CAPÍTULO SEIS
Grace
—Veras —dijo Isabel frunciendo el ceño—, cuando te dije que hiciéramos algo juntas este fin de semana, no me refería a recorremos todo el bosque en medio de un frío glacial.
A pesar de sus palabras, su imagen pálida encajaba perfectamente con aquel paisaje helado de inicios de primavera. Llevaba un chaquetón blanco, y la capucha forrada de piel enmarcaba su fino rostro y sus ojos glaciales dándole aspecto de princesa nórdica extraviada.
—No hace tanto frío —protesté, dando un pisotón para sacudir la nieve que se me había quedado pegada a la suela—. A mí me parece un paseo de lo más agradable. Además, dijiste que tenías ganas de salir de casa, ¿no?
No exageraba: se estaba bien en el bosque. La nieve se había derretido casi por completo en las zonas donde daba el sol, y solo quedaban algunos restos bajo los árboles. El calor incipiente daba un aspecto más amable al paisaje, tiñendo de color los tonos grises del invierno. Aunque tenía la punta de la nariz entumecida por el frío, mis dedos estaban calentitos dentro de los guantes.
—De hecho, eres tú la que debería guiarme a mí —añadí—. Al fin y al cabo, fuiste tú la que los vio.
Yo nunca había estado en la parte del bosque que quedaba dentro de la finca de Isabel. Por allí crecían pinos y unos árboles de corteza grisácea que no conocía, aunque estaba segura de que Sam habría podido identificarlos.
—Qué quieres, hasta ahora nunca se me había ocurrido salir de excursión por el bosque para perseguir a una manada de lobos —respondió Isabel, acelerando el paso hasta llegar a mi altura. Seguimos caminando a la par, separándonos solo para esquivar algunos troncos caídos y matorrales—. Lo único que sé es que siempre aparecen por este lado del patio, y sus aullidos suelen venir del lago.
—¿El lago de las Dos Islas? —pregunté—. No está lejos de aquí, ¿verdad?
—Tampoco cerca —refunfuñó Isabel—. De todos modos, ¿se puede saber qué estamos haciendo aquí? ¿Espantar a los lobos? ¿Buscar a Olivia? Si hubiera sabido que Sam iba a ir corriendo a chivártelo todo como un niño pequeño, no le habría dicho nada.
—Has acertado en todo salvo en lo del niño pequeño. Lo que pasa es que está preocupado, y la verdad es que no me extraña.
—Vale, lo que tú digas. ¿Pero tú crees que hay alguna posibilidad de que Olivia se haya transformado ya? Porque si no, podríamos ir paseando hasta mi coche y luego irnos a tomar un café.
Aparté una rama y entrecerré los ojos para ver mejor. Me pareció distinguir el brillo del agua a lo lejos.
—Sam dice que los lobos nuevos pueden empezar a transformarse en esta época del año, al menos durante un rato y siempre que suba un poco la temperatura, como hoy. De modo que la respuesta es que sí. Hay alguna posibilidad.
—Está bien, pero si no encontramos a Olivia en media hora, nos vamos a tomar un café —refunfuñó Isabel—. Mira, allí está el lago. ¿Contenta?
—Ajá.
Fruncí el ceño al darme cuenta de que los árboles habían cambiado. Ahora estaban más separados y crecían a intervalos regulares; además, la maleza del suelo ya no era tan espesa. Me detuve en seco al distinguir un destello de color asomando entre la hojarasca marrón. Era un croco, una llamita de color morado con un tallo amarillo casi invisible. Algo más adelante vi varios brotes verdes que crecían entre las hojas secas, y dos flores más. Indicios de la primavera; pero, sobre todo, rastros de ocupación humana en medio del bosque. Me entraron ganas de agacharme a tocar los pétalos del croco para confirmar que eran reales, pero preferí preguntarle a Isabel.
—¿Por qué crecen aquí estas flores?
Isabel saltó sobre una rama caída para colocarse a mi lado y contempló las motas de color.
—Ah, estas. En los buenos tiempos de nuestra casa, antes de que mi padre la comprara, los propietarios debían de venir mucho por aquí. Mandaron hacer un sendero hasta el lago, y en esta zona montaron un jardín. Junto a la orilla hay unos cuantos bancos y una estatua.
—¿Puedo verlos? —pregunté, fascinada por la idea de aquel mundo secreto oculto entre la vegetación.
—Es aquí mismo. Mira, ahí tienes uno de los bancos.
Isabel se acercó un poco más al estanque y golpeó con el pie una superficie de hormigón. Estaba cubierta por una fina capa de musgo interrumpida aquí y allá por rosetones de liquen anaranjado, y no creo que me hubiera fijado en ella si Isabel no me la hubiera señalado. Ahora que sabía dónde mirar, sin embargo, me resultó fácil imaginar cómo debía de haber sido el parquecillo: a cierta distancia había otro banco, y algo más allá se veía una estatua pequeña de una mujer que miraba al lago, tapándose la boca con las manos como si estuviera sorprendida. Alrededor de la estatua y los bancos asomaban algunos tallos verdes y gruesos con capullos aún sin abrir, y entre los restos de nieve crecían más crocos. Isabel removió la hojarasca con el pie.
