CAPÍTULO CUATRO

Grace

Hojas

Cuando Sam llegó a casa por la tarde después de cerrar la librería, yo estaba sentada a la mesa de la cocina preparando mis propósitos de año nuevo.

Había empezado a hacer propósitos de año nuevo cuando tenía nueve años. De niña, me sentaba en la cocina el día de Navidad bajo la luz amarillenta de la lámpara, abrigada con un jersey de cuello alto para protegerme de la corriente helada que entraba por la puerta del porche, y escribía mis objetivos para el año siguiente en un cuaderno de tapas negras que me había comprado especialmente para eso. Y luego, la Nochebuena siguiente, volvía a sentarme en el mismo lugar y abría el cuaderno por una nueva página para anotar lo que había conseguido en los doce meses anteriores. Las dos listas eran siempre idénticas.

Las navidades anteriores, sin embargo, no había escrito ningún propósito. Me había pasado todo el mes de diciembre conteniendo el impulso de asomarme a la puerta del porche para escrutar el bosque, intentando no pensar en los lobos ni en Sam. En esas condiciones, sentarme a la mesa de la cocina y hacer planes de futuro me parecía una broma cruel.

Pero ahora, con Sam a mi lado y un nuevo año por delante, el recuerdo de aquel cuaderno negro colocado en la estantería junto a los folletos de universidades empezó a obsesionarme. Incluso tuve pesadillas en las que me sentaba a la mesa de la cocina con un jersey de cuello alto, sueños en los que escribía propósitos y más propósitos sin llenar nunca la página.

Aquel día, mientras esperaba a Sam, no pude contenerme más. Cogí el diario de su estante y me dirigí a la cocina. Antes de sentarme, me tomé dos ibuprofenos más; los que me había dado la enfermera en el instituto me habían quitado el dolor de cabeza casi por completo, pero quería asegurarme de que no volviera a aparecer. Solo me había dado tiempo de encender la lámpara de tulipa que había encima de la mesa y afilar el lápiz cuando sonó el teléfono. Me levanté y me incliné sobre la encimera para cogerlo.

—¿Diga?

—Hola, Grace —me llevó unos segundos darme cuenta de que era la voz de mi padre. No estaba acostumbrada a oírla por el teléfono fijo y me sonó rara, metálica.

—¿Ha pasado algo? —pregunté.

—¿Qué? No, no ha pasado nada. Solo te llamaba para que supieras que tu madre y yo estamos en casa de Pat y Tina y volveremos sobre las nueve.

—Vaaale —respondí.

Ya lo sabía: mi madre me lo había dicho aquella mañana antes de separarnos, yo para ir al instituto y ella para ir a su estudio.

Mi padre hizo una pausa.

—¿Estás sola? —preguntó luego.

Así que ese era el verdadero motivo de su llamada. Por alguna razón, la pregunta me produjo un nudo en la garganta.

—No —dije—, ha venido Elvis Presley. ¿Quieres que te lo pase?

Mi padre no se dio por enterado de mi sarcasmo.

—¿Estás con Sam?

Sentí la tentación de decirle que sí solo por ver qué contestaba, pero en lugar de hacerlo le dije la verdad.

—No. Estoy empezando a hacer los deberes —respondí, con un tono involuntariamente defensivo.

Mis padres sabían que Sam y yo estábamos juntos —nunca habíamos querido ocultar nuestra relación—, pero no tenían ni idea de hasta qué punto. Sam se quedaba a dormir conmigo casi todas las noches sin que mis padres lo supieran. Ni siquiera sospechaban los planes que teníamos Sam y yo para el futuro: pensaban que nuestra relación era un rollo adolescente, ingenuo y con fecha de caducidad. No es que pensara ocultarles la verdad para siempre, pero por el momento su inconsciencia nos venía bastante bien.

—Bien —aprobó mi padre, claramente satisfecho de que su hija estuviera trabajando sola en casa como la chica buena que llevaba siendo toda la vida—. Así que piensas pasar una tarde tranquila, ¿eh?

Oí el ruido de la puerta principal al abrirse y los pasos de Sam en el recibidor.

