CAPÍTULO CUARENTA Y CINCO
Sam
Cuando volvimos a entrar en casa, no se sabía quién tenía peor aspecto: si Cole, destrozado por la pena, o Grace, tan demacrada y pálida que los ojos parecían comerle la cara. Me dolía mirar a cualquiera de los dos.
Cole se desplomó sobre una silla del comedor. Yo llevé a Grace hasta el sofá y me senté a su lado; hubiera querido encender la radio, hablar con ella, hacer algo, pero estaba derrotado. Así que los tres nos quedamos en silencio, perdidos en nuestros pensamientos.
Como una hora después, la puerta trasera se abrió haciéndonos dar un respingo. Nos relajamos un poco al ver aparecer a Isabel, con su abrigo blanco forrado de piel y sus tacones de costumbre. Al entrar en el salón, se detuvo y nos recorrió con la mirada: sus ojos se posaron en Cole, que estaba recostado en la mesa con la cabeza apoyada en los brazos, después en mí y finalmente en Grace, que reposaba sobre mi pecho.
—Tu padre ha estado aquí.
A esas alturas no tenía mucho sentido decirlo, pero fue lo único que se me ocurrió. Isabel se quedó rígida, con los brazos pegados a los costados.
—Sí, ya lo sé. No pude hacer nada: vi al lobo cuando ya era demasiado tarde. Tendríais que haber oído cómo se pavoneaba mi padre. No me ha dejado salir hasta después de la cena; le he dicho que iba a la biblioteca, porque si hay algo que ese hombre no sepa, es el horario de las bibliotecas —hizo una pausa para escrutar a Cole, que seguía inmóvil, y después volvió a mirarme—. ¿Quién era el lobo?
Miré hacia la mesa. Sabía que Colé nos estaba oyendo.
—Victor Un amigo de Cole.
Isabel se volvió de nuevo hacia él.
—No sabía que tuviera amigos —dijo, dándose cuenta demasiado tarde de lo cruel que resultaba la frase—. Aquí, quiero decir —añadió rápidamente.
—Ya ves —murmuré para zanjar el asunto.
Isabel se quedó indecisa, mirando alternativamente a Cole y a nosotros dos.
—He venido a ver qué planes tenéis —dijo finalmente.
—¿Planes? —pregunté—. ¿Para qué?
Isabel volvió a examinar a Colé, clavó la mirada un rato largo en Grace y después me señaló con el dedo.
—¿Puedo hablar un momento contigo en la cocina? —preguntó esbozando una sonrisa forzada.
Grace levantó ligeramente la cabeza y la miró con el ceño fruncido, pero se apartó para dejar que me levantara.
—Te dije que los lobos rondaban cada vez más cerca de nuestra casa y que a mi padre no le hacía ninguna gracia. ¿A qué estabas esperando? —me espetó Isabel en cuanto crucé el umbral tras ella.
Alcé las cejas.
—¿Qué? ¿Te refieres a lo que ha hecho tu padre hoy? ¿Cómo querías que lo evitara yo?
—Tú sabrás; para eso estás al mando. Ahora son tus lobos. No puedes quedarte aquí de brazos cruzados sin más.
—No pensé que tu padre fuera verdaderamente capaz de…
—Todo el mundo sabe que a mi padre le encanta pegar tiros a cualquier cosa que no pueda devolverle el disparo. ¡Pensé que harías algo!
—¿Cómo quieres que aleje a los lobos de vuestra finca? El lago los atrae porque allí hay mucha caza. No creía que el chalado de tu padre fuera a saltarse todas las normativas de caza para cumplir sus amenazas —dije en tono acusador, aunque sabía que era injusto por mi parte.
Isabel soltó una risa seca que sonó como un ladrido.
—Por favor, Sam, tú deberías saber mejor que nadie lo que es capaz de hacer mi padre. Y por cierto, ¿cuánto tiempo piensas seguir fingiendo que a Grace no le pasa nada?
Me quedé mirándola, perplejo.
—No pongas esos ojos de cordero, Sam. Llevas todo el día con ella, ¿y no te das cuenta de que parece una enferma terminal? Tiene una cara horrible, y huele exactamente igual que aquel lobo que encontramos muerto. ¿Qué está pasando aquí?
