CAPÍTULO CUARENTA Y CUATRO

Sam

Hojas

Era la segunda tumba que cavaba aquel año, y tenía la sensación de que ya eran demasiadas.

Saqué la pala del garaje y me turné con Cole para abrir un agujero en la tierra medio congelada. No sabía qué decirle. Tenia la boca tan llena de las palabras que debería haberle dicho a Tom Culpeper, que cuando intenté encontrar alguna para Cole vi que no me quedaba ninguna.

Le había pedido a Grace que nos esperase dentro, pero ella insistió en acompañarnos y se quedó mirándonos desde los árboles, con los brazos firmemente cruzados y los ojos enrojecidos.

Había escogido aquel claro del bosque por lo bonito que se ponía en verano: siempre que soplaba el viento, las hojas de los árboles de alrededor se volteaban para revelar su dorso blanco. Pero al llegar allí me di cuenta de que en aquella época del año estaba igualmente espectacular; era yo el que no había podido apreciarlo hasta entonces. Mientras cavábamos, la tarde transformó el bosque, proyectando cintas de luz cálida en la hierba y tiñendo nuestros cuerpos de sombras azuladas. Todo eran masas de color amarillo y añil: un cuadro impresionista de tres adolescentes cavando una tumba al atardecer.

Cole ya no era el mismo. Cuando le pasé la pala, nuestros ojos se encontraron y por primera vez no vi vacío en ellos. Estaban llenos de dolor, de culpa… y de algo más. De una persona. De Cole.

Finalmente, Cole.

El cuerpo de Victor yacía envuelto en una sábana a unos metros de nosotros. Mientras cavaba, una canción empezó a formarse en mi mente.

Zarpaste hacia una isla desierta,

perdiste el rumbo en la tormenta.

Ahora vagas por aguas profundas,

lejos, muy lejos de aquí.

Grace me miró como si supiera lo que estaba pensando. Al verla me di cuenta de que aquellos versos también podrían referirse a ella, así que los aparté de mi mente. Cavar, esperar mi turno para volver a hacerlo mientras caía la tarde: solo quería pensar en eso.

Cuando la tumba ya era bastante profunda, Cole y yo nos miramos, vacilantes. Con el rabillo del ojo podía ver el vientre desgarrado de Victor, el disparo que lo había matado. Al final, había muerto en un cuerpo que no era el suyo.

Culpeper podría haber sacado perfectamente a Beck o a Paul del maletero de su coche. El invierno anterior, podría haber sacado mi cuerpo. De hecho, había estado a punto de hacerlo.

Grace

Cole no era capaz.

Estaba junto a Sam, observando el cuerpo que yacía junto a la tumba, y claramente no era capaz de aceptarlo. Aparentaba estar tranquilo, pero su respiración era tan agitada que se tambaleaba cada vez que soltaba el aire.

Conocía bien la sensación.

—Cole —dije.

Tanto Sam como él giraron la cabeza hacia mí. Tuvieron que bajar la mirada, porque estaba tan cansada que había acabado por sentarme sobre la hojarasca.

—¿Por qué no dices algo? —sugerí señalando a Victor.

Sam se quedó mirándome fijamente, sorprendido. Quizás hubiera olvidado que yo también había tenido que decirle adiós a él. Sabía lo que se sentía.

Cole miró al vacío. Se llevó los nudillos a la frente y tragó saliva.

—No puedo. Yo… —se detuvo porque le temblaba la voz, y su nuez se movió al dejar pasar la saliva.

Se lo estábamos poniendo aún más difícil. Le estábamos forzando a luchar contra la pena y las lágrimas.

—Podemos irnos, si quieres —dijo Sam dándose cuenta.

—No lo hagáis. Por favor.

Su rostro seguía seco. Por el mío, sin embargo, se deslizó una lágrima, fría al contacto con mi piel caliente.

Sam esperó un rato a que Cole di jera algo, y al ver que no lo hacia recitó un poema con voz baja y solemne: «A lo sonoro llega la muerte, como mi zapato sin pie, como un traje sin hombre…» Cole se quedó completamente inmóvil mientras Sam hablaba. Ni siquiera parecía respirar.

Al acabar, Sam se acercó a él y le posó una mano en el hombro

—Esto no es Victor: solo es algo que Victor habitó durante un tiempo. Ya no.

Los dos se quedaron mirando el cuerpo del lobo, rígido, pequeño y vencido por la muerte.

Cole se dejó caer de rodillas.

Cole

Tenía que mirarle a los ojos.

Retiré la sábana que lo cubría para que nada se interpusiera entre sus ojos y los míos. Los suyos estaban vacíos y distantes: no eran más que un recuerdo de lo que habían sido.

El frío sacudió mis hombros como si me amenazara con lo que podía hacerme cuando se le antojara, pero aparté aquel pensamiento de mi cabeza. Miré los ojos de Victor y traté de olvidarme del rostro de lobo que los rodeaba.

Recordé el día en que le había preguntado si quería montar un grupo conmigo. Estábamos en su habitación, ocupada por una cama normal y una batería monumental, y Victor tocaba un solo. Las paredes retumbaban tanto que daba la impresión de que estaban sonando tres baterías a la vez. Las chinchetas de los pósters se estremecían, el despertador avanzaba a saltitos hacia el borde de la mesilla de noche. Los ojos de Victor tenían un brillo maníaco, y cada vez que golpeaba el bombo me hacía una mueca de loco.

