CAPÍTULO TREINTA Y DOS
Isabel
Cada tres zancadas soltaba el aire de golpe: zancada uno, inhalar una bocanada de aire frío; zancada dos, dejarla salir; zancada tres, no respirar.
Hacia mucho tiempo que no salía a correr, y más tiempo aún que no me atrevía con una distancia tan larga. Siempre me había gustado correr, porque era una forma de pensar tranquilamente lejos de mi casa y de mis padres. Pero tras la muerte de Jack, lo último que quería era pensar.
Ahora las cosas estaban cambiando.
Y por eso había salido, aunque hacía demasiado frío y yo no estaba precisamente en forma. A pesar de mis zapatillas recién compradas, las piernas me estaban matando.
Corría hacia Cole.
Entre mi casa y la de Beck había tanta distancia que hacerla corriendo habría sido una locura, así que aparqué el coche a cuatro kilómetros, hice algunos ejercicios de calentamiento entre la niebla y empecé a correr.
Había tenido tiempo de sobra para cambiar de idea, pero la casa de Beck ya estaba a la vista y yo no me había dado la vuelta. Debía de tener una pinta espantosa, ¿pero qué importaba? Al fin y al cabo, solo había venido para hablar con Cole.
El camino de entrada estaba vacío; Sam ya se había ido. No supe si sentirme aliviada o decepcionada. Al menos, eso me daba muchas posibilidades de encontrar la casa desierta, porque lo más probable es que Cole ya se hubiera convertido en lobo.
Tampoco sabía si eso me haría sentir alivio o decepción.
Cuando estaba a unos doscientos metros de la casa, dejé de correr e hice andando el resto del camino, apretándome un costado para calmar el flato. Al llegar a la puerta trasera casi había recuperado el aliento. Probé a girar el picaporte por si había suerte, y la puerta se abrió.
Entré y titubeé unos segundos en el umbral. Estaba a punto de gritar un saludo cuando me di cuenta de que tal vez Cole no fuera el único que se había vuelto humano a aquellas alturas. Me quedé en la penumbra y atisbé la zona iluminada de la cocina, recordando los días que había pasado con Jack en aquella casa.
Para Grace era fácil decir que no había sido culpa mía. Era la típica frase que no significaba nada.
De pronto sonó un estruendo en alguna habitación. Agucé el oído, completamente inmóvil, y tras una larga pausa oí más golpes. Era como si alguien estuviera peleando sin gritar ni decir nada. Por un momento estuve tentada de escabullirme y correr de vuelta al coche.
Entonces me cruzó la mente un pensamiento: «No sería la primera vez que te quedas de brazos cruzados ante un problema en esta casa».
Eché a andar y atravesé la cocina. Al llegar al vestíbulo me detuve ante la puerta del salón, sin comprender lo que tenía ante los ojos. Agua. Rastros de agua que cruzaban el suelo de madera, formando dibujos irregulares que casi parecían hechos de hielo.
Levanté la mirada para inspeccionar el resto del salón. Estaba todo patas arriba. Había una lámpara rota sobre el sofá y marcos de fotos desperdigados por el suelo. La alfombra de la cocina estaba tirada sobre una mesita, empapada de agua, y una de las sillas estaba volcada como si se hubiera desmayado. Entré lentamente, atenta por si oía algo más, pero la casa estaba en silencio.
El desastre era tan completo que tenía que ser intencionado: libros con páginas arrancadas tirados sobre charcos de agua; latas de comida abolladas que habían rodado hasta chocar con la pared; una botella de vino vacía incrustada en la tierra de una maceta; arañazos en las paredes…
Los ruidos empezaron a sonar de nuevo, como si alguien arañara el suelo y golpeara las paredes, y antes de que me diera tiempo a reaccionar vi que un lobo se acercaba tambaleante por el pasillo de la izquierda. Acababa de descubrir al culpable.
—Mierda —mascullé, reculando hacia la cocina.
Pero el lobo no parecía interesado en atacarme. Avanzó sin hacerme caso, dejando una estela de agua que caía de sus flancos empapados. Parecía sorprendentemente pequeño en aquel contexto; con su pelaje pardo pegado al cuerpo, no daba más miedo que un perro. Se acercó un poco más y sus ojos verdes me lanzaron una mirada insolente.
