CAPÍTULO CUARENTA Y UNO

Sam

Hojas

Cuando no estaba Grace, me convertía en un animal nocturno. Estuve un rato cazando hormigas a la luz mortecina de la cocina, y cuando tuve casi veinte metidas en un vaso, las liberé en el patio. Cogí la polvorienta guitarra de Paul de la repisa de la chimenea y la afiné: primero de forma normal, después bajando la sexta a Re, después en una afinación folk llamada DADGAD, luego otra vez normal. Bajé al sótano, rebusqué entre los libros de ensayo hasta encontrar uno sobre impuestos, otro sobre estrategias para hacer amigos y otro sobre meditación, y los coloqué en la pila de libros que no pensaba leer nunca. Luego subí al piso de arriba, fui al cuarto de baño, me senté en el suelo y empecé a experimentar distintas tácticas para cortarme las uñas de los pies. Si trataba de atrapar con la mano libre los trozos de uña que salían volando, solo atinaba la mitad de las veces; si dejaba que aterrizaran donde quisieran para recogerlos luego, solo encontraba la mitad. Así que era una batalla perdida: tenía un cincuenta por ciento de bajas hiciera lo que hiciera.

Cuando estaba en mitad del experimento, empecé a oír los aullidos de los lobos. Parecían estar debajo de la ventana del dormitorio de Beck. Sus canciones me sonaban distintas dependiendo de mi estado de ánimo: podían ser resonantes y hermosas, como si la manada fuera un coro envuelto en gruesos pelajes y olor a bosque. Otras veces eran sinfonías solitarias y fantasmales, notas que caían en cascada para sumergirse en la oscuridad de la noche. Otras eran himnos alegres que cantaban con gozo a la luna.

Aquella noche solo se oía una cacofonía de aullidos que competían por llamar la atención, con ladridos intercalados. Una manada discordante. Una manada dispersa. Normalmente, los lobos solo aullaban así en las noches en que Beck o Paul eran humanos. Pero aquella noche tenían a sus dos líderes. El único que faltaba era yo.

Me levanté y me dirigí a la habitación de Beck, sintiendo el tacto frío de las baldosas en las plantas de los pies. Tras dudar unos instantes, descorrí el pestillo de la ventana y la abrí. La ráfaga de aire helado no me produjo ningún efecto. Ahora era simplemente humano; ahora solo era Sam.

Los aullidos de los lobos me rodearon.

«¿Me echáis de menos?», pensé.

Los lamentos continuaron, más una protesta que un canto.

«Yo si os extraño».

Y entonces, con una vaga sensación de sorpresa, me di cuenta de que eso era todo. Añoraba su compañía, pero no ser un lobo. Aquel chico que se apoyaba en el marco de la ventana colmado de recuerdos humanos, de miedos y esperanzas, aquel chico que se haría viejo, era yo. Y no quería perderlo. No echaba de menos estar aullando entre ellos; aquella sensación no podía compararse con la de rasguear mi guitarra. Sus canciones eran estremecedoras, pero nunca serían tan triunfantes como el sonido de mi voz al pronunciar el nombre de Grace.

—¡Aquí hay gente que está intentando dormir! —grité hacia la oscuridad, que engulló mi mentira.

La noche pareció congelarse en un silencio oscuro. No se oían pájaros ni crujidos de hojas. Solo el distante siseo de un coche rodando por una carretera lejana.

—¡Aúuuuuuuuuu! —canté desde la ventana para invocar a mi manada, sintiéndome un poco ridículo.

Una pausa. Lo suficientemente larga para darme cuenta de lo mucho que deseaba que me necesitaran.

Y entonces volvieron los aullidos, tan potentes como antes. Pero ahora las voces se superponían y se combinaban en una armonía nueva, un propósito común.

Sonreí.

Una voz conocida sonó detrás de mí y me sobresaltó; a punto estuve de agujerear la mosquitera con la mano.

—Pensaba que tenías los sentidos de un lobo. ¿Tú no eras capaz de oír un alfiler cayendo al suelo a un kilómetro de distancia?

Era Grace. La voz de Grace.

