CAPÍTULO CUARENTA Y SIETE

Grace

Hojas

Érase una vez una chica llamada Grace Brisbane. No había nada especial en ella, salvo que se le daban bien los números y contar mentiras, y que había construido su hogar entre las páginas de sus libros preferidos. Le gustaban los lobos que había detrás de su casa, pero amaba a uno de ellos por encima de todo.

Y él la correspondía. La amaba tanto que incluso los detalles de ella que no eran especiales empezaron a serlo: la forma en que se golpeaba los dientes con el lápiz; la manera en que desafinaba al cantar en la ducha; el sabor de sus besos, porque el lobo sabia que eran para siempre.

Su memoria estaba hecha de escenas sueltas. Lobos arrastrándola sobre la nieve. Un beso —el primero— con sabor a naranja. Un adiós dicho a través de un parabrisas destrozado.

Su vida era una enorme promesa de todo lo que podría ocurrir: las posibilidades contenidas en un montón de solicitudes de ingreso en universidades, la emoción de dormir bajo un techo nuevo, el porvenir contenido en la sonrisa de Sam.

Era una vida que no quería dejar atrás.

Era una vida que no quería olvidar.

No estaba dispuesta a abandonarla todavía: me quedaban muchas cosas que decir.