CAPÍTULO CINCO
Cole
Era humano.
Estaba atontado, confuso, hecho polvo. No sabía dónde me encontraba. Solo sabía que había pasado algún tiempo desde la vez anterior en que había sido consciente de mí mismo; debía de haber vuelto a ser lobo entre aquella vez y esta. Rodé por el suelo con un gemido hasta quedar boca arriba y empecé a abrir y cerrar los puños para comprobar mis fuerzas.
Era temprano, y en el bosque hacía mucho frío. La bruma reflejaba la luz brillante de la mañana y amortiguaba los colores. Cerca de mí asomaban entre la neblina los troncos húmedos de algunos pinos, negros y amenazantes. Algo más lejos, los troncos se volvían de un gris azulado hasta desaparecer en la niebla.
Estaba desnudo, tumbado sobre el suelo húmedo; notaba los hombros cubiertos de una capa de barro seco que crujía cada vez que me movía. Cuando levanté la mano para limpiarme, vi que mis dedos también estaban cubiertos de lodo claro y líquido, como caca de bebé. La mano me apestaba a agua estancada; no me extrañó, porque justo a mi izquierda se oían los suaves chapoteos de un lago. Estiré el brazo para palpar el suelo: más cieno, y luego agua.
¿Cómo habría llegado hasta allí? Tenía recuerdos sueltos: correr con los demás lobos de la manada, transformarme en humano… Sin embargo, no recordaba haber llegado a la orilla del lago. Supuse que después de la primera transformación habría vuelto a convertirme en lobo, y después otra vez en persona. Me enfurecía la lógica de aquellos cambios o, mejor dicho, su falta de lógica. Beck me había dicho que al cabo de una temporada las transformaciones acabarían por estabilizarse. ¿Pero cuándo sería eso?
Seguí tirado en el suelo, sintiendo cómo los músculos empezaban a temblarme y el frío me mordisqueaba la piel; no tardaría en volver a convertirme en lobo. Estaba agotado. Estiré los brazos y me quedé mirando asombrado su piel uniforme, libre de casi todas las cicatrices que me había ido dejando mi vida anterior. Era como renacer en intervalos de cinco minutos.
Oí un rumor de hojarasca cada vez más cercano, giré la cabeza hasta apoyar la mejilla en el barro y observé el bosque. A mi lado, asomada tras un árbol, una loba blanca me miraba. El sol del amanecer teñía su pelaje de tonos dorados y rojizos. Sus ojos, verdes y curiosamente pensativos, se cruzaron con los míos durante un instante. Había algo extraño en su forma de mirarme; aunque sus ojos eran humanos, me observaban sin censura, envidia, lástima o ira. En ellos solo había una expresión de tranquilo interés.
Me hacían sentir algo, pero no hubiera sabido decir qué.
—¿Tú qué miras? —gruñí.
Ella desapareció silenciosamente en la niebla.
Mi cuerpo se sacudió por voluntad propia y mi piel empezó a adoptar otra forma de nuevo.
No sé cuánto tiempo duré como lobo esta vez. ¿Minutos? ¿Horas? ¿Días? Cuando desperté era media mañana. No me sentía humano, pero tampoco era un lobo. Me había quedado suspendido en algún punto intermedio, con la mente patinando entre los recuerdos y la realidad. Veía el presente y el pasado con la misma nitidez.
Mi cerebro saltó por su cuenta de la última fiesta de cumpleaños de mi hermana a la noche en que mi corazón dejó de latir en el Club Josephine. Y allí se quedó. No era precisamente la noche que yo hubiera elegido revivir.
Ese era yo antes de ser un lobo: Cole St. Clair. NARKOTIKA.
Hacía tanto frío aquella noche en las calles de Toronto que los charcos se habían solidificado, y si salías a la calle corrías el peligro de atragantarte con tu propio aliento congelado. Sin embargo, dentro de la nave industrial que era el Club Josephine hacía tanto calor como en el infierno. Y si el ambiente era sofocante abajo, en los camerinos, aún debía de serlo más entre el público.
Porque había venido un montón de gente. O dos.
Era un bolo importante, pero ni siquiera me apetecía hacerlo. La verdad es que ya no me apetecía tocar en ninguna parte: las actuaciones se fundían en mi memoria hasta que lo único que podía recordar eran conciertos en los que estaba colocado, conciertos en los que no me había metido nada para variar, conciertos en los que tenía que mear cada dos minutos. Mientras tocaba en el escenario, seguía persiguiendo algo —una idea de la fama y de mí mismo que había creado cuando tenía dieciséis años—, pero cada vez me interesaba menos saber si aquella idea podía hacerse realidad.
Estaba llevando mi teclado al escenario cuando una tal Jackie me dio unas pastillas que no había visto nunca.
—Cole —me susurró al oído, como si me conociera—. Cole, esto te llevará a sitios en los que no has estado jamás.
—¿Tú crees? Porque cada vez es más difícil conseguir eso —dije, apartando la funda del teclado para que no golpeara las paredes del laberinto que había bajo la pista de baile.
Jackie sonrió como si escondiera un secreto, y sus dientes se tiñeron de amarillo con la pálida luz del corredor. Olía a limón.
—No te preocupes. Sé lo que necesitas.
Estuve a punto de echarme a reír, pero en vez de hacerlo giré en redondo y empujé con el hombro una puerta.
—¡Vamos, Vic! —grité, volviendo la cabeza para mirar por encima de la melena teñida de Jackie. Luego bajé la mirada hasta su cara—. ¿Te has comido tú alguna?
Jackie me recorrió el brazo con un dedo, demorándose en el borde de la manga.
—Si me hubiera comido una, estaría haciendo algo más que sonreírte.
