CAPÍTULO TREINTA

Cole

Hojas

No conseguía librarme del olor a sangre.

Cuando llegué a la casa, Sam se había marchado. El camino de entrada estaba vacío; las habitaciones, desiertas y llenas de ecos. Me metí en la bañera de abajo —la alfombrilla de baño seguía arrugada de la noche anterior— y abrí a tope el agua caliente. Después me metí bajo la ducha y me quedé mirando cómo la sangre teñía el agua que se colaba por el desagüe. A la luz apagada del baño, la sangre parecía casi negra. Me froté las manos y los brazos para eliminar el olor de la cierva, pero no lograba arrancármelo de la piel por más que me esforzaba. Y cada vez que me llegaba una vaharada, la veía abierta en canal, mirándome con aquel ojo oscuro y resignado.

Recordé a Victor observándome con rencor desde el suelo de la cabaña. Victor, atrapado entre el lobo y el humano por mi culpa.

En aquel momento me di cuenta de que yo era el reverso de mi padre: él creaba cosas. A mí se me daba extremadamente bien destruirlas.

Moví el mando del agua para que saliera fría. Durante un breve instante el chorro estuvo a la misma temperatura que mi cuerpo, y eso me hizo sentir extrañamente invisible. Luego empezó a enfriarse hasta salir helado, y necesité toda mi fuerza de voluntad para no saltar fuera de la bañera.

Una descarga de escalofríos me recorrió el cuerpo, y la piel se me puso instantáneamente de gallina. Eché la cabeza hacia atrás y dejé que el agua helada me corriera por el cuello.

«Cambia. Cambia de una vez».

Pero el agua no bastaba para transformarme; lo único que hizo fue revolverme las tripas y provocarme una arcada. Cerré el grifo con el pie.

¿Por qué seguía siendo humano?

No tenía sentido. Si nuestras transformaciones eran algo científico en vez de mágico, tenían que regirse por unas normas estables. Y sin embargo, los lobos nuevos cambiaban inesperadamente a temperaturas diferentes… No, no tenía sentido. Mi cabeza empezó a dar vueltas: la imagen de Victor transformándose sin parar; la loba blanca que me había observado en silencio, segura en su cuerpo lobuno; yo mismo, dando vueltas por la casa sin acabar de transformarme. Me sequé con la toalla de mano y luego registré los armarios del piso de abajo en busca de ropa. Encontré una sudadera de color azul oscuro con el símbolo de la marina y unos vaqueros que me quedaban un poco sueltos. Y mientras buscaba, mi mente zumbaba tratando de encontrar una secuencia lógica para las transformaciones.

Quizás Beck estuviera equivocado, y no fueran los cambios de temperatura la causa de las transformaciones. Tal vez la temperatura fuera un simple catalizador. En ese caso, podrían encontrarse otras formas de desencadenar la metamorfosis.

Necesitaba algo de papel; era incapaz de pensar sin ir anotando mis ideas.

Cogí unos folios del despacho de Beck y también su agenda. Me senté en la mesa del salón con un bolígrafo en la mano, arropado por el aire cálido que salía de los conductos de la calefacción, y me vino instantáneamente a la cabeza la mesa del comedor de mis padres. Todas las mañanas me sentaba allí con mi cuaderno de ideas —regalo de mi padre— para hacer los deberes, escribir alguna canción o anotar algo que hubiera visto en las noticias. Aquella era la época en la que aún pensaba que iba a cambiar el mundo.

Recordé la cara de Victor cada vez que experimentaba con alguna droga nueva. La expresión de mi madre cuando le dije que, por mí, podía irse a la mierda de la mano de mi padre. Las docenas de chicas que se habían despertado por la mañana para descubrir que se habían acostado con un fantasma, porque yo me había marchado… o había viajado lejos de allí a lomos de una botella o una jeringuilla. La mano de Angie apoyada contra su pecho cuando le dije que le había puesto los cuernos.

Sí, había cambiado mi trozo de mundo. Lo había jodido.

