CAPÍTULO CUARENTA Y NUEVE

Cole

Hojas

No sé por qué fui con Sam al hospital. Sabía que podían reconocerme, aunque con aquella barba de varios días y aquellas ojeras, lo dudaba bastante. También sabía que podía transformarme si mi cuerpo decidía rendirse a los caprichos del frío.

Pero cuando Sam quiso abrir su coche para seguir a la ambulancia, se quedó inmóvil varios segundos mirando su mano cubierta de sangre y luego necesitó un par de intentos para meter la llave en la cerradura. Yo me había quedado atrás, preparado para desaparecer si el viento helado de la madrugada amenazaba con convertirme en lobo, y al ver a Sam así me adelanté para cogerle la llave.

—Entra —dije señalando con la cabeza el asiento del conductor.

Sam me hizo caso.

Así que allí estaba, en una habitación de hospital con una chica a la que apenas conocía y un chico al que solo conocía un poco más, preguntándome por qué narices me importaba tanto lo que les pasaba. La habitación estaba llena de gente: dos médicos, un tipo con pinta de cirujano y un auténtico batallón de enfermeras. No hacían más que hablar en susurros unos con otros, usando palabras tan técnicas que dolían al entrar por los oídos, pero capté perfectamente las dos cuestiones de fondo: por un lado, no tenían ni idea de lo que estaba pasando. Por otro, Grace se estaba muriendo.

No habían permitido a Sam quedarse al lado de la cama, y había acabado por sentarse en una silla que había en un rincón. Tenía los codos apoyados en las rodillas y la cara entre las manos.

Yo tampoco sabía qué hacer, así que me coloqué a su lado preguntándome si antes de que me mordieran habría sido capaz de percibir el olor a muerte que flotaba en la unidad de cuidados intensivos.

Junto a mis piernas empezó a sonar el tono sobrio y penetrante de un móvil, y me di cuenta de que era el de Sam. Se lo sacó a cámara lenta del bolsillo y miró la pantalla.

—Es Isabel —dijo con voz ronca—. No puedo hablar con ella.

Cogí el móvil y me lo llevé a la oreja.

—Isabel.

—¿Cole? ¿Eres Cole?

—Sí.

Y entonces, Isabel pronunció las palabras más sinceras que le había oído decir hasta entonces:

—Oh, no.

Me quedé callado, pero el ruido de fondo hablaba por mí.

—¿Estáis en el hospital?

—Sí.

—¿Y qué han dicho?

—Lo que tú suponías. Que no tienen ni idea.

Isabel soltó un taco.

—¿Cómo está Grace? ¿Puedes decírmelo?

—Sam está a mi lado.

—Joder… —masculló Isabel.

—¡Cuidado…! —exclamó alguien de repente.

Grace se había incorporado y acababa de soltar una bocanada de sangre en la bata de una enfermera, que retrocedió unos pasos para limpiarse mientras otra compañera ocupaba su lugar. Grace volvió a desplomarse sobre la cama susurrando algo que nadie entendió.

—¿Qué dices, cielo? —preguntó una enfermera.

—Sam… —gimió Grace en un sonido horrible, medio humano y medio animal, que me recordó espantosamente al grito de la cierva.

Sam se puso en pie como movido por un resorte, justo en el momento en que una pareja se abría camino para entrar en la habitación abarrotada.

Una de las enfermeras abrió la boca para protestar, pero no le dio tiempo. El hombre se dirigió directamente hacia Sam gritando:

—¡Hijo de puta!

Y le pegó un puñetazo en la boca.