Extendí el brazo y empecé a darle golpecitos en el puño, hasta que ella entendió lo que quería decir y lo abrió. Su mano estaba vacía, pero Jackie se la metió en el bolsillo de los vaqueros y sacó un paquetito envuelto en plástico transparente. Dentro había un puñado de pastillas de color verde fosforescente, con dos tes mayúsculas estampadas. Bonitas, sí, aunque podían estar hechas de cualquier cosa.
Mi teléfono empezó a vibrar dentro del bolsillo. Normalmente habría dejado que saltara el buzón de voz, pero Jackie estaba empezando a agobiarme y decidí quitármela de encima. Saqué el teléfono y me lo llevé al oído.
—Oui.
—Cole, me alegro de encontrarte —era Berlin, mi agente. Hablaba con la misma urgencia de siempre—. Escucha esto: «NARKOTIKA toma al asalto la escena musical con su último álbum, 13all. Cole St. Clair, el líder brillante pero imprevisible de la banda, que para muchos estaba de capa caída»… Lo siento, tío, pero eso es lo que pone… «vuelve más fuerte que nunca con este disco, demostrando que aquel primer álbum que sacó cuando solo tenía dieciséis años no fue fruto de la casualidad. Los tres…». Cole, ¿me estás escuchando?
—No —respondí.
—Pues deberías. Esto lo ha escrito Elliot Fry —dijo Berlín—. Elliot Fry, ¿recuerdas? El mismo que te describió como un niñato hiperactivo que se dedicaba a jugar con un teclado. Y mira ahora: os pone por las nubes. Lo habéis conseguido, tío.
—Genial —respondí, y le colgué. Después me volví hacia Jackie—. Me quedo con todas. Habla con Victor, él es el tesorero del grupo.
Así que Victor las pagó. Pero yo quise comprarlas, así que supongo que la culpa fue mía.
O quizás de Jackie, por no decirnos qué eran. Pero así era el Club Josephine: el mejor lugar del mundo para encontrar nuevas formas de colocarte antes de que nadie supiera hasta dónde te podían colocar. Pastillas sin nombre, rayas de sustancias desconocidas, ampollas llenas de líquidos misteriosos… Pagar aquello no fue lo peor que Victor había hecho por mí.
De vuelta en el camerino, mientras esperábamos a salir, Victor se comió una de las pastillas verdes con un sorbo de cerveza, mientras Jeremy-mi-cuerpo-es-sagrado-y-no-lo-quiero-profanar-con-drogas lo observaba bebiendo té verde. Yo me tragué varias con una Pepsi, no sé cuántas. Cuando salimos al escenario estaba empezando a sentirme bastante estafado, porque las famosas pastillas de Jackie no me habían hecho nada. Empezamos a tocar; la gente se volvió loca y comenzó a abalanzarse sobre el escenario con los brazos estirados, gritando nuestro nombre.
Victor les respondió con un berrido desde detrás de la batería. Parecía muy puesto, así que las pastillas que nos había pasado Jackie sí que podían hacer efecto. Aunque la verdad es que Victor nunca había necesitado gran cosa para colocarse. Los focos parpadeaban iluminando distintas zonas del público: un cuello, el destello de unos labios, un muslo rodeando a otro cuerpo… Mi cabeza latía con la batería de Victor, mi corazón doblaba el ritmo. Me deslicé los auriculares hasta encajármelos en las orejas; mis dedos rozaron la piel ardiente de mi cuello y las chicas empezaron a gritar mi nombre.
Frente al escenario había una chica a la que mis ojos volvían una y otra vez. Su piel blanca resplandecía contra su camiseta negra de tirantes. Aullaba mi nombre como si hacerlo le doliera, con las pupilas tan dilatadas que parecían simas negras. Por algún motivo extraño me recordó a la hermana de Victor; tal vez por la curva de su nariz o por la forma en que los vaqueros le caían en la cintura, sujetos apenas por sus mínimas caderas. Pero no era ella, no podía serlo. Angie nunca hubiera entrado en un garito como aquel.
De repente dejó de apetecerme estar allí. No me emocionaba oír a la gente gritar mi nombre. La música no sonaba tan fuerte como mi corazón: ya no era importante.
En aquel momento tenía que entrar yo, sumando mi voz al ritmo hipnótico de Victor. Pero no tenía ganas de hacerlo, y Victor estaba demasiado puesto para darse cuenta: bailaba sentado, sujeto a su sitio únicamente por las baquetas que sostenía entre las manos.
Justo delante de mi, entre un mar de ombligos descubiertos y brazos sudorosos extendidos hacia el techo, había un tipo que no se movía. La luz de los focos lo iluminaba de vez en cuando, siempre inmóvil a pesar de la presión de todos los cuerpos que lo rodeaban. Lo observé fascinado, mientras él me escrutaba con el ceño fruncido.
Cuando volví a mirarlo me vino a la mente el aroma de mi casa, de un lugar muy alejado de Toronto.
Me pregunté si aquel tipo sería real. Si habría algo real en aquel antro.
El cruzó los brazos y siguió mirándome mientras mi corazón luchaba por escapar.
Hubiera debido esforzarme más por mantenerlo encerrado en mi pecho. El pulso se me aceleró repentinamente y mi corazón se liberó con una explosión de calor; mi cara golpeó el teclado en un acorde roto, un aullido. Traté de agarrar las teclas con una mano que ya no me obedecía.
Mientras caía al suelo con la certeza de que mi cuerpo iba a estallar en llamas, vi que Victor me fulminaba con la mirada como si por fin se hubiera dado cuenta de que no había entrado cuando me correspondía.
Cerré los ojos sobre el escenario del Club Josephine.
Era el fin de NARKOTIKA. Y de Cole St. Clair.