CAPÍTULO TREINTA Y TRES
Sam
Desde fuera, el estudio no parecía gran cosa. Era una nave achaparrada y anodina, con una furgoneta azul igual de achaparrada y anodina aparcada en el camino de entrada. A su lado había un perro labrador tumbado a lo ancho, así que Grace aparcó en la calle, que bajaba en una pendiente bastante pronunciada. Antes de apagar el motor, observó la cuesta y giró las ruedas hasta apoyarlas en el bordillo.
—¿Estará muerto ese perro? —preguntó—. ¿Nos habremos confundido de sitio?
Señalé las pegatinas que había en el parachoques de la furgoneta, todas de grupos indies de Duluth: Finding the Monkey, The Wentz, Alien LifeForms… No había oído casi nada de ellos porque aún no eran lo bastante famosos para salir en la radio, pero había visto muchos carteles de conciertos en los que aparecían.
—No parece.
—Si nos secuestra una panda de hippies locos, será culpa tuya —dijo Grace mientras abría la puerta.
Una vaharada de aire de ciudad inundó el coche de olor a humo a asfalto y al indefinible aroma de la gente apiñada.
—El sitio lo escogiste tú —le repliqué.
Grace me sacó la lengua y se apeó. Por un momento me pareció que se tambaleaba un poco, pero enseguida se rehízo como si no quisiera que yo me diera cuenta.
—¿Estás bien?
—Estoy de fábula —respondió mientras abría el maletero.
Cuando me agaché para coger la guitarra sentí una punzada de inquietud en el estómago, y me sorprendí de que los nervios hubieran tardado tanto en aparecer. Agarré la funda por el asa, repasando mentalmente los acordes de mis canciones.
Echamos a andar hacia la puerta de la nave sin que el perro se dignara levantar la cabeza.
—Para mí que está muerto —dijo Grace.
—Yo creo que es un adorno para esconder las llaves debajo.
Grace soltó una risita y metió los dedos en el bolsillo de mi pantalón. Cuando estaba a punto de llamar a la puerta vi una tablilla en la que habían escrito con rotulador: «Entrada al estudio por detrás».
Así que nos dirigimos a la parte trasera de la nave, donde unas agrietadas escaleras de hormigón nos condujeron a la entrada del sótano. En la puerta había un letrero escrito a mano que decía: «Anarchy Recording, S. A. Entrar por aquí». Debajo había una maceta con unos pensamientos mustios por las heladas tardías.
Me volví hacia Grace.
—Anarquía, Sociedad Anónima. Qué paradoja.
Grace me chistó para que me callara y llamó a la puerta. Me sequé las palmas de las manos en el pantalón.
La puerta se abrió y apareció otro perro labrador, este inconfundiblemente vivo, y una chica de veintitantos años con una bandana roja en la cabeza.
Tenía una cara tan original que ni siquiera resultaba fea, sino enormemente interesante: nariz enorme y aguileña, ojos castaños somnolientos y pómulos muy marcados. Su melena negra estaba recogida en media docena de trenzas que se conectaban en lo alto de la cabeza, como una especie de princesa Leia mediterránea.
—Sam y Grace, ¿verdad? Pasad.
Su voz era espléndida y llena de matices roncos; pensé que tal vez fuera fumadora, aunque el interior del local no olía a tabaco sino a café. Grace, motivada de repente, entró en el estudio siguiendo el rastro del olor cual rata tras el flautista de Hamelin.
Cuando la puerta se cerró a nuestra espalda, aquel lugar dejó de ser el sótano de una nave vieja para convertirse en una cápsula de alta tecnología salida de otro universo. En el lado opuesto había un muro de mesas de mezclas y pantallas de ordenador; tres de las paredes estaban insonorizadas y pintadas de negro; varios halógenos empotrados iluminaban los aparatos y unos sillones de lo más moderno. La cuarta pared era de cristal, y daba a otra estancia insonorizada que contenía un piano vertical y varias docenas de micrófonos.
—Me llamo Dmitra —dijo la chica de las trenzas tendiéndonos la mano.
Me observó impertérrita mientras mis ojos iban de su nariz a sus ojos, y de esta forma firmamos un pacto tácito: ella no se fijaría en mis ojos amarillos si yo no me fijaba en su nariz
—¿Eres Sam o Grace?
Sonreí ante la broma y le estreché la mano.
—Sam Roth. Encantado de conocerte.
Dmitra se dio la vuelta para presentarse a Grace, que estaba haciendo buenas migas con el perro labrador, y dijo:
—¿Qué vamos a hacer hoy, chicos?
Grace me miró.
—Una maqueta, supongo —respondí.
—¿Supones? ¿De qué tipo de instrumentación estamos ha blando?
Levanté la funda de la guitarra.
—Vale —repuso Dmitra—. ¿Has grabado alguna vez antes?
—No.
—Perfecto. A veces viene bien trabajar con alguien sin pervertir.