Me estremecí.
—No lo sé, Isabel —dije, dándome cuenta de lo cansada que sonaba mi voz—. Hoy hemos ido al ambulatorio, pero no hemos sacado nada en limpio.
—Bueno, pues entonces llévala al hospital.
—¿Y qué crees que harán allí? Aunque consiguiéramos que le hicieran algún análisis de sangre, ¿qué crees que encontrarían? Tengo entendido que la licantropía no aparece en los resultados de los análisis, y no hay ningún diagnóstico que cuadre con el síntoma «la paciente huele a lobo enfermo».
No tenía intención de sonar tan enfadado. De hecho, no estaba enfadado con Isabel, sino conmigo mismo.
—¿Entonces, qué? ¿Vas a quedarte parado esperando a que pase algo malo?
—¿Y qué quieres que haga? ¿Llevarla al hospital y exigir que la curen de una enfermedad que ni siquiera ha empezado de verdad, y que no aparece en los manuales médicos? ¿Piensas que no llevo preocupado por esto todo el día, toda la semana? Créeme, Isabel, me está matando no saber lo que le pasa. Pero no tengo forma de descubrirlo. No hay ninguna pista, ningún antecedente; no sé de nadie a quien le haya ocurrido lo mismo que a Grace. ¡Estoy dando palos de ciego, Isabel!
Isabel me miró a los ojos. Los suyos estaban enrojecidos tras la capa de maquillaje.
—Pues piensa. Anticípate a las cosas en lugar de reaccionar a ellas. Deberías estar averiguando qué mató a aquel lobo, en lugar de quedarte pasmado mirando a Grace. ¿Y en qué estabas pensando al decirle que podía quedarse aquí contigo? Sus padres me han dejado el buzón de voz lleno de mensajes, algunos tan furiosos que chamuscan las orejas. ¿Y si descubren dónde vives y aparecen aquí justo cuando Cole se esté transformando? Sería una forma estupenda de romper el hielo, ¿no crees? Y hablando de Cole… ¿no sabes quién es? ¿Se puede saber en qué estás pensando, Sam? ¿Se puede saber a qué esperas?
Me di la vuelta y entrelacé las manos a la altura de la nuca.
—Joder, Isabel, ¿qué quieres de mí?
—Quiero que crezcas de una vez —repuso con brusquedad—. ¿Pensabas que podrías trabajar toda la vida en esa librería y vivir con Grace en una burbuja? Beck se ha ido; ahora Beck eres tú. Empieza a actuar como un adulto o acabarás perdiéndolo todo. ¿De verdad crees que mi padre va a parar con este lobo? Porque si lo crees, te pido asegurar que no es así, ni mucho menos. ¿Y qué crees que pasará cuando la gente averigüe dónde está Cole? ¿Y cuando lo que mató a aquel lobo empiece a ocurrirle de verdad a Grace? Mira: tengo entendido que ayer te fuiste tranquilamente a un estudio de grabación y, la verdad, no me lo puedo creer.
Me di la vuelta para mirarla: tenía los brazos cruzados y la mandíbula apretada. Me dieron ganas de preguntarle si estaba diciéndome todo aquello porque no podía soportar que le ocurriera a otra persona lo mismo que le había pasado a su hermano Jack en aquella misma casa. O si lo hacía porque yo había sobrevivido y Jack no. Aunque tal vez lo hiciera porque se había convertido en una más de nosotros, porque su vida se había unido inextricablemente a las nuestras.
En última instancia, no importaba: sabía que tenía razón.
Cole
Levanté la cabeza al oír a Isabel alzar la voz en la cocina. Grace y yo intercambiamos una mirada. Ella se levantó y vino a sentarse junto a mi, con un vaso de agua y unas cuantas pastillas en la mano. Se tragó las pastillas y dejó el vaso sobre la mesa; todo parecía costarle un gran esfuerzo, pero no dije nada porque no me pareció que le apeteciera hablar. Tenía las ojeras violáceas y las mejillas enrojecidas por la fiebre. Parecía agotada.