—Y mira esto: está pavimentado con piedras. Debía de ser una especie de explanada. La descubrí el año pasado.
Aparté las hojas yo también; efectivamente, debajo había un empedrado. Olvidando por un momento lo que nos había llevado hasta allí, seguí retirando hojas hasta descubrir un trozo de suelo húmedo y embarrado.
—Isabel, esto es algo más que un empedrado. Mira. Es un… un… —no se me ocurría cómo llamar al diseño en espiral que formaban las piedrecillas.
—Un mosaico —me ayudó Isabel, sin dejar de examinar las intrincadas curvas que se extendían a sus pies.
Me arrodillé y raspé un trozo de mosaico con un palo para quitarle el barro. La mayoría de las piezas eran guijarros normales, pero también había repartidos fragmentos de azulejos rojos y morados. Seguí limpiando hasta descubrir en el centro de las espirales un sol sonriente, de aspecto arcaico. Aquella sonrisa que había estado oculta bajo una capa de hojas podridas me produjo una sensación extraña.
—A Sam le encantaría esto —dije.
—¿Dónde está?
—Buscando lobos en el bosque que hay detrás de la casa de Beck. Debería haber venido con nosotras.
Podía imaginar perfectamente la curva que formarían las cejas de Sam cuando viese la estatua y el mosaico. Aquella era la clase de cosas que daba sentido a su vida.
Mis ojos se detuvieron en un objeto que había bajo el banco más cercano, devolviéndome al mundo real. Era fino, de color blanco sucio… Un hueso. Me agaché para cogerlo y vi que estaba roído.
Miré alrededor: había varios más, medio ocultos por las hojas. Bajo el banco asomaba un cuenco de loza; estaba sucio y desconchado, pero era evidente que no llevaba allí mucho tiempo. Tardé menos de un segundo en darme cuenta de lo que era.
Me levanté y me volví hacia Isabel.
—Les has dejado comida, ¿verdad?
Isabel me miró con el ceño fruncido, pero no contestó.
Recogí el cuenco y sacudí las dos hojas arrugadas que había en el fondo.
—¿Qué les has traído?
—Bebés —respondió Isabel.
Suspiré con exasperación.
—Carne cruda, Grace. No soy idiota. Y solo cuando hacía mucho frío. Ni siquiera sé si la han encontrado; para mí que se la han zampado los mapaches.
Isabel sonaba desafiante, incluso enfadada. Yo había pensado tomarle el pelo por aquella muestra de compasión tan poco típica de ella, pero su tono seco hizo que me lo pensara mejor.
—También puede habérsela comido algún ciervo carnívoro deseoso de añadir proteínas a su dieta —propuse.
Isabel esbozó una pequeña sonrisa, casi una mueca irónica.
—O el yeti.
De pronto sonó en el lago un chillido, una especie de risotada seguida de un chapoteo, y las dos dimos un respingo.
—Joder —exclamó Isabel, con una mano en el estómago.
Yo inspiré profundamente.
—Es un somorgujo. Lo hemos asustado —dije.
—No entiendo cómo puede gustarle tanto a la gente esto del campo. De todas formas, si nosotras hemos asustado al somorgujo, no creo que Olivia ande por aquí cerca. Una loba transformándose en chica haría bastante más ruido que nosotras, ¿no crees?
Tuve que admitir que su hipótesis era razonable. Por otra parte, seguía sin saber cómo explicar el repentino regreso de Olivia a Mercy Falls, así que una pequeña parte de mí se sintió aliviada.
—Bueno, ¿nos vamos de una vez a tomar café?
—Sí —respondí.
Sin embargo, en vez de dirigirme al coche, di unos pasos hacia el lago. Ahora que era consciente del mosaico que se extendía bajo mis pies, me resultaba evidente lo distinta que era aquella superficie del esponjoso suelo del bosque. Avancé hasta colocarme junto a la estatua y me llevé la mano a la boca, asombrada; solo cuando asimilé aquella panorámica del lago rodeado por árboles desnudos, su superficie calma solo rota por el somorgujo de cabeza negra, caí en la cuenta de que había imitado inconscientemente el gesto de la mujer de piedra.
—¿Has visto esto?
Isabel se acercó.
—Es el campo —dijo, quitándole importancia—. Cómprate la postal y vámonos.
Hice ademán de irme, pero al bajar la cabeza vi algo en el suelo que me aceleró el corazón.
—Isabel —susurré, helada.
Al otro lado de la estatua yacía un lobo. Su pelaje grisáceo era casi del mismo color que la hojarasca, pero entre las hojas se distinguían claramente la punta negra de su hocico y la silueta de una de las orejas.
—Está muerto —dijo Isabel sin molestarse en bajar la voz—. Mira, tiene una hoja seca encima. Debe de llevar aquí algún tiempo.
