CAPÍTULO TREINTA Y SEIS
Isabel
—¿Dónde quieres que te deje? ¿En casa de Beck?
Estábamos sentados en mi todoterreno, que había dejado en la esquina más alejada del aparcamiento de Kenny’s para que ningún bestia lo abollara al abrir la puerta de su coche. Tuve que hacer un esfuerzo para no mirar a Cole, que parecía enorme en el asiento delantero; era como si su presencia resultara aún más imponente que su cuerpo.
—No hagas eso —dijo Cole.
Le miré de reojo.
—¿El qué?
—Fingir que no ha pasado nada. Pregúntame.
La tarde estaba cayendo rápidamente, y en el horizonte se veía una nube larga y oscura que parecía cortar el cielo. No amenazaba lluvia: solo era mal tiempo de camino hacia otra parte.
Suspiré; no estaba segura de querer saberlo. Me daba la impresión de que las cosas se complicarían aún más si me enteraba de todo. Pero no podíamos volver a meter al genio en la lámpara, ahora que había salido.
—¿De verdad importa?
—Quiero que lo sepas —respondió Cole.
Ahora si que me di la vuelta para mirarle. Observé su rostro peligrosamente bello, que aun ahora parecía susurrarme una cantinela hipnótica; «Isabel, bésame, piérdete en mí». Era una cara triste, una vez que aprendías a interpretarla.
—¿En serio?
—Necesito averiguar si alguien más sabe quién soy, además de esa panda de niñas —repuso Cole—. Porque si no, tendré que matarme de verdad.
Lo fulminé con la mirada.
—En fin. Déjame adivinarlo —accedí a regañadientes.
Recordé lo que me había dicho antes y lo sumé a lo guapo que era.
—Eres teclista de uno de esos grupos de chicos que vuelven locas a las adolescentes —aventuré.
—Compositor y cantante de NARKOTIKA.
Me quedé esperando a que me dijera que iba de coña.
No lo hizo.
Cole
Isabel se quedó impertérrita. «Así que mi público objetivo si que son las preadolescentes», pensé.
Me estaba dando un bajón tremendo.
—¡No me mires así! —protestó ella—. Vale, no reconocí tu cara, pero he oído mil veces tus canciones. Se las sabe todo el mundo y parte del extranjero.
Guardé silencio; no quedaba nada por decir. Toda aquella conversación me parecía un déjá vu, como si supiera de antemano que Isabel y yo íbamos a hablar de aquello en su coche mientras el cielo de la tarde se oscurecía por las nubes.
—¿Se puede saber qué te pasa, Cole? —preguntó Isabel, inclinándose para mirarme directamente a la cara—. ¿Crees que me da miedo que seas músico de rock?
—No es por la música.
Isabel me agarró el antebrazo y apretó los dedos sobre las cicatrices de pinchazos que recorrían la parte interna.
—Déjame adivinar: te drogabas, te acostabas con cientos de chicas, decías palabrotas. ¿Hay algo que no me hayas contado ya? Esta mañana estabas tirado en el suelo, desnudo, diciéndome que querías suicidarte. Después de eso, ¿crees que enterarme de que eres el cantante superguay de los NARKOTIKA va a cambiar algo?
—Sí. No. No sé.
No sabía lo que estaba sintiendo. ¿Alivio? ¿Decepción? ¿Me hubiera gustado en el fondo que las cosas cambiaran entre Isabel y yo?
—¿Qué quieres que te diga? —preguntó Isabel—. ¿Qué salgas ahora mismo de mi coche porque podrías pervertirme? Demasiado tarde, Cole. Ya estoy de vuelta.
Me eché a reír sin poder evitarlo, aunque sabía que Isabel se lo tomaría como un insulto. Y no lo era.
—Créeme, no lo estás —dije—. Sé de madrigueras sórdidas y diminutas en las que tú nunca has estado, Isabel. A veces me he metido en ellas con otras personas, y muchas no han vuelto a salir.
Se quedó en silencio, claramente ofendida. Debía de pensar que la tomaba por tonta.
—No te cabrees, solo es una advertencia. Soy mucho más famoso por eso que por mi música —su cara era como un témpano, aunque tuve la impresión de que estaba empezando a comprender lo que le decía—. Con el tiempo he llegado a darme cuenta de que soy incapaz de tomar ninguna decisión que no sea total y brutalmente egocéntrica.
Ahora fue Isabel quien soltó una carcajada aguda y cruel, tan segura de si misma que me resultó casi excitante.
—Sigo esperando a que me cuentes algo que no sepa —sentenció mientras metía la marcha atrás.