Sam elevó el tono también. La tensión empezaba a extenderse por el ambiente como alambre de espino.
—No puedo creerme todo esto —dije.
—Cole, ¿qué crees que pasará cuando la gente descubra que estás aquí? ¿Te importa que te lo pregunte?
Su tono era tranquilo y sincero, sin sombra de reproche ni condena.
—No lo sé —respondí negando con la cabeza—. Supongo que a mi familia le dará igual: me dieron por perdido hace mucho. Pero a los periodistas sí que les interesará.
Me vinieron a la cabeza las niñas que me habían hecho fotos con sus móviles.
—Sí, a los medios les entusiasmará —concluí—. Atraerá mucha atención sobre Mercy Falls.
Grace suspiró y se apoyó una mano en el estómago, con tanto cuidado como si temiera rasgarse la piel. Parecía empeorar por momentos.
—Y tú, ¿quieres que te encuentren? —preguntó.
La miré con una ceja alzada.
—Ah —dijo con aire pensativo—, supongo que Beck pensó que pasarías más tiempo en forma de lobo.
—Beck solo pensó que me iba a suicidar —repuse—. No creo que tuviera nada más en cuenta. Estaba intentando salvarme.
En la otra habitación, Sam dijo algo que no pude entender. Sin embargo, la respuesta de Isabel se oyó perfectamente:
—Grace y tú os lo contáis todo, ¿no? ¿Por qué no habéis hablado de eso?
Por la forma en que lo dijo, me dio la impresión de que le atraía Sam, y me sorprendió la dentellada de inquietud que sentí al pensarlo.
Grace se limitó a mirarme. Aunque tenía que haberlo oído, no mostró ninguna reacción.
Isabel y Sam entraron en el cuarto de estar, Sam con las orejas gachas e Isabel con aspecto de frustración. Sam se acercó a la silla donde estaba Grace y le colocó una mano en el cuello; era un gesto sencillo que no transmitía posesión, sino conexión. Isabel se quedó mirando fijamente aquella mano, y creo que yo también.
Parpadeé, y en el instante que pasé con los ojos cerrados vi a Victor. Ya no aguantaba más.
—Me voy a la cama —anuncié.
Isabel y Sam volvieron a mirarse, como si siguieran discutiendo sin palabras, y después Isabel dijo:
—Me marcho. Grace, creo que Rachel les contó a tus padres que estabas en mi casa. Yo se lo confirmé, pero sé que no me creyeron. ¿De verdad vas a quedarte aquí esta noche?
Grace alargó una mano para agarrar la muñeca de Sam.
—Ya veo que soy la única persona responsable de esta casa —dijo Isabel con rabia—. Qué irónico: me he convertido en la voz de la razón a la que nadie escucha.
Se dio la vuelta y salió con un portazo. Al cabo de un segundo, eché a andar tras ella y la alcancé junto a la puerta de su todoterreno blanco. El frío de la noche me quemaba en la garganta.
—¿Qué? —exclamó al verme—. ¿Qué narices quieres ahora, Cole?
Aún me duraba la inquietud punzante que me había invadido al oírla hablar con Sam.
—¿Por qué le estás haciendo esto?
—¿A Sam? Porque lo necesita. Parece que soy la única dispuesta a ponerle las cosas claras.
Se quedó inmóvil, con aire furioso; ahora que la había visto llorar en su habitación, me resultó fácil ver las mismas emociones burbujeando en su interior. Pero Isabel casi nunca las dejaba salir.
—¿Y quién te pone las cosas claras a ti, Isabel?
Ella me miró fijamente.
—Créeme: no paro de hacerlo yo misma.
—Te creo.
Por un segundo creí que iba a echarse a llorar otra vez, pero en vez de hacerlo se sentó en el asiento del conductor, cerró de golpe y metió la marcha atrás sin mirarme en ningún momento. Me quedé observando cómo se alejaba el coche.
El viento parecía tironearme de la piel, pero no tenía fuerza suficiente para despojarme de ella.
Todo se había torcido, todo iba mal, y ser incapaz de transformarme hubiera debido ser el fin del mundo. Pero por una vez, me alegré de no desaparecer.