CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO
Isabel
Eran las tres de la tarde, y Kenny’s estaba prácticamente vacío. En el aire flotaba un olorcillo a beicon barato, cebolla refrita y humo de tabaco, aunque no había zona de fumadores.
Cole se acomodó en el banco tapizado de plástico y estiró las piernas hasta sacarlas por mi lado de la mesa. El estilo paleto de aquella cafetería le pegaba tan poco como a mí. Volví a mirarlo: parecía el modelo de un diseñador macarra pero con buen gusto. Sus facciones, marcadas hasta resultar casi brutales, tenían tantos ángulos que me daba la impresión de que podían cortarme si las tocaba; la decoración del bar resultaba cómica en comparación, como si algún fotógrafo le hubiera colocado allí para hacerle una sesión de fotos en plan kitsch irónico. Los ojos se me quedaron enganchados en sus manos, enormes y recorridas de venas azuladas. Me fascinaba la destreza con la que movía los dedos para hacer cosas tan sencillas como echar azúcar en el café.
—¿Eres músico? —le preguntó.
Me miró con el ceño fruncido; supuse que la pregunta le había molestado por alguna razón, pero se le daba demasiado bien esconder sus emociones.
—Sí —respondió.
—¿Qué tocas?
—Un poco de todo —repuso con desgana, como si estuviera aburrido de que le preguntaran siempre lo mismo—. El teclado, principalmente —añadió luego a regañadientes.
—Nosotros tenemos un piano en casa.
Cole se miró las manos.
—La verdad es que ya no toco.
Se hizo un silencio envolvente y tóxico que no supe cómo romper.
Hice una mueca que Cole no vio porque seguía con la mirada clavada en la mesa. Nunca había tenido ni ganas ni facilidad para reavivar conversaciones mortecinas; pensé en llamar a Grace para preguntarle cómo podía animar a un licántropo deprimido y con tendencias suicidas, pero no tenía el móvil a mano. Supuse que me lo habría dejado en el coche.
—¿Qué miras? —pregunté finalmente, sin esperar respuesta.
Para mi sorpresa, Cole estiró una mano hacia mí, con el pulgar por delante, y la examinó con una mezcla de asombro y repulsión.
—Esta mañana temprano, cuando volví a ser yo, tenía una cierva muerta delante —dijo, con una voz que era el reflejo de su cara—. En realidad, no estaba muerta del todo. Me miraba, pero no podía levantarse porque antes de transformarme debí de desgarrarle el vientre —Cole levantó la mirada para comprobar mi reacción—. Supongo que… que había empezado a devorarla viva. Y debí de seguir un poco después de la transformación, porque tenía las manos llenas… de entrañas. De sangre.
Volvió a mirarse el pulgar, y esta vez me di cuenta de que bajo la uña había una raya de color marrón. La punta del dedo le tembló, tan ligeramente que apenas pude percibirlo.
—No consigo limpiarlo del todo —musitó.
Apoyé mi mano encima de la mesa, con la palma hacia arriba, y al ver que Cole no comprendía lo que me proponía hacer, estiré el brazo y le agarré los dedos. Con la otra mano saqué mi lima del bolso y la deslicé bajo su uña hasta dejarla limpia.
Soplé sobre la mesa para que volara la suciedad, volví a guardar la lima y le solté la mano.
Cole la dejó donde había caído, con la palma hacia abajo y los dedos extendidos sobre la superficie de la mesa, como un pájaro listo para emprender el vuelo.
—Lo que le pasó a tu hermano no fue culpa tuya, ¿sabes? —dijo.
Resoplé.
—Gracias, Grace.
—¿Cómo?
—Grace. La novia de Sam. Siempre me dice lo mismo, pero ella no estuvo allí todo el tiempo. Además, el chico al que ella intentó salvar con el mismo método no se murió; puede permitirse ser generosa conmigo. ¿Por qué estamos hablando de esto?
—Porque me has hecho andar cuatro kilómetros para tomar una taza de café recalentado. Dime, ¿por qué meningitis?
—Porque la meningitis produce fiebre.
Cole me miró con desconcierto y me di cuenta de que había empezado la historia por la mitad. Volví a intentarlo:
—A Grace la mordieron cuando era pequeña. Pero no llegó a transformarse, porque el idiota de su padre la dejó encerrada en el coche un día de mucho calor y estuvo a punto de freírse viva. Pensamos que tal vez podríamos conseguir el mismo efecto provocando un acceso de fiebre que elevara la temperatura del cuerpo, y no se nos ocurrió nada mejor que la meningitis.