—Cole —susurré mientras mi corazón daba un vuelco—. Joder, Cole, estás fatal.
Para mi sorpresa, se estremeció al oír mi voz, y eso me hizo recordar que no era más que un lobo. Todos sus instintos tenían que estar gritando de alarma al encontrar a una humana interpuesta entre él y la salida.
Empecé a retroceder, pero antes de que pudiera decidir si encerrarme en una habitación o abrirle la puerta trasera, el Cole lobo empezó a temblar. Al cabo de un momento, cayó al suelo convulsionándose. Retrocedí un poco para que no me vomitara encima de las zapatillas, crucé los brazos y me quedé mirado cómo se transformaba.
Cole dio unos cuantos zarpazos más en la pared, y pensé que a Sam le iban a encantar cuando los viera. Entonces, su cuerpo se retorció en un espasmo e hizo magia: su piel pareció burbujear y estirarse, y su largo hocico de lobo se abrió de par en par en un gesto de dolor. Y casi sin transición, el Cole humano rodó hasta quedar de espaldas, jadeante.
Se quedó tumbado como una ballena varada en la orilla. En sus brazos podían verse marcas de color rosa pálido, restos de heridas. Abrió los ojos y me miró.
El corazón se me subió a la garganta: la cara de Cole aún estaba habitada por una mirada animal, el reflejo de la mente de un lobo. Finalmente parpadeó y supe que ahora sí que me veía realmente.
—Buen truco, ¿eh? —dijo con voz espesa.
—Los he visto mejores —respondí sin inmutarme—. ¿Se puede saber qué estás haciendo?
Cole abrió los puños y estiró los dedos.
—Experimentos científicos conmigo mismo como cobaya Llevo años haciéndolo.
—¿Estás borracho?
—No me extrañaría —admitió Cole con una sonrisa displicente—. Puede que la transformación metabolice parte del alcohol que tengo en la sangre. En cualquier caso, no me siento demasiado mal. ¿A qué has venido?
Apreté los labios.
—A nada. Ya me iba.
—No lo hagas —me pidió Cole estirando un brazo.
—¿Por qué? ¿Crees que voy a pasármelo bien si me quedo?
—Porque tienes que ayudarme. Ayúdame a descubrir cómo convertirme en lobo para siempre.
De pronto volví a verme sentada a los pies de la cama de mi hermano. Mi hermano, que lo había arriesgado todo por ser humano. Recordé cómo había perdido la sensibilidad en los dedos, cómo había gimoteado de dolor mientras el cerebro se le cocía a fuego lento; aunque lo hubiera intentado, no habría encontrado palabras para describir el desprecio que sentí hacia Cole en ese momento.
—Descúbrelo tú solo.
—No puedo —confesó Cole, aún tumbado boca arriba—. He conseguido forzar la transformación, pero no dura mucho rato. Está claro que el frío puede desencadenarla, y creo que la adrenalina también. Hace un rato llené la bañera con agua fría y cubitos de hielo y me metí; sin embargo, no funcionó hasta que me hice unos cortes para subir la adrenalina. Luego volví en seguida a la forma humana. No hay manera de estabilizarlo.
—Pobrecito —le dije con sarcasmo—. Sam se va a agarrar un buen cabreo cuando vea lo que le has hecho a su casa.
Me di la vuelta y eché a andar hacia la puerta.
—Isabel, por favor. Si no puedo convertirme en lobo, creo que me mataré.
Me detuve.
—No lo digo para manipularte. Es la verdad —hizo una pausa—. Necesito escapar, y si no puedo hacerlo de una manera, tendrá que ser de la otra. No soy capaz de… Tengo que averiguar cómo hacerlo, Isabel. Tú sabes más cosas que yo sobre los lobos. Por favor, ayúdame.
Giré sobre mis talones: Cole seguía tirado en el suelo, con una mano apoyada en el pecho y la otra extendida hacia mí.
—Me estás pidiendo que te ayude a matarte —dije—. No finjas que es otra cosa. ¿Qué piensas que es convertirte en lobo para siempre, si no?
Cole cerró los ojos.
—Entonces, ayúdame a hacer lo otro.
Empecé a reírme; me sorprendió lo cruel que sonaba mi risa, pero no hice nada por suavizarla.