Volví la cabeza y la vi en el umbral, con una mochila colgada al hombro. Su sonrisa era… tímida.

—Y resulta que te he pillado desprevenido mientras estabas… ¿qué estabas haciendo exactamente? —bromeó.

Cerré la ventana y giré sobre mis talones, desconcertado Grace estaba allí, en la puerta del dormitorio de Beck. Grace que en aquel momento tendría que estar en su cama, en su casa. Grace que se apoderaba de mis pensamientos cuando no podía soñar. Pero en el fondo, no estaba sorprendido. ¿Acaso no sabía desde el principio que acabaría apareciendo allí? ¿Acaso no había estado esperando encontrarla en mi puerta?

Finalmente, recuperé el control de mi cuerpo y me acerqué a ella. Hubiera podido besarla, pero en vez de hacerlo alargué la mano hacia la correa de su mochila y recorrí su superficie rugosa con el pulgar. La presencia de aquella mochila respondía una de las preguntas que tenía en la cabeza. El rastro del lobo muerto que se adivinaba en su aliento respondía otra de aquellas preguntas. Aún quedaban muchas más. Por ejemplo: «¿Sabes lo que pasará cuando tus padres se enteren?», o «¿Sabes que esto va a cambiarlo todo?», o «¿Te da igual lo que tus padres piensen de ti, lo que piensen de mí?». Pero la presencia de Grace las respondía a todas afirmativamente. Grace no habría puesto un pie fuera de su dormitorio sin pensar en todo aquello.

De modo que solo me quedaba una pregunta por hacerle:

—¿Estás segura?

Ella asintió.

Y con algo tan simple como eso, todo cambió.

Tiré suavemente de la correa de la mochila y suspiré.

—Ay, Grace.

—¿Estás enfadado?

Le agarré las manos y empecé a balancearlas, como si bailáramos sin mover los pies. Mi mente era un revoltijo de citas de Rilke («Tú que nunca llegaste hasta mis brazos, amada que perdí desde el principio…»), de la voz de su padre («Te aseguro que me estoy conteniendo para no decir algo de lo que pueda arrepentirme») y de aquella figura hecha de añoranza solidificada, aquella presencia que por fin tenía entre las manos.

—Estoy asustado —repuse.

Pero al mismo tiempo, pude sentir cómo una sonrisa se abría paso en mi rostro. Y cuando Grace la vio, de su cara desapareció una nube de ansiedad que yo ni siquiera había percibido antes, dejando un cielo despejado y, finalmente, el sol.

—Hola —le dije, y la abracé.

Ahora que la tenía entre los brazos, la añoraba casi más que cuando estaba lejos de mí.

Grace

Me sentía lenta y adormilada, como si todo aquello fuera un sueño.

Me daba la impresión de que había entrado en la vida de otra persona, de una chica que se escapaba a la casa de su novio. Aquella no era Grace, la jovencita responsable que siempre entregaba en plazo los trabajos, que no salía de fiesta, que jamás traspasaba los límites. Y sin embargo allí estaba yo, metida en el cuerpo de aquella chica rebelde, colocando cuidadosamente mi cepillo de dientes junto al cepillo rojo de Sam como si aquel fuera mi hogar. Como si fuera a quedarme allí una temporada. Me escocían los ojos de cansancio, pero mi cerebro seguía runruneando, completamente despierto.

El dolor se había calmado. Sabía que sólo estaba escondido, apaciguado temporalmente por la cercanía de Sam, pero agradecí ese respiro.

Sobre el suelo del baño, junto al váter había un recorte se uña. Aquella visión, en apariencia tan vulgar, me acabó de convencer de que estaba en el cuarto de baño de Sam, en su casa, de que iba a pasar la noche con él en su habitación.

Mis padres iban a matarme. ¿Qué harían por la mañana cuando se dieran cuenta? ¿Llamar a mi móvil? ¿Escucharlo sonar desde el cajón cerrado con llave donde debían de haberlo metido? Podían incluso llamar a la policía: como había dicho mi padre, yo aún era menor de edad.

Cerré los ojos y me imaginé al oficial Koenig llamando a la puerta, escoltado por mis padres. El estómago volvió a darme un vuelco.