—Sí —respondí, justo en el momento en que Sam entraba en el salón acarreando la funda de su guitarra.

—Perfecto. Bueno, nos vemos luego —dijo mi padre—. Que estudies bien.

Colgamos el teléfono al mismo tiempo. Observé cómo Sam se quitaba la chaqueta en silencio y se dirigía al despacho.

—Hola, guapo —le saludé cuando regresó guitarra en mano. Él me sonrió, pero sus ojos tenían una expresión alerta—. Pareces tenso.

Se sentó en el borde del sofá y pasó los dedos por las cuerdas de la guitarra en un acorde destemplado.

—Isabel ha venido hoy a la tienda —dijo.

—Ah. ¿Y qué quería?

—Comprar unos libros. Y decirme que había visto lobos en su finca.

Pensé inmediatamente en su padre y en la cacería de lobos que había organizado en los bosques contiguos a mi casa. Por la cara de preocupación de Sam, supe que sus pensamientos eran idénticos a los míos.

—Eso no es bueno.

—No —repuso Sam.

Sus dedos se movían inquietos sobre las cuerdas, deteniéndose de vez en cuando para formar casi inconscientemente acordes de una belleza triste.

—Tampoco es bueno lo del policía que ha venido a la tienda —añadió.

Dejé el bolígrafo en la mesa y me incliné hacia él.

—¿Un poli? ¿Qué quería?

Sam titubeó unos instantes.

—Vino por Olivia. Me preguntó si pienso que puede estar viviendo en el bosque.

—¿Qué? —exclamé sintiendo un hormigueo en la piel; era imposible que alguien lo hubiera adivinado. Imposible—. ¿Cómo puede saberlo?

—No, no se refería a que Olivia se haya convertido en loba. Más bien sospecha que se ha escondido en el bosque, y que nosotros la estamos ayudando con comida y esas cosas. Le dije que Olivia nunca me había parecido una persona muy campestre, y él me dio las gracias y se marchó.

—Uf.

Me recosté en la silla y pensé en lo que acababa de decirme. En realidad, lo raro era que no hubieran ido a interrogarle antes. Conmigo habían hablado poco después de la «fuga» de Olivia, pero tal vez no se hubieran dado cuenta hasta ahora de que Sam y yo estábamos juntos. Me encogí de hombros.

—Yo creo que ha sido pura rutina policial; no creo que tengamos por qué preocupamos —dije—. Al fin y al cabo, a Olivia le falta poco para volver, ¿no? ¿Cuánto crees que faltará para que los lobos nuevos empiecen a transformarse en humanos?

Sam se quedó pensativo un momento.

—Al principio oscilarán entre una cosa y otra; las primeras transformaciones son muy inestables. Todo depende del calor que haga. También varía dependiendo de las personas, y a veces mucho. Depende de la sensibilidad al frío que tenga cada uno: en un mismo día, algunas personas tienen que llevar tres capas de ropa para estar a gusto, mientras que otras van tranquilamente en manga corta. En este caso es lo mismo. Pero supongo que algunos pueden haber empezado a convertirse ya en humanos.

Me imaginé a Olivia corriendo por el bosque a toda velocidad bajo su nuevo aspecto de loba, antes de reparar en lo que acababa de decir Sam.

—¿En serio? ¿Ya? Entonces, ¿es posible que la haya visto alguien?

Sam negó con la cabeza.

—Aunque haya empezado a transformarse, con esta temperatura solo puede ser humana durante unos minutos. Dudo mucho que alguien haya podido verla. No es más que una… una especie de entrenamiento para lo que vendrá después.

Sam se quedó ensimismado, con la mirada perdida; pensé que tal vez estuviera recordando lo que había sentido él en sus primeras transformaciones. Un estremecimiento repentino me recorrió la espalda: siempre me inquietaba pensar en Sam y en sus padres. Me quedé mirándolo, con un nudo en el estómago que solo se deshizo cuando empezó a tocar la guitarra de nuevo.