—Que tiene una tasa de mortalidad del treinta y cinco por ciento —apuntó Colé.
—Del diez al treinta, si se trata —le corregí—. Si no, del cien por cien. De todas formas, ya te lo he dicho: a Sam lo curó. Y a Jack lo mató.
—¿Jack es tu hermano?
—Lo era, sí.
—¿Y le contagiaste a propósito?
—No, lo hizo Grace. Pero yo conseguí la sangre infectada que ella le inyectó.
Cole me miró con impaciencia.
—Entonces, no hará falta que te diga que tu sentimiento de culpa no es más que una forma de compadecerte de ti misma.
Enarqué una ceja sin proponérmelo.
—Yo no…
—Chsst. Espera, estoy pensando.
Alargó la mano hacia su taza de café y se quedó mirando el salero sin rematar el movimiento.
—Entonces, ¿Sam ya no se transforma? —preguntó al cabo de unos segundos.
—No. Supongo que la fiebre coció al lobo que tenía dentro, o algo así.
Cole negó con la cabeza sin levantar la mirada.
—Eso no tiene sentido. No debería haber funcionado. Es como decir que si tiemblas cuando tienes frío y sudas cuando tienes calor, el mejor sistema para que dejes de temblar definitivamente es meterte en un horno para pizzas.
—Bueno, no sé qué decirte. Este debería haber sido el último año de Sam como humano, y ahí lo tienes. La fiebre funcionó.
Cole levantó la mirada y frunció el ceño.
—No creo que se pueda afirmar eso. Podemos afirmar que algo relacionado con la meningitis hizo que Sam dejara de transformarse. Y también podemos decir que el golpe de calor que sufrió Grace frenó sus transformaciones. Esos son hechos probados. Sin embargo, no tenemos ninguna prueba de que la fiebre fuera la causa directa.
—Vaya, el chico nos ha salido científico.
—Mi padre…
—… el científico loco —completé.
—Sí, el científico loco. Bueno, pues había un chiste que mi padre repetía una y otra vez a sus alumnos. Era sobre una rana… No, espera, tal vez fuera un saltamontes. Pero bueno, dejémoslo en que era una rana. El caso es que un científico coge una rana y le dice: «Salta, rana». Y la rana pega un salto de tres metros. Entonces el científico anota: «La rana salta tres metros». Después, el científico le corta una pata y dice: «Salta, rana», y la rana salta un metro y medio. El científico escribe: «Con una pata menos, la rana salta un metro y medio». Después le corta otra pata y le manda que salte, y cuando la rana salta medio metro, el científico anota: «Con dos patas menos, la rana salta medio metro». Y al final le corta las cuatro patas, y cuando le manda saltar, la rana se queda quieta. Entonces, el científico escribe la conclusión del experimento: «Si le cortas las cuatro patas a una rana, se queda sorda» —Cole me miró—. ¿Lo pillas?
Me puse furiosa.
—No soy gilipollas del todo, ¿sabes, Cole? Sí, vale, tú crees que llegamos a una conclusión equivocada. Pero el caso es que funcionó, ¿no? ¿Qué más da que nos equivocáramos?
—Para Sam no tiene ninguna importancia, siempre que la cura siga funcionando —afirmó Cole—. Pero creo que Beck no entendía bien el mecanismo. Él me dijo que el frío nos convertía en lobos y el calor en humanos; pero si eso fuera cierto, los lobos nuevos como yo no tendríamos por qué ser tan inestables. No puedes decir que algo funciona según unas reglas fijas, y luego decidir que al principio no se cumplen porque el cuerpo aún no está acostumbrado a ellas. La ciencia no funciona así.
—Entonces, crees que esto es como la lógica de la rana, ¿no?
—No lo sé. Llevaba un rato pensando en ello cuando llegaste a casa de Beck. Estaba tratando de provocar la transformación con algo que no fuera el frío.
—Ya. Con adrenalina. Y con estupidez.
—Efectivamente. Mira, puede que esté equivocado, pero por ahora mi teoría es esta: en realidad no es el frío lo que nos hace cambiar, sino la manera en que nuestro cerebro reacciona ante el frío. Las dos cosas se parecen, pero en el fondo son totalmente distintas. Una depende de la temperatura real; la otra depende de la temperatura que percibe el cerebro —Cole hizo ademán de agarrar su servilleta, pero se detuvo a medio camino—. Uf, se me da mejor pensar con papel y boli.