Isabel
Llevé a Cole a mi casa, aunque sabía de sobra que no era buena idea. De hecho, puede que fuera esa la razón por la que lo hice. Cuando llegamos hacia una tarde resplandeciente, tan bonita que casi resultaba hortera. El cielo mostraba un rosa brillante que yo solo había visto allí, en el norte de Minnesota.
Estábamos de vuelta en el lugar donde nos habíamos conocido, solo que ahora ya sabíamos nuestros nombres. Junto a la entrada había un coche aparcado: el BMW azul oscuro de mi padre.
—No te preocupes —le tranquilicé mientras aparcaba al otro lado de la rotonda de entrada—. Es de mi padre. Hoy es domingo, así que estará en el sótano disfrutando de la compañía de alguna botella. Ni siquiera se dará cuenta cuando entremos.
Cole se limitó a salir del coche sin decir nada. Avanzó un paso, y luego se frotó los brazos y me miró con ojos inexpresivos.
—Deprisa —dijo.
Al sentir el roce cortante del viento entendí a qué se refería. No tenía ninguna gana de que se convirtiera en lobo justo en aquel momento, así que le agarré del brazo y lo llevé hasta una puerta lateral que daba a la escalera de servicio.
—Por aquí.
Cole temblaba cuando cerré la puerta a nuestra espalda, encerrándonos en un descansillo del tamaño de un armario. Se agachó y estuvo unos segundos en cuclillas, apoyado en la pared; yo dejé una mano en el picaporte por si terminaba convirtiéndose en lobo y tenia que dejarle salir.
Finalmente se levantó. Aunque olía un poco a lobo, seguía siendo Cole.
—Esta es la primera vez que me he esforzado por no transformarme —dijo.
Se dio la vuelta y empezó a subir sin esperar a que le indicara el camino.
Le seguí por las estrechas escaleras; lo único que distinguía de él en la penumbra era el destello ocasional de sus manos en la barandilla. Por la cabeza me rondaba la extraña idea de que los dos íbamos en un coche que se abalanzaba directamente contra un muro de piedra, y en vez de pisar el freno acelerábamos cada vez más.
Cuando llegamos al descansillo, Cole titubeó. Yo no: le cogí de la mano y le guié por el pasillo hasta el tramo de escaleras que llevaba a mi cuarto. Al entrar en él, Cole se agachó para no golpearse la cabeza contra el techo abuhardillado, y yo me di la vuelta y le agarré la nuca antes de que le diera tiempo a incorporarse.
Olía increíblemente a lobo, algo que mi cerebro interpretó como una extraña mezcla de Sam, Jack, Grace y la casa de Beck. Pero no me importó, porque su boca era como una droga: al besarla, solo podía pensar en lo mucho que quería sentir su labio inferior entre mis dientes y sus manos sobre mi cuerpo. Toda yo zumbaba; en mi cabeza solo había sitio para el hambre con la que Cole me devolvía los besos.
Lejos, en el piso de abajo, empezaron a sonar golpes. Mi padre, cómo no. Me dio igual: Cole y yo estábamos en otro planeta. Si la boca de Cole podía llevarme tan lejos, ¿hasta dónde me llevaría el resto de su cuerpo? Posé una mano en su cintura, recorrí el borde del vaquero con los dedos y desabroché el botón. Cole se estremeció y cerró los ojos.
Yo retrocedí hasta tumbarme en la cama. El corazón me latía a un millón de kilómetros por hora mientras lo observaba, imaginando ya la presión de su cuerpo sobre el mío.
Pero Cole no me siguió.
—Isabel —dijo, con los brazos caídos en un gesto indeciso.
—¿Que pasa?
Una vez más, yo estaba jadeante mientras él ni siquiera parecía respirar. Después de la carrera de aquella mañana, no había tenido tiempo para ducharme, repasarme el maquillaje o peinarme en condiciones. ¿Sería por eso? Me apoyé sobre los codos, temblorosa. Dentro de mí se agitaba algo que no sabía identificar.
—¿Qué, Cole? Suéltalo.
Cole siguió mirándome sin moverse, con los vaqueros desabrochados y los puños a medio cerrar.
—No puedo hacer esto.
Solté un resoplido burlón mientras dejaba resbalar la mirada por su cuerpo.
—No lo parece.
—Me refiero a que no quiero seguir.
Se abrochó los vaqueros sin dejar de mirarme.
Aparté la cara para no ver su expresión, deseando que dejara de observarme. No creía que me estuviera mirando con lástima, pero no podía sacudirme esa sensación. Me pregunté si pensaría explicarme por qué estaba haciendo aquello; dijera lo que dijera, sabía que me haría sentir mal.
