieras medio seso, no se te hubiera ocurrido hacer algo tan increíblemente estúpido.
Yo lo habría dicho de forma un poco más amable, pero estaba pensando lo mismo.
—Bah —respondió Grace, meneando la mano para quitarle importancia—. Lo envié la última vez que estuve en Duluth; solo quería darles un poco de esperanza. Además, pensé que la policía no se tomaría tan en serio la búsqueda si se convencieran de que Olivia se ha escapado, y no que la han secuestrado o asesinado. Al fin y al cabo, tiene casi dieciocho años. Ya ves, sí que he utilizado el cerebro.
Isabel metió la mano en su bolsa de muesli y sacó un puñado.
—Pues yo creo que no deberías meterte en esto. Sam, dile que no se meta.
No me acababa de gustar lo que había hecho Grace, pero aun así dije:
—Grace sabe lo que hace.
—¿Ves? Sé lo que hago —recalcó Grace.
—… Casi siempre —añadí.
—Quizás deberíamos contarle la verdad a John —dijo Grace. Isabel y yo la miramos atónitos.
—¿Qué? Es su hermano, ¿no? La quiere y desea que sea feliz. Además, no entiendo todo este secretismo si esto no es más que una enfermedad. Vale, es una enfermedad rara, y la mayor parte de la gente reaccionaría mal si lo supiera. ¿Pero no sería diferente con su familia? ¿No creéis que se lo tomarían mejor si supieran lo que le ha pasado a Olivia, si supieran que es algo científico en vez de monstruoso?
Quise contestar, pero no encontraba palabras para describir el horror que me inspiraba aquella idea. Ni siquiera sabía por qué me provocaba una reacción tan fuerte.
—Sam, reacciona —dijo Isabel, y al oírla me di cuenta de que me había quedado callado, acariciando con un dedo las cicatrices de una de mis muñecas como un pasmarote—. Mira, Grace, esa es la idea más estúpida que he oído en mi vida, a no ser que pretendas ver a Olivia encerrada en el laboratorio secreto más cercano. Además, es evidente que John no está preparado para asimilar algo así.
Lo que decía sonaba muy lógico, y asentí para mostrar que estaba conforme.
—No creo que contárselo a John sea una buena idea, Grace.
—¡Tú se lo contaste a Isabel!
—Tuve que hacerlo —repliqué de inmediato, antes de que Isabel pudiera poner cara de superioridad—. Ya había adivinado muchas cosas. Creo que deberíamos actuar en función de las circunstancias.
Grace estaba empezando a adoptar la expresión de indiferencia que ponía siempre que estaba enfadada, así que añadí:
—Pero sigo pensando que sabes lo que haces. Casi siempre.
—Eso, casi siempre —repitió Isabel—. Bueno, yo me largo, que me estoy quedando pegada al asiento.
—Isabel —dije mientras se incorporaba.
Ella se quedó inmóvil y me miró extrañada, como si nunca antes la hubiera llamado por su nombre.
—Voy a enterrar al lobo —afirmé—. Puede que lo haga hoy, siempre que el suelo no esté congelado.
—Tómatelo con calma —repuso Isabel—. No creo que se vaya a ninguna parte.
Cuando Grace se inclinó hacia mí, volvió a llegarme una ráfaga de aquel olor marchito. En aquel momento me arrepentí de no haber mirado con más atención la foto del móvil de Isabel; hubiera deseado que la muerte de aquel lobo no pareciera tan oscura. Ya había tenido suficientes misterios en mi vida.