CAPÍTULO CUARENTA Y DOS
Sam
El principio y el final del día más largo de mi vida: la imagen de Grace con los ojos cerrados.
Cuando me desperté a la mañana siguiente, Grace no estaba entre mis brazos sino estirada a todo lo ancho de la cama. Apenas me dejaba moverme. Levanté la cabeza y miré alrededor: estábamos bañados en luz, enmarcados perfectamente por los rayos de sol que entraban por la ventana. El día había avanzado mientras dormíamos. Hacía una eternidad que no dormía tan bien, desconectado del mundo y ajeno a la luz del sol.
Me apoyé sobre un codo para incorporarme un poco y miré a Grace con una sensación extraña, como si el peso de miles de días por vivir se acumulara sobre mí. Ella murmuró algo, empezando a despertar. Cuando giró la cabeza hacia mi, vi una sombra roja en su cara; antes de que pudiera examinarla, Grace se la limpió con el antebrazo.
—Vaya —dijo, abriendo los ojos para mirarse la muñeca.
—¿Necesitas un pañuelo?
Grace gruñó.
—Ya lo cojo yo.
—No me cuesta nada —dije—. Ya estoy levantado.
—No lo estás.
—Que sí. Mira, estoy apoyado en un codo. Eso quiere decir que estoy mil veces más levantado que tú.
Normalmente, llegados a este punto me habría inclinado para darle un beso, hacerle cosquillas, pasarle la mano por el muslo o apoyar la cabeza en su barriga, pero ese día tenía miedo de romperla.
Grace me miró como si aquella falta de contacto le pareciera sospechosa.
—También puedo limpiarme la nariz en tu camiseta.
—¡Voy! —exclamé levantándome de un salto.
Cuando volví, Grace tenía el pelo caído en la cara y no pude distinguir su expresión.
Sin decir nada, se limpió el brazo con el pañuelo de papel y lo estrujó rápidamente; aun así, me di cuenta de que estaba manchado de sangre.
Me quedé sin aire.
—Creo que deberíamos ir al hospital —dije ofreciéndole dos o tres pañuelos más.
—Los médicos no sirven para nada.
Se pasó un pañuelo por la nariz, pero ya no le sangraba.
—De todas formas, me gustaría ir —dije; necesitaba algo que aliviara la presión de mi pecho.
—Odio a los médicos.
—Lo sé.
Era cierto: se lo había oído decir muchas veces. En realidad, siempre me había dado la impresión de que Grace no odiaba realmente a los médicos, sino que le parecían una pérdida de tiempo. Era como si tuviera fobia a las salas de espera.
—¿Por qué no vamos al ambulatorio? —propuse—. Allí atienden enseguida.
Grace puso mala cara, pero se encogió de hombros.
—Está bien.
—Gracias —contesté aliviado.
Grace se derrumbó de nuevo sobre la almohada y cerró los ojos.
—No creo que me digan nada útil.
Pensé que probablemente tuviera razón. ¿Pero qué otra cosa podíamos hacer?
Grace
Una parte de mí quería ir al médico por si servía de algo. Pero la mayor parte de mí tenía miedo de ir por si no servia de nada. Si los médicos fallaban, ¿a quién podría acudir?
La sensación de irrealidad que tenía desde que me había despertado aumentó al llegar al ambulatorio. Era la primera vez que entraba allí, pero Sam parecía conocer bastante bien el lugar. Las paredes eran de un color verdoso como el del agua estancada, y la sala de reconocimiento tenía un mural en el que aparecían cuatro oreas deformes retozando entre las verdes olas del mar. El médico y la enfermera me hicieron decenas de preguntas, mientras Sam metía y sacaba las manos de los bolsillos una y otra vez. Cuando le miré con ojos asesinos, dejó de hacerlo un rato y luego empezó a chasquear los nudillos.
Le conté al médico que sentía como si me flotara la cabeza, y mi nariz tuvo el detalle de mostrarle a la enfermera cómo sangraba. Los dos pusieron una cara un poco rara cuando describí mis dolores de estómago, y se quedaron perplejos cuando les pedí que me olfatearan la piel (el médico lo hizo, a pesar de todo).
Noventa y cinco minutos después de nuestra llegada, salí con una receta de antihistamínicos, la indicación de que me comprara un suplemento de hierro y un vaporizador salino para la nariz, y un sermón sobre los efectos de la falta de sueño en los adolescentes. Ah, y Sam salió con sesenta dólares menos en el bolsillo.
—Qué, ¿estás más tranquilo? —le pregunté mientras me abría la puerta del Volkswagen.
Parecía un pájaro encorvado para protegerse de los últimos coletazos del frío, una silueta negra y flaca sobre el fondo de nubes grises. El cielo estaba tan encapotado que no se sabía si el día estaba empezando o terminando.
—Si —dijo; seguía dándosele mal mentir.
—Estupendo —concluí.
Yo seguía mintiendo con facilidad.
Y lo que me crecía por dentro seguía gruñendo, retorciéndose, doliendo.
Sam propuso ir a Kenny’s para tomar algo. Mientras yo removía mi café sin decidirme a beberlo, el móvil de Sam sonó, y él le echó un vistazo y lo giró para mostrarme la pantalla: era el número de Rachel. Sam se reclinó para pasármelo; me había rodeado el cuello con un brazo, en una postura muy cariñosa pero bastante incómoda, y apenas podía moverme. Abrí el teléfono.
—Hola.
—Joder, Grace, ¿te has vuelto loca?
El estómago me dio un salto.
—Has hablado con mis padres, ¿no?
—Llamaron a mi casa y no sé a la de cuánta gente más; han debido de llamar hasta a la reina de la tundra. Querían saber si estabas conmigo, porque parece ser que no has pasado la noche en casa y encima no coges el móvil y estaban empezando a preocuparse un poco y, la verdad, qué quieres que te diga, ¡todo esto me pone ligeramente nerviosa!
