CAPÍTULO TREINTA Y UNO

Grace

Hojas

Cada minuto que pasaba nos alejaba más de Mercy Falls.

Habíamos decidido ir en el coche de Sam porque era diésel y gastaba menos, pero Sam me dejó conducir porque sabía que me gustaba. Cuando encendí la radio saltó un cedé de Mozart que había puesto yo hacía unos días, pero preferí poner la emisora de música indie que le gustaba a Sam, aunque sonaba bastante borrosa. Sam me miró sorprendido, y yo traté de reprimir la sonrisita de satisfacción que me asomaba a los labios. Estaba aprendiendo a hablar su idioma. Sí, más despacio de lo que él había aprendido a hablar el mío, pero aun así me sen tía orgullosa de mí misma.

Hacía un día precioso. Miré la carretera: en los tramos más bajos se había acumulado una capa de bruma que comenzó a desvanecerse en cuanto el sol asomó sobre los árboles. Por la radio empezó a sonar un músico de voz persuasiva y guitarra suave que me recordó a Sam. El Sam de verdad apoyó el brazo en el respaldo de mi asiento y me pellizcó la vértebra que sobresalía bajo mi nuca, tarareando la canción de la radio con aire distraído. Aunque tenía todo el cuerpo ligeramente dolorido, me sentí en armonía con el mundo.

—¿Ya sabes lo que vas a cantar? —pregunté.

Sam apoyó la mejilla sobre el brazo que tenía estirado y empezó a trazar lentos círculos en mi nuca.

—No lo sé. Al principio me cogiste por sorpresa, y estos últimos días he estado un poco preocupado por lo de tus padres. Supongo que cantaré… Uf, tengo que pensarlo. Igual lo hago de pena.

—No creo. ¿Qué estabas cantando en la ducha?

Sam parecía haberse olvidado por unos instantes de sí mismo, y me encantó verlo así. Empezaba a darme cuenta de que la música era la única piel en la que se sentía cómodo de verdad.

—Una canción nueva. Bueno, algo que tal vez se convierta en una canción nueva. Algo que… yo qué sé.

Entré en la carretera interestatal, que a esas horas estaba casi vacía.

—¿Una canción recién nacida?

—Más bien un embrión de canción. Creo que ni siquiera tiene piernas aún. Espera… Me parece que estoy confundiendo a los embriones con los renacuajos.

Traté de recordar cómo se desarrollaban los embriones, pero como no caía en ello y tenía que contestar algo, dije:

—¿Es una canción sobre mí?

—Todas tratan de ti.

—Uf, menuda presión…

—Sí, pero no para ti. Lo único que tienes que hacer tú es seguir siendo Grace tranquilamente; soy yo el que tiene que esforzarse para que mis composiciones reflejen la forma en que vas cambiando. No es fácil seguirte, ¿sabes?

Fruncí el ceño: siempre me había tenido por una persona desesperadamente estable.

—Sí, ya sé lo que estás pensando. Pero mira dónde te encuentras en este momento —explicó Sam señalando mi asiento con la mano que tenía libre—. Has peleado por venir conmigo en vez de resignarte a pasar una semana castigada. Estas cosas pueden servir de inspiración para discos enteros.

Sam no tenía ni idea de lo que había pasado. Me invadió una emoción ambigua, mezcla de mala conciencia, compasión por mí misma, incertidumbre y nervios. No sabía qué era peor: si ocultarle que aún seguía castigada y que algo iba muy mal dentro de mí, o contarle las dos cosas. Lo único que sabía era que, una vez se las dijera, no podría retirarlas. Y no quería echar a perder su regalo de cumpleaños; aquel tenía que ser un día perfecto. Quizás se lo dijera por la noche. O al día siguiente.

Empezaba a darme cuenta de que yo era una persona más complicada de lo que había creído siempre. Y aunque no me parecía que ir al estudio con él diera para inspirar un disco en tero, me gustaba la idea de haber hecho algo que sorprendiera a Sam.

—¿Qué título le pondrás al disco? —pregunté para cambiar de tema.

—En realidad no voy a grabar un disco. Solo una maqueta.

—Vale. Pero cuando grabes un disco, ¿cómo se llamará?

—Como yo —dijo Sam.

—Uf, no me gusta la idea.

Juguetes Rotos.

Negué con la cabeza.

—Parece más bien el nombre de un grupo.

Me pegó un pellizco suave y yo solté un gritito.

Siguiendo a Grace.

—Olvídate de mi nombre —le ordené con severidad.

—Vaya, me lo estás poniendo difícil. ¿Qué tal Recuerdos de Papel?

Me quedé pensativa.

—¿Por qué? Ah, por las grullas. ¿Cómo es que no me habías hablado de las que tienes colgadas en tu habitación?

—Porque no he colgado ninguna desde que te conocí. La última es de hace dos veranos. Todas las nuevas que he hecho están en la tienda o en tu habitación; mi cuarto es como un museo.

—Ya no —dije mirándole de soslayo.

A la luz de la mañana Sam parecía pálido, como si tuviera frío. Cambié de carril por hacer algo.

—Cierto —admitió.

Se recostó en su asiento, retiró la mano de mi cuello y la posó en la rejilla de plástico de la calefacción. Lancé una mirada a sus dedos, pensando en lo mucho que los había echado de menos.

—Me pregunto con quién esperarán tus padres que te cases —dijo sin mirarme—. Con alguien mejor que yo, supongo.

—Me da exactamente igual lo que esperen —bufé.