Dmitra estaba empezando a recordarme a Beck: aunque no dejaba de sonreír y hacer bromas, se notaba que al mismo tiempo nos estaba analizando. Beck hacía lo mismo: se mostraba cálido y cercano mientras decidía si valías o no la pena.
—Bueno, pues tienes que meterte allí —prosiguió Dmitra señalando la pared de cristal—. ¿Queréis un café antes de empezar? En la cocina hay recién hecho.
Grace fue directamente a servirse uno. Dmitra se volvió hacia mi.
—¿Qué sueles escuchar?
Dejé la funda encima del sofá y saqué la guitarra.
—Mucha música indie —contesté, tratando de no sonar presuntuoso—. The Shins, Elliott Smith, José González, Damien Rice, Gutter Twins… Cosas así.
—Ah, Elliott Smith —repitió Dmitra como si no hubiera dicho nada más—. Vale, me hago una idea.
Grace regresó con una taza feísima que tenia un ciervo pintado, y Dmitra se puso a trastear con un ordenador poniendo cara de que lo que hacía era muy importante. Al cabo de unos minutos, se levantó y nos indicó que entráramos tras ella en la otra sala. Me colocó delante una audiencia compuesta por dos micrófonos, uno para la voz y otro para la guitarra, y me dio unos cascos.
—Así podrás oír lo que decimos nosotras —explicó mientras desaparecía en la primera habitación.
Grace se quedó un poco más, con la mano apoyada en la cabeza del labrador.
Me notaba los dedos pegajosos y agarrotados, y los cascos me olían a cabeza ajena. Me removí en el taburete en el que estaba sentado y miré a Grace con expresión lastimera. La luz de los halógenos le daba una especie de belleza arisca, como la de una modelo. Me di cuenta de que aquella mañana ni siquiera le había preguntado qué tal se sentía. ¿Seguiría estando enferma? Recordé la forma en que se había tambaleado al salir del coche, y cómo había tratado de disimularlo. Tragué saliva para aflojar el nudo que tenía en la garganta, y opté por decir una tontería.
—Cuando vivamos juntos, ¿podemos tener perro?
—Vale —respondió siguiéndome la corriente—. Pero por las mañanas no lo sacaré de paseo porque estaré durmiendo.
—Tranquila, déjalo en mis manos: yo no duermo.
La voz de Dmitra sonó por los auriculares haciéndome dar un respingo.
—¿Por qué no cantas y tocas un poco para que pueda ir ecualizando?
Grace se agachó y me dio un beso en la frente, teniendo cuidado de no derramar el café.
—Buena suerte.
Me hubiera gustado que se quedara conmigo mientras cantaba, para recordarme por qué estaba allí; pero, al mismo tiempo, habría sido absurdo cantar canciones sobre mi añoranza por ella teniéndola delante, así que dejé que se fuera.
Grace
Me senté en el sofá tratando de disimular lo mucho que me impresionaba Dmitra. Ella siguió toqueteando botones en la mesa de mezclas sin decir nada, así que preferí quedarme callada por si acaso.
La verdad es que me aliviaba poder estar un rato en silencio. Volvía a sentir en la cabeza el latido sordo de los últimos días, y estaba extrañamente acalorada. Cada vez que hablaba, el dolor parecía desplazarse de la frente a los dientes, y aun estando callada empecé a sentir un hormigueo en la garganta y la nariz.
Me soné disimuladamente con un pañuelo y lo examiné en busca de sangre, pero no vi nada.
«Aguanta un poco, Grace», me dije. «Hoy no puedes ponerte enferma».
No pensaba estropear aquel día. Así que me quedé sentada en el sofá, haciendo todo lo posible por ignorar lo que sentía, y me concentré en Sam, que afinaba la guitarra de espaldas a nosotras.
—Canta un poco —le pidió Dmitra, y Sam giró la cabeza al oír su voz por los cascos.
Empezó a tocar un punteo rápido que yo no conocía y se puso a cantar. Al entonar la primera sílaba su voz sonó temblorosa por los nervios, pero enseguida adoptó el tono sincero y grave de siempre. Estaba cantando una canción muy triste sobre pérdidas y despedidas; al principio pensé que hablaba de Beck o incluso de mí, pero después me di cuenta de que en realidad Sam hablaba de sí mismo:
Mil maneras de decir adiós,
mil maneras de llorar.
Mil maneras de colgar el sombrero
al salir al exterior.
Digo adiós, adiós, adiós,
no lo dejo de gritar.
No sé si me acordaré
cuando vuelva a oír mi voz.
A través de los altavoces Sam sonaba completamente diferente, como si fuera la primera vez que lo oía. Mi boca se ensanchó en una sonrisa boba que no fui capaz de borrar; era absurdo sentirme orgullosa de algo en lo que no participaba directamente, pero no podía evitarlo. Dmitra se había quedado inmóvil ante la mesa de mezclas, escuchando atentamente con la cabeza ladeada.
—La cosa promete. Aún saldrá algo bueno hoy de aquí —dijo de pronto, sin girar la cabeza para mirarme.
Yo seguí sonriendo: no lo había dudado en ningún momento.