Sam llamó suavemente a la puerta del baño, aunque no estaba cerrada.

—¿Te encuentras bien?

Abrí los ojos y lo vi de pie en el umbral. Se había puesto un pantalón de chándal y una camiseta con un dibujo de un pulpo, y de pronto me pareció que marcharme de casa había sido una magnífica idea

—Perfectamente.

—Estás preciosa con ese pijama —susurró, titubeando un poco como si se le hubiera escapado algo que no tenía intención decir.

Alargué una mano y se la posé en el pecho para sentir cómo se movía al ritmo de la respiración.

—Tú también estás muy guapo.

Sam frunció los labios en un gesto melancólico, me agarró la mano que tenía apoyada en su pecho y tiró de mí hasta salir del baño. Se detuvo un momento para apagar la luz y luego me condujo por el pasillo, posando suavemente sus pies descalzos en el suelo de madera.

La habitación solo estaba iluminada por la luz del pasillo y por el resplandor de la lámpara del porche. Apenas podía distinguir el brillo blanco del edredón pulcramente extendido sobre la cama. Sam me soltó la mano.

—En cuanto te metas en la cama, apago la luz del pasillo —dijo—. Así no te chocarás con nada.

Agachó la cabeza en un gesto tímido, y en ese momento supe que se sentía exactamente igual que yo: era como si acabáramos de conocernos otra vez, como si nunca nos hubiéramos besado ni hubiéramos pasado la noche juntos. Todo parecía nuevo, brillante, terrorífico.

Me metí en la cama y sentí el tacto fresco de las sábanas mientras me deslizaba hacia el lado de la pared. La luz del pasillo se apagó; oí un suspiro profundo y entrecortado y luego el crujido de la tarima bajo los pasos de Sam. El resplandor tenue que entraba por la ventana me permitió distinguir el contorno de sus hombros mientras se metía en la cama junto a mí.

Nos quedamos quietos un instante, sin tocarnos, como dos desconocidos, hasta que Sam se dio la vuelta y apoyó la cabeza en mi almohada.

Cuando me besó con labios suaves y cautelosos, fue como si la emoción de nuestro primer beso se sumara a la familiaridad de todos nuestros besos acumulados. Sentí los latidos de su corazón a través de la camiseta, un ritmo rápido que se aceleró aún más cuando entrelacé mis piernas con las suyas.

—No sé qué va a pasar —dijo en voz baja, tan cerca de mi cuello que su aliento hizo cosquillear mi piel.

—Yo tampoco —respondí, sintiendo una punzada en el estómago que tal vez se debiera a los nervios.

Los lobos seguían con su canto intermitente, aullidos cada vez más lejanos que crecían y luego se apagaban. A mi lado Sam estaba muy quieto.

—¿Lo echas de menos? —le pregunté.

—No —respondió sin ninguna vacilación.

Hizo una larga pausa antes de explicar su respuesta.

—Esto es lo que quiero —dijo, ahora en un tono mucho más dubitativo—. Quiero ser yo mismo. Quiero saber lo que hago, Quiero recordar. Quiero formar parte del mundo.

Pero estaba equivocado: siempre había formado parte de mi mundo, incluso cuando era un lobo que vivía en el bosque de detrás de mi casa.

Me di la vuelta rápidamente para limpiarme la nariz con un poco de papel que había cogido en el baño. No me hizo falta mirarlo para saber que estaría teñido de rojo.

Sam soltó un aliento vacilante y me abrazó. Luego enterró la cabeza en el hueco de mi hombro y me agarró con fuerza del pijama mientras respiraba mi aroma.

—Quédate conmigo, Grace —susurró—. Por favor, quédate conmigo.

Apoyé mis puños temblorosos en su pecho. Podía percibir el olor de mi propia piel, el aroma amargo que salía de mí, y supe que Sam también lo notaba. Cuando decía que me quedara con él, no se refería solo a aquella noche.

Sam

Acurrucada entre mis brazos,

vas de mariposa a crisálida,

perdiendo tus alas, heredando mi mal.

Te estás marchando

de mí.

Te estás marchando.