CAPÍTULO CINCUENTA Y TRES
Isabel
Evidentemente, la papeleta de sacar a los padres de Grace de la habitación me tocó a mí. Sam estaba descartado por razones obvias; en cuanto a Cole, lo necesitábamos para otra parte del plan.
Mientras atravesaba el pasillo en dirección a la habitación de Grace, traté de concentrarme en el repiqueteo de mis tacones para no pensar que, en realidad, los tres contábamos con que la solución de Cole no funcionara. Porque si lo hacía, nos íbamos a meter en un lío de narices.
Esperé a que la enfermera saliera de la habitación y después entreabrí la puerta. Había tenido suerte: solo estaba su madre, sentada junto a la cama con la cara vuelta hacia la ventana. Intenté no mirar a Grace, que yacía pálida y silenciosa, la cabeza caída a un lado.
—¿Señora Brisbane? —pregunté con mi mejor voz de colegiala.
Cuando levantó la mirada, vi que tenía los ojos enrojecidos. Me alegré por Grace, la verdad.
—¿Isabel?
—He venido en cuanto me he enterado —mentí—. Querría… querría hablarle de algo que me preocupa. ¿Puedo?
Se quedó mirándome unos instantes hasta procesar lo que acababa de decirle.
—Sí, cómo no. Dime.
Me quedé vacilante junto a la puerta. «Cuélasela, Isabel».
—Yo… preferiría no estar al lado de Grace. Es mejor que no… —susurré señalándome la oreja.
—Ah. De acuerdo.
Supongo que sentía curiosidad por saber lo que iba a decirle; sinceramente, yo también. Las manos empezaron a sudarme.
Palmeó suavemente la pierna de Grace y se levantó. Guando salimos al pasillo, señalé discretamente a Sam, que estaba apostado a unos metros de la puerta. Parecía a punto de vomitar, y yo me sentía prácticamente igual.
—Tampoco cerca de él —bisbiseé.
De repente me recordé a mí misma diciéndole a Sam que no valía para mentir por mucho que se empeñara. Mientras buscaba frenéticamente algo que contarle a la madre de Grace, aún tuve tiempo de pensar: «Donde las dan, las toman».
Cole
Cuando Isabel salió con la madre de Grace de la habitación, llegó mi tumo, Me inquietaba la idea de que hubiera alguien más dentro, pero enseguida decidí que solo había una forma de averiguarlo.
Mientras Sam vigilaba por si aparecía alguna enfermera, me colé en la habitación; apestaba a sangre, a podrido y a miedo, y todos mis instintos lobunos empezaron a susurrarme frenéticamente que saliera disparado de allí.
Los ignoré y me dirigí hacia Grace. Parecía hecha de partes independientes que alguien hubiera ensamblado apresuradamente sobre la cama; era evidente que no nos quedaba mucho tiempo.
Cuando me arrodillé a su lado, me sorprendió ver que tenía los ojos un poco abiertos.
—Cole —dijo, con la voz espesa y mortecina de una niña pequeña a punto de caer dormida—. ¿Dónde está Sam?
—Conmigo —mentí—. Pero no te muevas, ¿vale? Ahorra fuerzas.
—Me estoy muriendo, ¿verdad?
—No tengas miedo —dije, sin querer contestar a su pregunta.
Empecé a abrir los cajones del carrito que había junto a la cama hasta que encontré lo que buscaba: un surtido de instrumentos metálicos y afilados. Escogí uno que parecía razonable y agarré la mano de Grace.
—¿Qué haces? —dijo ella, aunque estaba claro que le importaba más bien poco.
—Convertirte en loba —respondí.
Ella no se estremeció, ni siquiera pareció extrañada. Tomé aire, le estiré la piel del dorso y le hice un pequeño corte. Grace no se inmutó, pero la herida empezó a sangrar como un grifo.
—Lo siento, pero voy a hacer una cosa bastante asquerosa —susurré—. Por desgracia, soy el único que puede hacerla.
Grace abrió un poco más los ojos mientras yo empezaba a acumular saliva en la boca. Ni siquiera sabía qué cantidad haría falta para volver a infectarla; Beck lo había hecho de forma absolutamente profesional conmigo. Incluso tenía una jeringuilla que conservaba en una nevera portátil.
«Créeme, deja menos cicatrices así», me había dicho.
La boca se me empezó a secar mientras pensaba en lo que podría pasar si la madre de Grace se le escapaba a Isabel antes de tiempo.
La sangre salía a borbotones de aquel pequeño corte, casi como si le hubiera desgarrado una arteria.
A Grace se le cerraban los ojos, aunque era evidente que estaba haciendo un gran esfuerzo por mantenerlos abiertos. En el suelo, bajo su mano, había un charco de sangre que crecía rápidamente. Si mis cálculos eran erróneos, acababa de matarla.