Me presionó la frente con una mano y apoyé el codo en la mesa. Sam miraba educadamente hacia otro lado como si no se enterara de nada, aunque tenía que estar oyendo perfectamente la voz de Rachel.
—Lo siento mucho. ¿Qué les has dicho?
—¡Ya sabes que no se me da bien mentir, Grace! ¡No podía decirles que estabas en mi casa!
—Sí, lo sé.
—Así que les dije que estabas en la de Isabel.
—¿Cómo?
—¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Decirles que estabas en casa del chico misterioso y conseguir que os mataran a los dos?
—Acabarán por descubrirlo tarde o temprano —repliqué, en un tono más beligerante de lo que me proponía.
—¿Cómo dices? ¿Es que…? Grace Brisbane, no me digas que no piensas volver a casa. Dime que te has escapado solo porque estabas enfadada con ellos y se te fue la olla. O incluso que lo has hecho porque no podías pasar ni una noche más sin los portentosos encantos del chico misterioso. ¡Pero no me digas que te has marchado para siempre!
Sam hizo una mueca involuntaria al oír lo de sus «portentosos encantos».
—No sé qué voy a hacer, Rachel —contesté—. Aún no lo he decidido. Pero no, la verdad es que no tengo ganas de volver por ahora. Mi madre tuvo la amabilidad de comunicarme que lo mío con Sam no es más que un lío adolescente, y que tengo que aprender la diferencia entre el amor y el deseo. Y ayer por la noche, mi padre me prohibió volver a verle hasta que sea mayor de edad.
Sam dio un respingo: no le había contado aquella parte.
—Ostras —dijo Rachel—. Nunca dejará de sorprenderme lo cortos que pueden ser algunos padres. Especialmente porque el chico misterioso es… Bueno, el chico misterioso es increíble, como podría ver cualquiera con ojos en la cara. En fin, ¿qué quieres que haga? ¿Vas a quedarte…? Uf, ¿qué va a pasar, Grace?
—Pues que al final me cansaré de tener solo dos camisetas y tendré que ir a casa a buscar más, y entonces hablaré con ellos. Pero hasta entonces, no… No quiero dirigirles la palabra.
Me sentí un poco rara al decir eso. Si, estaba furiosa con padres por lo que me habían dicho; pero me daba cuenta de que aquello, por sí solo, no era suficiente para justificar que me marchara de casa. Más bien había sido la gota que había colmado el vaso. Mi huida era una forma de hacer oficial la distancia emocional que había entre ellos y yo: desde que tenía diez anos, había pasado muchos días sola en casa de la mañana a la noche.
—Ostras —repitió Rachel; era su palabra favorita cuando no sabía qué decir.
—Estoy harta, ¿sabes?
Me sorprendió descubrir que me temblaba un poco la voz, y deseé que Sam no se hubiera dado cuenta. Traté de recomponerme antes de añadir:
—No pienso seguir fingiendo que somos una familia feliz. Voy a empezar a pensar en mí por primera vez en mi vida.
Por alguna razón, al decir aquello me invadió una sensación de solemnidad, como si estuviera en un momento crucial de mi existencia. Sentada en uno de los asientos desgastados de Kenny’s, mirando el reflejo deformado de Sam y yo en el servilletero, me sentí como una isla flotante que se alejara poco a poco de la orilla. Me di cuenta de que mi cerebro estaba almacenando minuciosamente todos los detalles de aquella escena: la iluminación desvaída, el borde desconchado de los platos, la taza de café que tenía ante mí, los colores neutros de las camisetas que llevaba Sam sobrepuestas.
—Ostras —susurró Rachel, y luego hizo una larga pausa—. Grace, si de verdad vas en serio con esto… Ten cuidado, ¿vale? Quiero decir que no… no le hagas daño al chico misterioso. Me da la impresión de que esto va a ser una de esas guerras que dejan un montón de muertos y devastan ciudades enteras.
—Créeme, Rachel: si hay algo que estoy decidida a conservar en todo este asunto, es el chico misterioso.
Rachel soltó un suspiro exagerado.
—Vale. Bueno, ya sabes que estoy dispuesta a hacer cualquier cosa por ti. Pero por ahora, tal vez tengas que darle un toque a Isabel-la-de-las-afiladas-punteras para que sepa lo que está pasando.
—Gracias —contesté, y Sam apoyó su cabeza en mi hombro como si de repente se sintiera tan agotado como yo—. Mañana nos vemos, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Cuídate.
Rachel colgó, y yo volví a guardar el teléfono en el bolsillo de Sam antes de pegar mi cabeza a la suya. Cerré los ojos y por un momento me permití respirar el aroma de su pelo y fingir que ya estábamos de vuelta en casa de Beck. Lo único que quería era acurrucarme junto a él y dormir sin tener que preocuparme por mis padres, ni por Cole, ni por el hedor dulzón y agrio que estaba empezando a florecer en mi piel otra vez.
—Despierta, Grace —murmuró Sam.
—No estoy dormida.
Sam levantó la cabeza, me observó y luego desvió la mirada hacia mi café.
—Ni siquiera has tocado tu dosis de energía líquida.
Sin esperar a mi respuesta, sacó un par de billetes de la cartera y los deslizó debajo de la taza. Estaba pálido y ojeroso, y de repente sentí una oleada de culpabilidad. Estaba complicándole mucho las cosas.
Un hormigueo me recorrió la piel, y el sabor metálico volvió a inundarme la boca.
—¿Nos vamos a casa? —propuse.
Sam no me preguntó a qué casa me refería: en aquel momento, esa palabra solo podía referirse a un lugar.