CAPÍTULO CINCUENTA

Sam

Hojas

El puñetazo de Lewis Brisbane tardó un rato en empezar a dolerme, como si mi cuerpo no pudiera creer lo que acababa de ocurrirle. Cuando finalmente el dolor apareció, sentí un zumbido en la oreja izquierda y tuve que apoyarme en la pared para no desplomarme en la silla. La náusea que había sentido al oír el gemido de Grace se negaba a desaparecer.

Me quedé mirando durante un brevísimo instante a la madre de Grace; tenía el rostro en blanco, como si esperara a que aterrizase en él una expresión. Entonces, el padre de Grace volvió a abalanzarse sobre mí.

—¡Te voy a matar!

Me quedé inmóvil contemplando su puño, con los oídos aún zumbando por el primer golpe. La mayor parte de mi mente seguía junto a Grace, y lo poco que me quedaba para dedicarlo a Lewis Brisbane no podía creerse que fuera a pegarme de nuevo. Ni siquiera me estremecí.

Antes de que su puño chocara contra mi cara, el padre de Grace se tambaleó como si luchara por mantenerse en pie. En aquel momento volví a verlo y oírlo todo de golpe, y me di cuenta de que Cole lo estaba arrastrando hacia la puerta como si fuera un saco de patatas.

—Tranquilo, valiente —dijo Cole, y después miró a las enfermeras y añadió—: ¿Qué estáis mirando? ¿No vais a ayudar al chico? Por si no os habéis dado cuenta, acaban de darle un puñetazo.

Negué con la cabeza cuando las enfermeras me ofrecieron una bolsa de hielo, pero acepté una toalla para enjugarme la sangre. Mientras lo hacía, oí cómo Cole le decía al padre de Grace:

—Voy a soltarte. Pero tómatelo con calma, ¿quieres? Preferiría que no nos echaran a los dos del hospital.

Me quedé observando cómo los padres de Grace se abrían paso hasta la cama, sin saber qué hacer. Todo lo que había creído sólido en mi vida se estaba fracturando, y no se me ocurría ningún lugar seguro en el que refugiarme.

Caí en la cuenta de que Cole me observaba, y su mirada me recordó la toalla que tenía en la mano y el cosquilleo de la sangre al correr por mi barbilla. Me llevé la toalla a la cara, y al levantar el brazo, en los bordes de mi campo visual empezaron a bailar puntitos de colores.

—Perdona… ¿Sam? —susurró una enfermera colocándose a mi lado—. Lo siento mucho, pero dado que no eres familiar directo de la paciente, no tienes derecho a quedarte en la habitación. Sus padres nos han pedido que os hagamos salir.

Me quedé mirándola, completamente vacío por dentro. ¿Qué podía decirle?

«Mi vida está en esa cama. Por favor, no me eche de aquí».

La enfermera me miró con lástima.

—Lo siento mucho, de verdad —miró de soslayo a los padres de Grace y después me enfocó de nuevo—. Has hecho bien en traerla al hospital.

Cerré los ojos, y al hacerlo volví a ver aquel remolino de colores. Si no me sentaba pronto, terminaría por desmayarme.

—¿Puedo hablar con ella para despedirme?

—No creo que sea buena idea —dijo otra enfermera que pasaba a nuestro lado a toda prisa—. Es mejor que crea que sigues aquí. Luego puedes volver si… En fin, no te alejes demasiado, ¿quieres?

Cada vez me costaba más esfuerzo respirar.

—Vamos —dijo Cole girando la cabeza para mirar al padre de Grace, que nos estaba fulminando con la mirada.

Al pasar a su lado, Cole le señaló y dijo:

—Tú sí que eres un hijo de puta. Sam tiene mucho más derecho que tú a estar aquí.

Pero el amor no consta en ningún registro oficial, así que tuve que irme dejando a Grace atrás.

Cole

Cuando Isabel llegó al hospital, por las ventanas de la cafetería empezaba a colarse el amanecer.

Grace estaba en las últimas; eso era lo único que había conseguido sonsacar a las enfermeras antes de salir. Los vómitos la estaban desangrando, y aunque no hacían más que administrarle vitamina K y transfusiones para frenar el proceso, si seguía así acabaría por morirse.