—No tengo papel, pero… —saqué un bolígrafo del bolso y se lo ofrecí.
La mirada de Cole se centró de repente. Se inclinó sobre la servilleta y dibujó un esquema de cuadros conectados por flechas.
—Mira: el frío baja la temperatura corporal e indica al hipotálamo que mantenga el cuerpo caliente. Esa es la razón de que temblemos al enfriarnos. El hipotálamo también hace un montón de cosas curiosas, como decidir si eres una persona diurna o nocturna, hacer que tu cuerpo produzca adrenalina, determinar tu peso y…
—Ni de coña —le interrumpí—. Te lo estás inventando.
—Para nada —respondió Cole muy serio—. En mi casa se hablaba de estas cosas normalmente a la hora de cenar.
Añadió otro cuadrado al esquema de la servilleta.
—Vale: aquí vamos a anotar las cosas que ordena hacer el hipotálamo al cuerpo cuando siente frío.
Escribió dentro «Convertirse en lobo», rasgando un poco el papel con la punta del bolígrafo.
Di la vuelta a la servilleta para examinar lo que había garabateado.
—¿Y cómo encaja la meningitis en todo esto?
Cole negó con la cabeza.
—No lo sé. Pero este enfoque podría explicar por qué soy humano ahora mismo.
Se inclinó sobre la servilleta y, sin molestarse en girarla, escribió una palabra en mayúsculas sobre el recuadro del hipo tálamo: METANFETAMINA.
Le miré.
Cole no apartó la mirada. A la luz de la tarde, sus ojos eran más verdes que nunca.
—¿Nunca has oído decir que las drogas te machacan el cerebro? Bueno, pues creo que es verdad.
Seguí mirándole, y me di cuenta de que esperaba que hiciera algún comentario sobre su adicción.
Pero en lugar de hacerlo, dije:
—Háblame de tu padre.
Cole
No sé por qué accedí a hablarle de mi padre; Isabel no era precisamente la interlocutora más empática del mundo. Aunque tal vez fuera justo por eso.
Eso sí, no le conté la primera parte de la historia, que era esta: antes de ser un licántropo nuevo atado en la parte trasera de un todoterreno, antes del Club Josephine y de NARKOTIKA, había existido un chico que se llamaba Cole St. Clair y era capaz de hacer cualquier cosa. Y el peso de esa capacidad era tan insoportable que él mismo se destruyó antes de que la presión lo hiciera por él.
Pero no mencioné nada de eso. Lo que dije fue:
—Érase una vez un chico cuyo padre era un científico, una leyenda. El padre había sido un niño prodigio, después un adolescente genial y más tarde un semidiós de la ciencia. Era genetista: trabajaba haciendo que los bebés de la gente que le pagaba fueran más guapos.
Isabel se limitó a fruncir el ceño.
—Al chico le gustaba bastante su vida —añadí.
Y no mentía. Recordé aquellas fotografías en las que mi padre posaba a la orilla del mar cargándome a hombros. Recordé los juegos de palabras que inventábamos para pasar el rato mientras viajábamos en coche. Recordé las partidas de ajedrez, los peones apilados al lado del tablero. Mi padre pasaba mucho tiempo fuera de casa; pero no me importaba, porque cuando estaba era genial. Mi hermano y yo tuvimos una infancia bastante feliz. Si, todo fue estupendo… hasta que empezamos a crecer.
No recordaba bien la primera vez que mi madre había dicho aquella frase, pero estaba seguro de que aquel había sido el momento en el que todo empezó a derrumbarse.
—Me tienes sobre ascuas —dijo Isabel con sarcasmo—. ¿Qué te hizo?
—Él no me hizo nada —contesté—. Fui yo.
¿Y qué había hecho yo para que mi madre lo dijera? Tal vez comentar algo inteligente sobre alguna noticia del periódico, o tener un expediente tan brillante como para que me adelantaran un curso, o resolver algún problema de ingenio para niños mayores que yo. El caso es que un día mi madre me miró con media sonrisa en su rostro eternamente cansado —no era fácil vivir con un genio— y dijo:
—Adivinad a quién sale este niño.
Fue el principio del fin.
Miré a Isabel y me encogí de hombros.
—Adelanté a mi hermano en el instituto. Mi padre empezó a empeñarse en que fuera al laboratorio con él, en que entrara en la universidad antes de tiempo. En realidad, quería convertirme en una réplica de él.
