CAPÍTULO TREINTA Y SIETE

Sam

Hojas

El camino de vuelta: un collage de faros de coches, señales de autopista que aparecían en la oscuridad y desaparecían como un destello, mi voz saliendo al mismo tiempo de los altavoces y de mi boca, el rostro de Grace iluminado por luces intermitentes.

Grace tenía los ojos entrecerrados por el sueño, pero yo me sentía más despejado que nunca; era como si aquel fuera el último día del mundo y tuviera que mantenerme despierto para verlo. Ya le había contado a Grace quién era Cole en realidad, pero me parecía que aún quedaban cosas por decir. Debía de estar aburriendo a Grace, pero ella seguía escuchándome con magnanimidad.

—Ya sabía que su cara me sonaba de algo —pensé en voz alta—. Lo que no me explico es por qué lo habrá convertido Beck.

Grace se tapó las manos con las mangas y cerró las aberturas con los dedos. Al resplandor del equipo de música, su piel parecía azulada.

—Puede que no supiera quién era. Yo apenas conocía a los NARKOTIKA; solo me suena una de sus canciones, una que habla de romper caras o algo así.

—Grace, es imposible que no sospechara nada. Lo encontró en Canadá, mientras Cole estaba de gira. ¡De gira! ¿Cuánto tiempo puede pasar antes de que alguien lo reconozca? ¿Y si su familia viene a buscarlo y se convierte en lobo en su casa? ¡Encima, le quedan catorce o quince veranos como humano! ¿Qué va a hacer, encerrarse en casa de Beck para que nadie lo reconozca?

—A lo mejor —repuso Grace, frotándose la nariz con un pañuelo que se guardó en el bolsillo de la chaqueta—. Tal vez no quiera que nadie lo encuentre; en ese caso, no habría problemas. Deberías preguntárselo. O puedo hacerlo yo, ya que a ti no te cae bien.

—No es que me caiga mal. Lo que pasa es que no confío en él.

Empecé a recorrer el volante con los dedos mientras miraba a Grace de reojo. Ella apoyó la cabeza en la ventanilla y suspiró. Parecía extrañamente fatigada.

Me inundó una oleada de culpabilidad: Grace se había esforzado muchísimo para que aquel día fuera perfecto, y yo lo estaba echando a perder.

—Perdóname, estoy siendo un desagradecido. Voy a dejar de pensar en ello por hoy, ¿vale? Mañana será otro día.

—Mentiroso.

—No te enfades.

—No estoy enfadada, estoy muerta de sueño. Solo quiero que seas feliz, Sam.

Aparté una mano del volante para tocar la suya. Tenía la piel muy caliente.

—Soy feliz —mentí.

En realidad, ahora me sentía mucho peor que antes: estaba dividido entre el deseo de llevarme su mano a la nariz para comprobar si olía a lobo, y el de dejarla donde estaba y hacer como que no pasaba nada raro.

—Esta es mi favorita —musitó ella.

Solo descubrí a qué se refería cuando puso de nuevo la canción que acababa de terminar. En el cedé, el otro Sam —el Sam inmutable que seguiría siendo joven para siempre— cantaba: «Chica de verano, me enamoré de una chica de verano», mientras otro Sam inmutable hacía la segunda voz.

El corazón empezó a retumbarme en el pecho. Los faros que venían de frente rompían la oscuridad y se deslizaban dentro del coche, iluminándonos durante un segundo. No podía dejar de pensar en la última vez que había cantado esa canción; no ese día en el estudio, sino la vez anterior. Estaba sentado dentro de un coche en una noche tan oscura como aquella, con la mano enredada en el cabello de Grace mientras ella conducía, justo antes de que el parabrisas explotara y convirtiera la noche en un adiós.

Se suponía que era una canción alegre. Me pareció terriblemente injusto que hubiera quedado envenenada por aquel recuerdo, a pesar de que las cosas se hubieran arreglado después.

Grace giró la cara para apoyar la mejilla en el asiento. Parecía exhausta y lejana.

—¿Te quedarás dormido si no te doy conversación? —me preguntó con una sonrisa desvaída.

—No te preocupes.

Ella me sonrió, se arropó con su chaqueta y me lanzó un beso. Después cerró los ojos mientras mi voz cantaba en el fondo: «Sé que el verano se acaba, sé que tengo que apurarlo».