No se lo había contado aún a Sam, pero me daba la impresión de que lo sabia perfectamente.

Isabel dio una palmada en la mesa, y cuando levantó la mano vi que acababa de dejar una servilleta arrugada junto a la toalla manchada de sangre de Sam. Me llevó unos segundos darme cuenta de que era la misma servilleta en la que le había dibujado un diagrama hacia dos días. La recorrí con los ojos y vi la palabra METANFETAMINA escrita con mi letra, y eso me recordó lo mucho que le había confesado a Isabel.

Ella se dejó caer en la silla de plástico que había frente a la mía; todo su aspecto anunciaba a gritos lo furiosa que estaba. No llevaba maquillaje, a excepción de unas líneas de rímel borrosas alrededor de los ojos. Parecían llevar allí mucho tiempo.

—¿Se puede saber dónde está Sam?

Señalé las ventanas de la cafetería; Sam era un borrón negro sobre el cielo todavía grisáceo. Tenía las manos entrelazadas detrás de la cabeza y miraba a la nada. Todo lo que había a su alrededor se había ido moviendo a lo largo de las horas: las franjas de luz que el sol del amanecer proyectaba en las paredes de un naranja rabioso; las sillas que se separaban y aproximaban a las mesas a medida que los distintos turnos de personal acudían a desayunar, el celador que había aparecido con una mopa y un letrero de «Precaución: suelo mojado». Sam era el eje inmóvil en tomo al que giraba todo aquello.

Isabel me disparó otra pregunta:

—¿Por qué estás tú aquí?

Seguía sin saberlo, así que me encogí de hombros.

—Para ayudar.

—Pues ayuda —me espetó ella acercándome la servilleta un poco más—. ¡Sam, ven aquí!

Sam bajó las manos, pero no se dio la vuelta. Sinceramente, me sorprendió que llegara a moverse.

—¡Sam! —repitió Isabel.

Y esta vez, Sam se volvió hacia nosotros. Isabel señaló la barra que había en el otro extremo de la cafetería.

—Tráenos café, ¿quieres?

No sé qué fue más sorprendente: que Isabel le mandara a por café, o que él la obedeciera como un sonámbulo.

—Vaya, y yo que pensaba que no podías ser más fría… —dije, volviéndome de nuevo hacia ella

—Estoy procurando ser amable. ¿De qué sirve que se quede mirando a las musarañas?

—No sé. Tal vez quiera recordar los buenos momentos que pasó con su novia, antes de que se le muera.

Isabel me miró a los ojos.

—¿Crees que eso te ayudará a ti con Victor? Porque a mi nunca me ha servido de nada con lo de Jack. A ven háblame de esto —exigió, dando golpecitos con el índice en la servilleta.

—No veo qué tiene que ver eso con Grace.

Sam dejó dos tazas de café sobre la mesa, una para Isabel y otra para mi. No había traído nada para si mismo.

—Lo que le pasa a Grace es lo mismo que mató al lobo que encontraron Isabel y ella —dijo Sam con voz rasgada, como si llevara mucho tiempo sin usarla—. El olor es inconfundible. Es la misma enfermedad.

Se quedó de pie junto a la mesa, como si sentarse significara aceptar lo que acababa de decir.

Miré a Isabel.

—¿Por qué piensas que yo puedo hacer algo cuando los médicos no pueden?

—Porque eres extremadamente inteligente.

—Ellos también.

Sam intervino:

—Ya, pero tú sabes cosas que ellos no saben.

Isabel volvió a empujar la servilleta hacia mi, y de pronto sentí que estaba una vez más sentado a la mesa del comedor con mi padre, tratando de resolver algún acertijo lógico. O mostrándole una hoja de ejercicios tras haber asistido a una de sus clases de universidad, para que él leyera mis comentarios en busca de indicios de genialidad. O en una entrega de premios, oyéndole decir a un corro de tipos con camisas planchadas y corbatas pasadas de moda que yo iba a llegar muy lejos.

Pensé en el sencillo gesto que había visto hacía unas horas: Sam con la mano apoyada en la nuca de Grace.

Pensé en Victor.

Y cogí la servilleta.

—Voy a necesitar más papel —dije.