CAPÍTULO CINCUENTA Y UNO

Sam

Hojas

Nunca había vivido una noche tan larga como aquella. Cole y yo repasamos en la cafetería todo lo que yo sabía sobre los lobos, hasta que él decidió que ya tenía suficiente información y nos pidió a Isabel y a mí que le dejáramos solo. Se quedó con la cabeza entre las manos y la mirada fija en aquel trozo de papel que debía contener la respuesta. No podía creer que todos mis deseos, mi vida y mi futuro reposaran sobre los hombros de Cole St. Clair, sentado ante una mesa de plástico con una servilleta garabateada entre las manos. ¿Pero qué otra opción me quedaba?

Me senté junto a la puerta de la habitación de Grace, con la espalda apoyada en la pared y la cabeza entre las manos. Me daba cuenta de que, muy a mi pesar, mi memoria estaba almacenando nítidamente toda aquella noche: los pasillos, las voces, la luz mortecina.

No tenía esperanzas de que me dejaran entrar a verla.

Así que solo podía desear con todas mis fuerzas que no saliera nadie por aquella puerta para decirme que se había ido. Recé para que el picaporte no se moviera. «Aguanta, Grace. Aguanta».