Apenas pude oír el grito de Angie desde la habitación contigua:

—¡Vic, me estás perforando los tímpanos! ¡Cole, cierra la puerta de una vez!

—Suena de vicio —le dije a Victor mientras hacía lo que su hermana me había pedido.

Victor me lanzó una de sus baquetas, y tuve que estirarme para cogerla. Después me puse a aporrear el chaston.

—¡Victooor! —chilló Angie.

—¡Mis manos son mágicas! —gritó él por toda respuesta

—¡Algún día, la gente pagará por verle en acción! —añadí yo.

Victor me sonrió y empezó a tocar un ritmo rápido con una sola baqueta y el bombo.

Yo volví a aporrear el platillo para fastidiar a Angie y luego miré a Victor fijamente.

—¿Qué? —preguntó él sin dejar de tocar, golpeando de vez en cuando la baqueta que sostenía yo en la mano.

—¿Estás listo o no?

Victor se quedó inmóvil, con los ojos fijos en mí.

—¿Para qué? —preguntó.

—Para NARKOTIKA.

Ahora, bajo aquel viento helado, con el sol a punto de ponerse, alargué una mano para tocar el pelaje de su lomo y dije con voz solemne y temblorosa:

—Vine aquí para escaparme. Vine aquí para olvidarme de todo. Pensé… pensé que no tenía nada que perder.

El lobo siguió inerte, empequeñecido, oscuro a la luz vacilante del ocaso. Muerto. No podía dejar de mirarle a los ojos; no podía olvidar que aquello era algo más que un lobo. Era Victor.

—Y funcionó, Victor —continué, sacudiendo la cabeza—. Tú también te diste cuenta, ¿verdad? Cuando eres lobo, todo desaparece. Eso es lo que yo quería. Es increíble; es la nada absoluta. Si ahora me convirtiera en lobo para siempre, olvidaría todo lo que ha ocurrido. Sería como si nunca hubiera pasado. Tu muerte dejaría de importarme, porque ni siquiera recordaría quién eras.

Vi de soslayo cómo Sam apartaba la mirada. Cerré los ojos.

—Todo este… dolor. Esta…

La voz volvía a fallarme peligrosamente, pero no pensaba parar hasta haber dicho lo que tenía que decir.

—Esta culpa que siento, Victor. Por lo que te he hecho, por lo que te llevo haciendo desde hace muchos años. Este dolor… desaparecería —me interrumpí para pasarme la mano por la cara; mi voz era un susurro casi inaudible—. Pero eso es lo que hago siempre, ¿verdad, Vic? Joderlo todo y luego desaparecer.

Alargué una mano para tocar la zarpa del lobo. Estaba áspera y fría.

—Eras el mejor, Vic —dije, sin poder evitar que se me quebrara la voz—. Tus manos eran mágicas.

Ya no volvería a tener manos nunca más.

La siguiente parte no la dije en voz alta:

«Se acabó, Victor. Estoy harto de huir. Siento que tuviera que ocurrir esto para darme cuenta».

Y entonces vi algo por el rabillo del ojo, unas sombras en la oscuridad.

Lobos.

Como humano, nunca había visto tantos: asomaban por todos los huecos que se abrían entre los árboles. ¿Habría diez? ¿Doce? Estaban tan cerca que por un momento creí que eran una alucinación.

Pero Grace también los estaba mirando.

—Sam —musitó—. Es Beck.

—Lo sé.

Los tres nos quedamos inmóviles, esperando a que los lobos se acercaran más. Acuclillado junto a Victor, me di cuenta de que sus miradas significaban algo distinto para cada uno de nosotros. Para Sam eran el pasado. Para mí, el presente. Para Grace, lo que nunca había llegado a ocurrir.

—¿Habrán venido por Victor? —preguntó Sam en un susurro.

Nadie le respondió.

Me di cuenta de que todos estábamos velando el cadáver de Victor, aunque yo era el único que había conocido al Victor de verdad.

Los lobos se quedaron donde estaban, espectros en la noche incipiente. Finalmente, Sam se volvió hacia mí.

—¿Estás preparado?

No lo estaba, pero cubrí el rostro de Victor con la sábana. Sam y yo lo levantamos a pulso —parecía tan ligero como una pluma— y lo metimos con cuidado en la fosa, bajo la atenta mirada de Grace y del resto de la manada.

El bosque estaba sumido en un silencio absoluto.

Grace se levantó tambaleándose un poco y se llevó una mano al estómago.

Y entonces, uno de los lobos empezó a aullar. Era un sonido aterciopelado, triste, más humano de lo que habría creído posible.

Uno a uno, los demás lobos sumaron sus voces a la primera. Mientras la noche se hacía cada vez más oscura, el canto se expandió hasta inundar todos los recodos y las grietas del bosque. En el fondo de mi mente despertó un recuerdo de lobo: yo, alzando la cabeza hacia el cielo para llamar a la primavera.

Aquella canción desolada hizo que la realidad de Victor en el fondo de la tumba me golpeara al fin con todo su peso. Cuando oculté la cara entre las manos, me di cuenta de que tenía las mejillas húmedas.

Al apartarlas vi que Sam se aproximaba a Grace y la agarraba para que no se cayera.

La estrechó con fuerza, como si quisiera negar la certeza de que al final todos tendríamos que marcharnos.