—Isabel —murmuró Cole—, no te enfades. No creas que no quiero hacerlo. Estoy muerto de ganas. En serio.
Examiné una pluma que se había salido de la almohada y se había quedado hincada en el edredón de color lavanda.
—Isabel, joder, no me lo pongas aún más difícil, ¿quieres? Mira, estoy tratando de recordar cómo era ser un tío decente. Estoy tratando de volver a ser la persona que era antes de empezar a odiarme a mí mismo.
—Y qué pasa, ¿es que en aquella época no te enrollabas con nadie? —gruñí, notando cómo una lágrima me resbalaba por la mejilla.
Cuando levanté la cabeza, vi que Cole se había dado la vuelta. Ahora miraba por la ventana, con los brazos cruzados.
—¿No me dijiste que te estabas reservando para cuando te enamoraras? —preguntó.
—¿Y a ti qué te importa?
—Isabel, créeme, es mejor que no te acuestes conmigo. Estoy desquiciado; no creo que sea la persona adecuada para hacer el amor contigo por primera vez. Si te acuestas conmigo ahora, te arrepentirás el resto de tu vida. Es lo que tiene el sexo, ¿sabes? Sienta bien, pero también te puede joder la vida… y nunca mejor dicho —añadió Cole con amargura—. Quieres hacerlo porque ahora mismo necesitas no pensar en nada, y durante una hora o dos funcionaría. Pero luego todo volvería y seria aún peor. Créeme.
—Si, ya sé que eres un experto en la materia.
Se me escapó otra lágrima, lo que era extraño porque no había llorado desde la semana en que Jack había muerto. Deseé quedarme sola: no me gustaba especialmente desmoronarme delante de nadie, y menos aún ante su majestad Cole St. Clair, el rey del mundo.
Cole apoyó las manos en el alféizar, con la cara apenas iluminada por los últimos rayos de sol que se colaban entre las nubes.
—Durante mi primera gira, le puse los cuernos a mi novia. Muchísimas veces —dijo sin mirarme—. Cuando volví, discutimos por una tontería y acabé contándole que la había engañado con tantas chicas que ni siquiera recordaba sus nombres. Le dije que había visto lo suficiente para saber que ella no tenia nada de especial. Cortamos; supongo que en realidad fui yo quien cortó con ella. Era la hermana de mi mejor amigo, así que los obligué a los dos a elegir entre ellos y yo.
Se interrumpió para soltar una risita seca.
—Y ahora Victor está ahí fuera, en alguna parte del bosque, encerrado en el cuerpo de un lobo —añadió—. Atrapado en un cuerpo que no es capaz de decidirse. Soy un amigo estupendo, ¿no crees?
No dije nada: su crisis ética me daba exactamente igual.
—Cuando me acosté por primera vez con aquella chica, los dos éramos vírgenes, Isabel —dijo Cole volviendo a mirarme—. Ahora ella me odia. Y se odia a sí misma. No quiero hacerte lo mismo a ti.
Le sostuve la mirada.
—No recuerdo haberte pedido ayuda —repliqué—. ¿A ti te parece que te he colado en mi casa para que me hagas un tratamiento psicológico? Mira, Cole, no necesito que me salves de mí misma. Ni de ti. ¿Tan débil te crees que soy?
Me quedé callada por un instante, pensando que no sería capaz de añadir lo que me rondaba por la cabeza. Pero sí que lo era.
—Debí haber dejado que te mataras —remaché.
Su cara adoptó aquella expresión vacía que estaba empezando a conocer tan bien. Habría debido mirarme con dolor o enfado, pero su mirada era… inerte.
Las lágrimas me escocían en las mejillas y en la barbilla. Ni siquiera sabia por qué lloraba.
—Tú no eres una de esas tías a las que les da igual todo —musitó Cole con aire fatigado—. Créeme, he visto muchas de esas y las conozco. Y no llores, anda; tampoco eres de esa clase de chicas.
—¿En serio? Entonces, ¿qué clase de chica soy?
—Te lo diré cuando lo averigüe. Pero deja de llorar.
De pronto me resultó insoportable que me viera así. Cerré los ojos.
—Vete. Sal de mi habitación —mascullé.
Cuando volví a abrir los ojos, Cole se había ido.
Cole
Mientras bajaba al segundo piso, sentí la tentación de salir a la calle para comprobar si la arcada que me había retorcido las tripas al llegar significaba lo que yo creía. Sin embargo, enseguida decidí quedarme en el calor de la casa. Me parecía haber aprendido algo sobre mi mismo, algo tan nuevo e inesperado que lo perdería para siempre si me convertía ahora en lobo.