Estuvo varios minutos rasgueando las cuerdas sin decir nada, y al cabo de un rato me convencí de que prefería estar callado y volví a mi lista de propósitos.

Sin embargo, no lograba concentrarme: mi mente no dejaba de dar vueltas a la imagen de un Sam niño oscilando entre la forma humana y la lobuna, mientras sus padres lo observaban con terror. Garabateé un cubo en una esquina de la página y le sombreé un lateral.

Finalmente, Sam dijo:

—¿Qué estás haciendo? Parece sospechosamente creativo.

—Solo un poco —le respondí, y me quedé mirándolo con una ceja levantada hasta que sonrió.

Sam rasgueó las cuerdas y empezó a cantar una letra improvisada:

¿Habrá olvidado Grace los números?

¿Se habrá entregado a las palabras?

—Eso ni siquiera rima —refunfuñé.

¿Habrá dejado atrás el álgebra

para escribir cuentos de hadas?

Hice una mueca.

—Para que lo sepas, «hadas» y «palabras» no riman. Y de todos modos, solo estoy escribiendo mis propósitos de año nuevo.

—Sí que riman —protestó él, avanzando para sentarse enfrente de mí. La guitarra resonó con un zumbido grave cuando la apoyó contra la mesa—. ¿Me dejas que los lea? Nunca he escrito propósitos de año nuevo. Quiero ver cómo se hace.

Agarró el cuaderno de tapas negras y examinó lo que yo había escrito el año anterior, con el ceño levemente fruncido.

—¿Y esto? —preguntó—. «Propósito número tres: escoger universidad». ¿Ya la has elegido?

Le quité el cuaderno y pasé rápidamente a una página en blanco.

—No pude; me distrajo un chico guapo que se convertía en lobo. Este es el primer año que no he cumplido todos mis propósitos, y ha sido por ti. Tengo que recuperar el ritmo.

Sam me miró con una sonrisa melancólica, arrastró la silla hacia atrás y apoyó la guitarra contra la pared. Después cogió un boli y una hoja de un bloc que había en la encimera, junto al teléfono.

—Vale. ¿Por qué no escribe cada uno una lista de propósitos?

Escribí en el cuaderno «Conseguir un trabajo». Él escribió en su hoja «Seguir disfrutando de mi trabajo». Yo escribí «Seguir enamorada para siempre». Él escribió «Seguir siendo humano».

—No necesito proponerme seguir enamorado para siempre; ya sé que voy a estarlo —dijo sin levantar la mirada de la hoja.

Me quedé mirando sus ojos, medio ocultos bajo las pestañas. Al cabo de un rato, alzó la mirada para encontrar la mía.

—¿Vas a volver a escribir «Elegir universidad»?

—¿Y tú? —le respondí, tratando de que mi tono sonara desenfadado.

Era una pregunta delicada: abría el camino para la primera conversación seria sobre lo que queríamos hacer de nuestra vida después del invierno, ahora que Sam podía llevar una vida de verdad. La universidad más próxima a Mercy Falls estaba en Duluth, a una hora de viaje, y todas las opciones que yo había considerado antes de conocer a Sam estaban más lejos aún.

—Yo pregunté primero.

—Ya —respondí, con un tono que sonó más frívolo que despreocupado.

Me incliné sobre el cuaderno y escribí «Elegir universidad» con una letra bastante más irregular que la del resto de la lista.

—Ahora te toca a ti —dije, sintiendo que mi corazón empezaba a retumbar con algo parecido al pánico.

En lugar de responder, Sam se levantó y se dirigió a la encimera. Me giré y vi cómo encendía la tetera eléctrica. Luego sacó dos tazas del armario que había encima del fregadero y, por alguna razón, aquel movimiento tan sencillo me llenó de ternura. Tuve que contenerme para no acercarme a él por la espalda y abrazarle a traición.

—Beck quería que estudiara Derecho —dijo Sam mientras pasaba un dedo por el borde de una taza azul turquesa que era mi favorita—. En realidad no me lo dijo directamente, pero oí cómo se lo decía a Ulrik.

—No te pega ser abogado —repuse.