—Deja que te diga algo, Cole. Me quedé sentada en esta misma casa, en aquella habitación de allí, mientras veía morir a mi hermano. No hice nada por evitarlo. ¿Sabes cómo murió? Le mordieron, pero él no quería ser lobo. Así que me las arreglé para contagiarle una meningitis bacteriana que le produjo una fiebre altísima, le derritió el cerebro, le destruyó los dedos de los pies y de las manos, y finalmente lo mató. No lo llevé al hospital porque sabía que prefería morir a vivir como un lobo. Y al final lo consiguió.
Cole se quedó mirándome con la misma expresión plana que ya le había visto otras veces. Pensé que reaccionaria de alguna manera, pero no hizo nada. Su mirada estaba apagada. Hueca.
—Solo te cuento esto para que entiendas que he querido escapar miles de veces desde entonces. He pensado en la bebida; al fin y al cabo, a mi madre le funciona. En las drogas, que a mi madre también le funcionan. He pensado en coger una de las mil pistolas de mi padre, apuntarme a la cabeza y reventarme los sesos. ¿Y sabes qué es lo más triste? Que no es porque eche de menos a Jack. No me malinterpretes: claro que le echo de menos, pero esa no es la razón por la que quiero hacerlo. La razón es que me siento culpable por la forma en que lo maté. Porque yo lo maté, y hay días en los que no puedo vivir sabiéndolo. Pero sigo adelante porque así es la vida, Cole. La vida duele. Y hay que aprender a soportarla lo mejor que puedas.
—Es que no quiero —dijo simplemente Cole.
Parecía que a aquel chico le gustaba darme duchas de sinceridad cuando menos me lo esperaba, y eso hacía que empezara a identificarme con él. No me gustaba nada sentirme así, pero no podía evitarlo, del mismo modo en que no había podido evitar besarle. Volví a cruzar los brazos; me daba la impresión de que Cole esperaba que yo le confesara algo mío para corresponder, pero no sabía si me quedaba algo más que confesar.
Cole
Estaba tirado en el suelo, deshecho. Llevaba todo el día convencido de que al fin iba a ser capaz de acabar con todo.
Pero no fue así. Porque al ver la cara de Isabel mientras me contaba lo de su hermano, dejé de sentir aquella urgencia; llevaba horas sintiéndome como un globo que se hinchaba cada vez más, y de pronto Isabel apareció y explotó primero. Y por alguna extraña razón, eso nos liberó a los dos.
Me di cuenta de que todos los que rondábamos por aquella casa teníamos alguna razón para querer escapar, pero yo era el único que trataba de hacerlo. Estaba agotado.
—Hasta ahora no me había dado cuenta de que eras humana —dije—. Me refiero a que tienes emociones, y esas cosas.
—Sí. Por desgracia.
Me quedé mirando el techo. No sabía cómo continuar.
—¿Sabes qué? —dijo entonces Isabel—. Estoy harta de verte ahí tirado en pelotas.
Dirigí la mirada hacia ella.
—Parece como si nunca llevaras ropa —continuó—. Siempre que te veo, estás desnudo. ¿Crees que conservarás la forma humana durante un buen rato?
Asentí, notando el sonido que producía mi cráneo al rozar contra el suelo.
—Bien, pues entonces no creo que hagas nada especialmente cantoso mientras estemos fuera. Ponte algo, nos vamos a tomar un café.
Estuve a punto de decirle: «Estupendo, es justo lo que necesito», pero preferí lanzarle una mirada sarcástica. Ella respondió con su típica sonrisa cruel.
—Tranquilo: si después de un poco de cafeína sigues queriendo suicidarte, tienes toda la tarde por delante para hacerlo.
Solté un gruñido mientras me levantaba, desconcertado por volver a ver el mundo desde una posición a la que no pensaba regresar. El salón estaba hecho un desastre. La columna vertebral me dolía horrores: había cambiado de forma demasiadas veces en poco tiempo.
—Ya puede ser bueno el café.
—No mucho —admitió Isabel; ahora que me había puesto en pie, su expresión había cambiado y mostraba algo parecido al alivio—. Pero para estar en un pueblo de mala muerte, es bastante mejor de lo que se podría esperar. Ponte ropa cómoda: tenemos una buena caminata hasta mi coche.