Abrí la agenda y empecé a hojearla en busca de alguna pista. Había fragmentos que quizás pudieran ser interesantes, pero que carecían de sentido por sí solos: «Hoy he encontrado una loba muerta. Le miré los ojos, pero no la reconocí. Paul dijo que había dejado de transformarse hacía catorce años. Tenía sangre en la boca y apestaba». Y otro: «Derek se ha convertido en lobo durante dos horas esta tarde, y eso que estamos en mitad del verano. Ulrik y yo llevamos toda la tarde devanándonos los sesos». Y otro: «¿Cuál es la razón de que Sam tenga muchos menos años que el resto de nosotros? Él es el mejor de todos. ¿Por qué la vida es tan injusta?».

Bajé la mirada y me di cuenta de que me quedaba un resto de sangre bajo la uña del pulgar. No creía que una mancha así pudiera sobrevivir a la transformación; aquella sangre tenía que haber llegado allí cuando yo era humano, en ese tiempo indeterminado en el que mi cuerpo de persona aún no estaba habitado por mí.

Apoyé la cabeza en la mesa y sentí el tacto helado de la madera sobre mi piel. Descifrar la lógica de la licantropía iba a costarme mucho trabajo. Y aunque lo lograra, aunque llegara a descubrir qué era lo que nos hacía cambiar y adonde se iban nuestras mentes cuando abandonaban el cuerpo, ¿para qué serviría? ¿Para convertirme en lobo para siempre? Tanto esfuerzo, ¿solo para conservar una vida que no recordaría? ¿Una vida que no valía la pena conservar?

Sabía por experiencia que había formas más sencillas de borrar los pensamientos conscientes. Y había una que era definitiva, aunque hasta el momento había sido demasiado cobarde para intentarla.

Le había hablado de ello a Angie en una ocasión. Fue antes de que empezara a odiarme, creo. Estaba con ella en el garaje tocando el teclado, de vuelta de mi primera gira, cuando el mundo entero aún se desplegaba ante mí lleno de posibilidades. Angie no sabía que le había puesto los cuernos durante la gira. O puede que sí. Cuando paré de tocar, le dije sin apartar los dedos de las teclas:

—He estado pensando en suicidarme.

Angie llevaba un rato acurrucada en una vieja butaca, y ni siquiera levantó la mirada para contestarme.

—Sí, me lo imaginaba. ¿Y cómo lo ves?

—Tiene sus ventajas —respondí—. Solo se me ocurre un inconveniente.

Ella se quedó callada un buen rato.

—¿Y por qué me vienes ahora con esas? —dijo finalmente—. ¿Quieres que te quite la idea de la cabeza? La única persona que puede convencerte de que no lo hagas eres tú. Pero se supone que eres superdotado, ¿no? De modo que no te estoy diciendo nada que tú no sepas. Solo lo dices para llamar la atención.

—En absoluto —respondí—. Te lo decía porque de verdad me interesa saber lo que piensas. Olvídalo, ¿quieres?

—¿Y qué crees que te voy a decir? «Ah, sí, querido, suicídate. Es una salida estupenda a todos tus problemas». ¿Qué quieres que te diga, Cole?

Yo la escuchaba, pero tenía la mente en otra parte: en una habitación de hotel, dejando que una chica llamada Rochelle me bajara los pantalones. No es que me apeteciera mucho enrollarme con ella; en realidad, lo hice simplemente porque podía. Cerré los ojos y me dejé llevar por el canto de sirena del autodesprecio.

—No lo sé, Angie. No lo sé. No lo he dicho por nada en especial. Se me ha pasado por la cabeza y te lo he soltado, ¿vale?

Angie se mordió un nudillo y miró al suelo.

—De acuerdo. Pues entonces, ¿qué te parece esto? El suicidio significa acabar con las segundas oportunidades. Es el mayor inconveniente que se me ocurre. Si te matas, se acabó: siempre te recordarán así. Bueno, y también está lo de ir al infierno. ¿Sigues creyendo en esas cosas?

Hasta hacia poco había llevado una cruz al cuello, pero se me había perdido durante la gira. La cadena se había roto; ahora debía de estar en el lavabo de alguna gasolinera, enredada entre las sábanas de una cama de hotel o guardada como recuerdo por alguien a quien yo nunca se la habría regalado.

—Sí —contesté, porque era verdad: aún creía en el infierno. Era el cielo lo que me suscitaba dudas.

No volví a mencionar el tema. Angie tenía razón: la única persona que podía convencerme de que no lo hiciera era yo.