Sam
Cole se asomó a la puerta, me agarró del codo y tiró de mí. Luego corrió el pestillo y colocó un carrito delante de la puerta, como si fuera a servir de algo poner una barricada.
—Bueno, llegó el momento de la verdad —dijo con voz temblorosa—. Si esto no funciona, se acabó, pero al menos puedes despedirte de ella. Y si funciona, vamos a tener que sacarla de aquí echando leches. Bueno. Ármate de valor, Sam, porque…
Le esquivé para acercarme a Grace, y al mirarla se me nubló la vista. No era la primera vez que veía tanta sangre: en las cacerías de los lobos, la sangre de las presas podía teñir la nieve de escarlata en metros a la redonda. Ni siquiera era la primera vez que veía a Grace sangrar tanto: la había visto hacía muchos años, cuando yo no era más que un lobo y ella una niña que se estaba muriendo. Pero la verdad es que no estaba preparado para verla así de nuevo.
—Grace —traté de decir, aunque solo fui capaz de mover los labios. Estaba a su lado, pero a la vez estaba a miles de kilómetros de allí.
Grace temblaba y tosía, con las manos aferradas a las barras de la cama.
Cole se volvió rápidamente hacia la puerta: alguien trataba de abrirla desde fuera.
—La ventana —dijo.
Fruncí el ceño, incapaz de reaccionar.
—Sam, no se está muriendo —explicó Cole, con los ojos muy abiertos—. Se está transformando.
Volví a mirar a aquella chica que se estremecía sobre la cama, y ella me devolvió la mirada.
—Sam —gimió mientras empezaba a convulsionarse con los hombros encorvados.
Aparté la vista; no podía soportarlo. Grace pasando por la agonía de la transformación. Grace convirtiéndose en loba. Grace desapareciendo en el bosque como Beck, Ulrik y todos los demás lobos que había conocido antes que ella.
La estaba perdiendo.
Cole corrió hacia la ventana y abrió el pestillo de un manotazo.
—Lo siento, biombo —masculló mientras lo derribaba de una patada.
Yo seguí inmóvil.
—Sam, ¿quieres que la encuentren así? ¡Espabila! —exclamó Cole, acercándose a toda prisa a la cama.
Entre los dos incorporamos a Grace, sin hacer caso de los golpes y las voces que sonaban cada vez más fuertes al otro lado de la puerta.
La ventana del hospital estaba a un metro y medio de altura. Hacía una mañana soleada, perfectamente normal salvo por el hecho de que no lo era.
Cole saltó primero y soltó un taco al aterrizar sobre un seto bajo y lleno de pinchos. Mientras, yo intentaba mantener a Grace en pie junto al alféizar, sintiendo cómo se alejaba cada vez más de la chica que yo conocía.
Cuando Cole la bajó a pulso hasta el suelo, Grace se acurrucó sobre la hierba y empezó a sacudirse por las arcadas.
—Grace —dije, con los oídos pitándome por la visión de su sangre en mis muñecas—. Grace, ¿puedes oírme?
Ella asintió y se puso de rodillas. Yo salté y me agaché a su lado, sintiendo que el corazón me estallaba al ver sus ojos desorbitados por el miedo.
—Te encontraré, Grace. Te prometo que te encontraré. No me olvides. No… no olvides quién eres.
Grace extendió la mano hacia mí, pero a medio camino tuvo que apoyarla en el suelo para no desplomarse.
Y luego soltó un único grito, y la chica a la que yo conocía desapareció engullida por una loba de ojos marrones.
No tenía fuerzas para ponerme en pie. Me quedé de rodillas, desamparado, mientras aquella loba de color gris oscuro reculaba lentamente para alejarse de Cole y de mí. De nuestra humanidad.
Apenas podía respirar.
Grace.
—Sam. Sam —susurró Cole—, puedo mandarte con ella. Puedo hacer que te transformes.
Por un instante, lo vi. Me vi transformándome en lobo, escondiéndome en primavera de las corrientes de aire, soltando el gemido que se me escapaba cuando dejaba de ser yo. Recordé el momento en que me había convencido de que aquel era mi último año, de que pasaría el resto de mi vida atrapado en un cuerpo que no era el mío.
Me recordé parado frente a la librería, colmado por la certeza de que también habría futuro para mí. Volví a verme escuchando los aullidos de los lobos en la habitación de Beck, alegrándome de ser humano.
No podía volver al lobo. No podía. Grace tenía que entenderlo.
—Cole —susurré—, márchate ya. Lo único que nos falta es que te reconozcan. Por favor, llévala…
—Sí. La llevaré al bosque, Sam.
Me puse en pie lentamente y eché a andar. Las puertas de cristal de la sección de urgencias se abrieron con un siseo ante mi. Y allí, cubierto por la sangre de mi novia, mentí a la perfección por primera vez en mi vida:
—Traté de detenerla, pero no pude.