Me detuve a pensar en todas las veces que le había decepcionado. Su silencio dolía mucho más que si me hubiera gritado.
—Pero yo no podía —completé—. Él era un genio. Yo, no.
—No me parece un problema tan terrible.
—A mí tampoco. Pero a él sí que se lo parecía; no entendía por qué yo ni siquiera lo intentaba, por qué me iba para otro lado.
—¿Y cuál era ese otro lado? —preguntó Isabel.
La observé en silencio.
—No me mires así —protestó ella—. No estoy intentando descubrir quién eres; me da igual quién seas. Lo que quiero saber es qué te hizo como eres.
En ese momento la mesa se sacudió y, al levantar la vista, me encontré con las caras emocionadas y llenas de acné de tres chicas preadolescentes. Me escrutaban con los ojos abiertos de par en par y una expresión de entusiasmo multiplicada por tres. Sus rostros no me sonaban de nada, pero conocía de sobra aquella actitud; sabía con desoladora certeza lo que me iban a decir.
Isabel las miró y dijo:
—A ver, monas: si venís a vendernos galletitas de las Girl Scouts, ya os podéis largar. Mejor dicho, largaos directamente vengáis a lo que vengáis.
La cabecilla del grupo, que llevaba unos pendientes de aro gigantescos —tobilleras, los llamaba Victor—, me tendió un cuaderno rosa.
—¡No me lo puedo creer! ¡Sabía que no estabas muerto, lo sabía! ¿Me firmas un autógrafo?
Las otras dos suspiraron a coro con arrobo.
Hubiera debido sentirme aterrorizado por el peligro de que me reconocieran. Pero lo único en lo que podía pensar mientras las miraba era en la agonía que me había supuesto crear canciones cada vez más brutales y complejas, y todo para conseguir una base de fans encabezada por tres niñatas chillonas con camisetas de High School Musical. NARKOTIKA para mocosas.
—¿Cómo dices? —respondí.
Su expresión de entusiasmo se descafeinó un poco, pero no apartó el cuaderno.
—Porfa, porfa, porfa —insistió—, ¿me firmas un autógrafo? Te prometo que después te dejaremos en paz. La primera vez que oí Break my Face aluciné. La tengo de tono en el móvil, me vuelve loca. Es la mejor canción del mundo. Cuando desapareciste me eché a llorar, ¿sabes? Me tiré días sin comer, y hasta firmé la petición para que no te dieran por muerto. ¡No puedo creérmelo! ¡Estás vivo!
Una de sus amigas se había puesto a sollozar, abrumada por la increíble fortuna de haberme encontrado vivito y coleando. Decidí echar mano de mi capacidad para mentir descaradamente.
—Ah, ya. Habéis pensado que soy… Sí, me pasa a menudo Lo siento mucho, no soy yo.
No me hacía falta volverme hacia Isabel para saber que me estaba fulminando con la mirada.
—¿Qué? —exclamó la chica de los aros, perdiendo al fin la cara de entusiasmo—. Pues eres clavadito a él. Igual de guapo —añadió, poniéndose tan colorada que sus órganos internos debieron de quedarse sin riego.
—Gracias —contesté, deseando que se largaran de una vez.
—¿De verdad no eres él? —insistió la chica.
—De verdad. No te imaginas cuántas veces me han confundido con él desde que lo sacaron en las noticias —me encogí de hombros en un gesto de disculpa.
—¿Puedo hacerte una foto con el móvil, al menos? Así podré contárselo a mis amigas.
—No creo que sea buena idea —respondí, incómodo.
—Eso quiere decir «lárgate con viento fresco» —gruñó Isabel—. Pero ya.
Las chicas le lanzaron una mirada venenosa y se dieron la vuelta para conferenciar. Se oía perfectamente lo que decían.
—Es igualito a él —suspiró una de ellas.
—Yo creo que es él —afirmó la chica de los aros—. Lo que pasa es que no quiere que le molesten. Se fugó para huir de los periodistas.
Isabel clavó los ojos en mí esperando una respuesta.
—Se han equivocado —le aseguré.
Las chicas habían vuelto a su mesa. La de los aros se dio la vuelta para mirarme una vez más y gritó:
—¡Te quiero de todos modos, Cole!
Las otras dos soltaron unos grititos ahogados.
—¿Cole? —dijo Isabel.
Cole. Había vuelto al punto de partida. Cole St. Clair.
Cuando salimos de la cafetería, las chicas me hicieron una foto con el móvil.
Principio. Del. Fin.