Sam esbozó una sonrisa irónica y negó con la cabeza.

—La verdad es que no. Para serte sincero, no tengo ni idea de qué es lo que me pega ser. Suena fatal, ¿verdad? Como si me faltara ambición —sus cejas volvieron a aproximarse en un gesto pensativo—. Pero es que esto de tener futuro es algo nuevo para mí. Hasta hace poco, ni siquiera podía pensar en ir a la universidad. Así que prefiero tomármelo con calma.

Me miró con cierta alarma, y solo entonces caí en la cuenta de que tenía la mirada clavada en él desde hacía un rato.

—Pero no quiero hacerte esperar, Grace —añadió—. No quiero tenerte atascada solo porque no soy capaz de decidirme.

—Podríamos ir juntos a alguna parte —respondí, dándome cuenta de lo infantil que sonaba la propuesta.

La tetera empezó a silbar y Sam se acercó a la encimera para apagarla.

—¿Tú crees que habrá alguna universidad adecuada tanto para un prodigio de las matemáticas como para un chico enamorado de la poesía abstrusa? Aunque quién sabe, tal vez exista… —se volvió hacia la ventana y observó el frío gris del bosque—. Pero no sé si me puedo marchar de aquí, Grace. No sé si podré marcharme nunca. ¿Quién va a cuidar de la manada si yo no estoy?

—Los lobos nuevos, ¿no? ¿No fueron creados para eso?

Me sorprendió lo cruda que sonaba aquella pregunta, como si la dinámica de la manada fuera algo artificial y predeterminado cuando, evidentemente, no lo era. Nadie sabía cómo eran los recién llegados. Nadie salvo Beck, claro, pero él no podía contarlo.

Sam se frotó la frente y se tapó los ojos con una mano. Era un gesto que repetía a menudo desde su vuelta.

—Sí, es verdad —dijo—. Están para eso.

—Beck habría querido que estudiaras una carrera, Sam —insistí—. Y no me parece imposible encontrar una universidad donde podamos matricularnos los dos.

Sam levantó la mano como una visera y me miró sin dejar de presionarse las sienes.

—Me gustaría mucho —hizo una pausa—. Me encantaría. Pero antes querría conocer a los lobos nuevos, ver qué clase de personas son. Para quedarme tranquilo, ¿sabes? Luego tal vez pudiera marcharme, después de asegurarme de que todo queda en orden por aquí.

Taché «Elegir universidad».

—Vale. Pues entonces, te esperaré —sentencié.

—No para siempre.

—Bueno, si me canso de ti, me iré por mi cuenta —dije con un guiño, y luego me di unos golpecitos con el lápiz en los dientes—. Creo que deberíamos salir mañana a buscar a los lobos nuevos —propuse—. Y a Olivia. Llamaré a Isabel y le preguntaré por los lobos que vio en el bosque.

—Me parece un buen plan.

Sam volvió a inclinarse sobre su lista, añadió algo, me sonrió y giró la hoja para que yo pudiera leerlo.

«Hacer caso a Grace».

Sam

Algo más tarde, me puse a pensar en lo que podría haber añadido a mi lista de propósitos, cosas que había deseado antes de darme cuenta de que ser un lobo me arrebataría mi futuro humano: «Escribir una novela», «Montar un grupo de música», «Viajar por el mundo», «Estudiar literatura y hacer la tesis sobre algún poeta extranjero totalmente desconocido»… Me resultaba curioso, casi irreal, poder plantearme aquellas cosas después de haberme repetido durante tanto tiempo que eran imposibles.

Traté de imaginarme a mí mismo rellenando los impresos de matrícula para entrar en alguna universidad. Haciendo un examen. Poniendo un cartel en el tablón de anuncios de la oficina de correos para buscar un batería que quisiera tocar conmigo. Todas aquellas ideas bailaban dentro de mi cabeza, deslumbrándome con su repentina cercanía. Quise añadirlas a mi lista de propósitos… y no pude.

Aquella noche, mientras Grace se duchaba, saqué mi hoja y volví a mirarla.

Entonces escribí: «Creerme que estoy curado».