De pronto me di cuenta de lo que implicaba el comentario de Sam y me quedé sin palabras. No sabía si lo habría dicho en serio; al fin y al cabo, no me había pedido directamente que me casara con él. Tampoco hubiera sabido qué contestar.

Sam tragó saliva y empezó a juguetear con la rejilla del aire.

—También me pregunto qué habría pasado si no me hubieras conocido. O qué ocurriría si pidieras una beca para ir a una de esas universidades en las que estudian los genios de las matemáticas, y conocieras allí a algún chico listísimo y encantador de los que triunfan en la vida.

De todas las cosas que me desconcertaban de Sam, la que más perpleja me dejaba eran aquellos arrebatos de pesimismo que le daban de repente. Sin embargo, no eran tan diferentes de los bajones que sufría de vez en cuando mi madre, y había oído más de una vez a mi padre hablar con ella hasta sacarla del bache. ¿Les pasarían aquellas cosas a todas las personas creativas?

—No seas bobo —le regañé—. Yo no voy por ahí preguntándome qué habría pasado si hubieras rescatado a otra chica de la nieve y los lobos.

—¿Ah, no? Pues es un alivio —respondió Sam mientras subía la calefacción.

Se inclinó hacia delante y apoyó las muñecas en las rejillas. El sol que entraba por el parabrisas nos estaba achicharrando, pero Sam era como un gato: nunca tenía suficiente calor.

—Me resulta difícil hacerme a la idea de que voy a ser humano para siempre, de que voy a poder madurar. Y eso me hace pensar que tal vez debería buscar otro trabajo.

—¿Otro? ¿Y marcharte de la librería?

—No sé exactamente cómo funcionan las finanzas de Beck. Sé que hay algo de dinero en el banco y que da intereses, y de vez en cuando llegan pagos de no sé qué depósito a plazo fijo. Y casi todas las facturas están domiciliadas. Pero no conozco los detalles y preferiría no gastar todo ese dinero, así que…

—¿Por qué no hablas con alguien del banco? Seguro que pueden sentarse contigo y ayudarte a averiguar cómo están las cuentas.

—Porque prefiero no hablar de estas cosas hasta estar seguro de que… —Sam se interrumpió y se puso a mirar por la ventanilla. Aquello no era una pausa, sino un punto y aparte en toda regla.

Me llevó un momento darme cuenta de lo que había estado a punto de decir: no quería hablar de aquellas cosas hasta tener la certeza de que Beck no volvería. Sam agachó la cabeza y apretó la rejilla con tanta fuerza que las yemas de los dedos se le pusieron blancas.

—Sam —dije, mirándole de reojo sin perder de vista la carretera—, ¿estás bien?

Él apretó los puños y se los llevó al regazo.

—¿Por qué tuvo que crear esos lobos nuevos, Grace? —preguntó finalmente—. No hizo más que complicar las cosas. Estábamos bien como estábamos.

—Beck no sabía que tú te ibas a curar.

Volví a mirarle con el rabillo del ojo: ahora se pasaba el dedo lentamente por el puente de la nariz. Busqué algo que decir para salir del paso.

—Él creía que…

Ahora fui yo la que no pudo terminar la frase como habría querido: «que aquel era tu último año».

—Pero Cole… No sé qué hacer con él —confesó Sam—. Tengo la sensación de que hay algo en él que se me escapa. Y si vieras sus ojos… Grace, si vieras sus ojos te darías cuenta de que hay algo raro en ese chico. Tiene algo roto por dentro. Y luego están los otros dos, y Olivia, y tú tienes que ir a la universidad, y yo, o alguien, tiene que ocuparse de… Grace, no sé qué se supone que tengo que hacer, pero creo que es demasiado para mí. No sé hasta qué punto me siento obligado por las expectativas que Beck puso en mí y hasta qué punto son mis propias expectativas, pero…

No supe cómo consolarle. Nos quedamos un rato callados. Yo contemplaba la sucesión interminable de rayas blancas que se extendía por la carretera, mientras escuchaba un veloz punteo de guitarra por la radio. Sam se apretaba el labio superior con los dedos como si su confesión le hubiera asombrado a él mismo.

Me despierto todavía —dije.

Sam me miró.

—El titulo para tu disco. Me despierto todavía —expliqué.

Siguió mirándome con expresión intensa, tal vez sorprendido de que hubiera dado en el clavo.

—Eso es. Así es exactamente como me siento, Grace. Una mañana de estas, abriré los ojos y no tendré que convencerme a mi mismo de que voy a seguir siendo humano hasta el final del día, hasta el final de mis días. Mientras llega ese momento, voy dando tumbos.

—Eso le pasa a todo el mundo, Sam —respondí, mirándole a los ojos durante un instante—. Todos nos damos cuenta un día de que no vamos a ser niños para siempre, de que tenemos que crecer. Lo que pasa es que a ti te ha llegado ese momento un poco más tarde que a la mayoría de la gente. Pero lo superarás, seguro.

Los labios de Sam dibujaron una sonrisa triste.

—¿Sabes? A Beck y a ti os hicieron con el mismo molde.

—Por eso nos quieres tanto a los dos —contesté.

Sam colocó los dedos cu su cinturón como si quisiera formar un acorde de guitarra y asintió.

Me despierto todavía —añadió poco después, pensativo—. Algún día, Grace, escribiré una canción para ti que se titule así. Y será la que dé nombre a mi disco.

—Sé lo que me digo, ¿eh?

—Si —respondió Sam, volviéndose a mirar por la ventanilla.

Fue un alivio que lo hiciera, porque así pude sacarme un pañuelo del bolsillo sin que me viera. Había empezado a sangrar por la nariz.