El corazón seguía latiéndome con fuerza, y tuve que hacer un esfuerzo por recordarme a mí misma que Olivia se había convertido en una loba blanca, no gris, y que Sam estaba felizmente atrapado en su cuerpo humano. Este lobo no podía ser ninguno de ellos.
Pero podía ser Beck. Los más importantes para mí eran Olivia y Sam, pero a Sam le importaba mucho Beck. Y Beck era un lobo gris.
«Por favor, por favor, que no sea Beck».
Tragué saliva y me arrodillé. A mi lado, Isabel daba pataditas a la hojarasca. Retiré cuidadosamente la hoja que cubría parte del rostro del lobo y rocé su grueso pelaje sin quitarme los guantes. Los pelos —grises, negros, blancos— siguieron moviéndose unos instantes después de que apartara la mano. Levanté cuidadosamente uno de los párpados, y un ojo pardo y apagado que no podía pertenecer a un lobo se quedó mirando a la nada. No era el ojo de Beck. Aliviada, volví a ponerme en pie y miré a Isabel. Las dos empezamos a hablar al mismo tiempo:
—¿Quién será? —dije yo.
—¿Qué lo habrá matado? —dijo ella.
Palpé el cuerpo del lobo de un extremo a otro. Yacía de lado, con las patas cruzadas y la cola recta como una bandera a media asta. Me mordí el labio.
—No veo rastros de sangre.
—Dale la vuelta —sugirió Isabel.
Agarré al lobo por las patas y lo giré cuidadosamente. No estaba muy rígido; a pesar de la hoja seca que le había caído en la cara, no debía de llevar muerto mucho tiempo. Entrecerré los ojos esperando encontrar sangre y vísceras, pero el otro flanco tampoco mostraba ninguna herida visible.
—Tal vez fuera muerte natural —aventuré, recordando el anciano golden retriever que Rachel tenía cuando habíamos empezado a ser amigas. Aquel perro tenía el hocico salpicado de blanco por la edad.
—No parece muy viejo —repuso Isabel.
—Sam me contó que los lobos mueren entre diez y quince años después de dejar definitivamente de transformarse. Puede que sea eso lo que le ha ocurrido.
Agarré el hocico del lobo para examinarlo en busca de pelos grises o blancos, y solo al oír la exclamación de Isabel me di cuenta de que junto a la boca había restos de sangre seca. Pensé que podrían pertenecer a una presa hasta que vi más coágulos en el lado de la mandíbula que había estado apoyado en el suelo. Aquella sangre pertenecía al lobo.
Volví a tragar saliva, un poco mareada. No quería perder los papeles delante de Isabel, así que inspiré hondo y dije:
—Puede que le atropellara un coche y llegara hasta aquí antes de morir.
Isabel carraspeó; no supe interpretar si era una muestra de asco o de escepticismo.
—No. Mírale la trufa.
Tenía razón: dos hilillos de sangre fresca brotaban de las fosas nasales y se escurrían hasta unirse a la mancha seca que le cruzaba los labios.
Por más que me lo proponía, no podía dejar de mirarlo. Si Isabel no hubiera estado conmigo, no sé cuánto tiempo me habría quedado agachada con el hocico entre las manos, mirando a aquel lobo —aquella persona— que había muerto con el rostro bañado en su propia sangre.
Pero Isabel estaba conmigo, así que volví a posar cuidadosamente la cabeza del lobo en el suelo. Acaricié el suave pelaje del rostro con un dedo enguantado. Tuve que luchar contra el deseo morboso de mirar de nuevo el otro lado, el que estaba más manchado.
—¿Estaría enfermo? —pregunté.
—Pues no sé —repuso Isabel encogiéndose de hombros—. A lo mejor le sangraba la nariz de vez en cuando. ¿Les ocurre eso a los lobos? Creo que si levantas la cabeza mientras te sangra la nariz, puedes llegar a ahogarte.
Noté cómo se me encogía el estómago. Aquello no me gustaba nada.
—Venga, Grace. Tal vez la sangre se deba a un golpe en la cabeza. O a que algún bichejo carroñero ha venido de visita. O a un montón de cosas más, todas demasiado desagradables como para hablar de ellas antes de comer. El caso es que está muerto. Se acabó.
Observé aquel ojo pardo e inerte.
—Deberíamos enterrarlo.
—Deberíamos tomar un café primero.
Me incorporé y me sacudí la suciedad de los pantalones. Estaba desasosegada, inquieta, como si hubiera dejado a medias algo importante. Tal vez Sam tuviera respuestas.
—Vale, vamos a algún sitio con calefacción. Pero en cuanto lleguemos le pego un toque a Sam —dije, procurando sonar despreocupada—. Puede que quiera venir luego a echar un vistazo.
—Espera, espera. ¿Qué tal si usamos un poco la materia gris? Bienvenida a la tecnología, Grace —respondió Isabel sacando su teléfono móvil.
Lo sostuvo encima del lobo e hizo una foto.
Miré la pantalla: el rostro del lobo, manchado de sangre en la vida real, parecía sereno y limpio en la imagen. Si no lo hubiera visto en carne y hueso, jamás habría imaginado que le había pasado algo malo.