Empecé a bajar por la escalera principal, consciente de que el padre de Isabel estaba en alguna parte de la casa mientras ella se encerraba en su torre.
Me pregunté cómo sería crecer en una casa como aquella; casi me daba miedo respirar demasiado fuerte por si descolocaba algún adorno o hacia caer los pétalos de las flores de diseño que había sobre todas las superficies horizontales. No es que mi familia fuera pobre, precisamente; para ser un científico loco, mi padre se las arreglaba sorprendentemente bien en la vida. Pero nuestra casa no llegaba ni a los talones de aquella. La nuestra era una casa… con vida.
Al tratar de dirigirme a la cocina, me confundí y aparecí en el museo de historia natural de Minnesota: una enorme habitación de techos altos, poblada por un ejército de animales disecados. Había tantos que los habría tomado por falsos si no hubiera sido por el olor a establo rancio que impregnaba la habitación. ¿No habría leyes de protección de animales en Minnesota? Algunos de aquellos bichos tenían toda la pinta de estar en peligro de extinción; desde luego, yo nunca los había visto tan al norte. Me quedé mirando una especie de gato montés con un estampado exótico en el pelaje, y él me devolvió la mirada. Recordé la primera conversación que había mantenido con Isabel, y cómo ella había mencionado la afición de su padre a pegar tiros.
Evidentemente, había un lobo en postura acechante junto a una de las paredes, con unos ojos de cristal que resplandecían a pesar de la penumbra. Se me debía de haber pegado algo de Sam, porque de pronto me pareció que aquella era una forma especialmente horrible de palmarla: alejado de tu verdadero cuerpo, como un astronauta que muriera flotando en el espacio.
Eché un último vistazo a los demás animales —me sentía casi parte de ellos— y abrí una puerta que había al otro lado de la habitación, con la esperanza de que diera a la cocina.
Me había equivocado de nuevo: al otro lado había una sala redonda iluminada por los rayos del sol poniente que entraban por un enorme ventanal curvado. En el centro había un piano de media cola. Solo eso: el piano y las paredes curvas de color burdeos. Una habitación dedicada en exclusiva a la música.
Ni siquiera me acordaba de cuándo había cantado por última vez.
No recordaba haberlo echado de menos.
Toqué el borde del piano: el barniz sedoso estaba fresco bajo mis dedos. Y en aquel momento, mientras sentía cómo el frío del atardecer presionaba contra el ventanal y cómo mi piel se preparaba para cambiar, me sentí más humano de lo que había sido en mucho tiempo.
Isabel
Me quedé rumiando mi enfado un rato más, y luego me obligué a levantarme y fui al baño. Después de lavarme la cara y repasarme el maquillaje, me acerqué a la ventana por la que había mirado Cole y me pregunté a cuántos kilómetros de distancia estaría. De pronto vi una luz que zigzagueaba entre los árboles en dirección al claro del mosaico. ¿Cole? No. Era imposible que guardara la forma humana con aquel frío; ya antes de entrar en casa había estado a punto de transformarse. ¿Sería mi padre?
Fruncí el ceño: tenía la impresión de que aquella luz no traía nada bueno.
Y entonces oí el piano. No podía ser mi padre, que ni siquiera escuchaba música. En cuanto a mi madre, no tocaba desde hacía meses, y además aquella no era su forma precisa y delicada de teclear. Era una melodía inquietante y aguda que se repetía una y otra vez, como si esperase a que otros instrumentos se unieran en cualquier momento.
No era capaz de imaginarme a Cole haciendo música, y no pude aguantar las ganas de verle. Bajé las escaleras sin hacer ruido y me dirigí hacia la sala del piano. Al llegar a la puerta, me asomé lo justo para observar sin ser vista.
Allí estaba. En vez de sentarse en la banqueta, había apoyado una rodilla en ella como si no hubiera previsto quedarse tanto tiempo. Desde aquella perspectiva no podía distinguir sus dedos de músico, pero no me hacía falta: me bastaba con verle la cara. Aquel chico iluminado por el sol del atardecer, que tocaba absorto un ritmo repetitivo sin saber que alguien le estaba mirando, no era el Cole que yo conocía. No era el chico agresivamente guapo y demasiado chulo que había encontrado unos días atrás: era un chico normal y corriente inventando una melodía. Parecía joven, inseguro y tierno; no pude evitar sentir celos, porque él estaba reencontrándose mientras yo era incapaz de hacerlo.
Era como si aquello fuera otra muestra de sinceridad, un secreto más que Cole compartía inconscientemente conmigo. Por una vez, pude distinguir algo en sus ojos: vi que volvía a sentir, y que hacerlo le dolía.
Yo no estaba preparada para sentir aquel dolor.