CAPÍTULO TRES
Isabel
El mismo día que el policía visitó a Sam en la librería, oí quejarse a Grace por primera vez de que le dolía la cabeza. Tal vez parezca raro que diera importancia a un comentario tan normal, pero desde que conocía a Grace nunca la había visto enferma. Además, para entonces yo me había hecho experta en dolores de cabeza. Eran una de mis aficiones.
Aquel día, después de ver cómo Sam esquivaba las preguntas de Koenig, decidí ir a clase. El instituto se había convertido en una parte secundaria de mi vida. Los profesores, divididos entre mis buenas notas y mis faltas de asistencia, no sabían qué hacer conmigo, así que habíamos acabado por establecer una especie de pacto tácito: yo iba a clase y ellos me dejaban hacer lo que me daba la gana, siempre que no molestara a mis compañeros.
Lo primero que hice al llegar al aula de diseño gráfico fue encender mi ordenador como una niña buena, y a continuación saqué los libros que acababa de comprar como una niña mala. Uno de ellos era una enciclopedia de enfermedades llena de fotos morbosas, un tocho grueso y polvoriento publicado en 1986. Debía de ser uno de los primeros libros que se habían puesto a la venta en The Grooked Shelf. Mientras el señor Grant explicaba lo que teníamos que hacer durante la clase, empecé a pasar las páginas en busca de imágenes truculentas. Había una foto asquerosa de un tipo con porfiria, otra de una dermatitis seborreica, y una imagen de una tenia en plena acción que me pilló por sorpresa y me revolvió el estómago.
Busqué la M y recorrí las páginas con el dedo índice hasta encontrar «Meningitis bacteriana». Leí la entrada, sintiendo el picor de las lágrimas reprimidas en la nariz. Causas. Síntomas. Diagnóstico. Tratamiento. Pronóstico. Tasa de mortalidad de la meningitis bacteriana sin tratamiento: 100%. Tasa de mortalidad de la meningitis bacteriana con tratamiento: del 10% al 30%.
En realidad, no me hacía falta leer aquello; me sabía de memoria las estadísticas. Podría haber recitado todo aquel artículo de corrido. Sabía más que aquella enciclopedia de 1986, porque había consultado en las revistas médicas on line cuáles eran los últimos tratamientos y los casos singulares.
El asiento que había a mi lado chirrió. No necesité girar la cabeza para saber quién se había sentado: Grace siempre utilizaba el mismo perfume. Aunque, conociéndola, sería más apropiado decir el mismo champú.
—Hola, Isabel —me saludó, sin molestarse en bajar demasiado la voz; los demás alumnos estaban trabajando en grupos y más de uno hablaba con sus compañeros—. Oye, eso es demasiado morboso hasta para ti.
—Pues mándame al pasillo.
—Tendrías que ir al psicólogo, ¿sabes? —dijo ella en tono de broma.
—Ya estoy yendo —repliqué, volviéndome para mirarla—. Solo quiero descubrir cómo funciona la meningitis; no me parece que sea tan morboso. ¿No te gustaría a ti saber cómo funcionaba el problemilla de Sam?
Grace se encogió de hombros y empezó a balancearse en la silla, con la cabeza gacha. Su melena de color miel caía sobre sus mejillas enrojecidas. Parecía incómoda.
—Eso ya se acabó.
—Seguro —murmuré.
—Si te vas a poner insoportable, me cambio de sitio. De todos modos, no me siento bien. Creo que debería irme a casa.
—Solo he dicho «seguro» —protesté—. Eso no es ponerse insoportable, Grace. Créeme, si quieres que saque a relucir mi mal ge…
—¿Señoritas? —el señor Grant apareció a mi espalda y miró alternativamente la pantalla en blanco de mi ordenador y la pantalla negra del de Grace—. Tenía entendido que esto era una clase de diseño gráfico, no una tertulia.
Grace lo miró con seriedad.
—Señor Grant, ¿puedo ir a la enfermería? Es que la cabeza me está… No sé, creo que estoy empezando a incubar algo.
El señor Grant contempló sus mejillas coloradas y su expresión soñolienta, y asintió con la cabeza.
—Tráigame un justificante de la enfermera —le pidió.
Grace le dio las gracias, se levantó y se marchó tras golpear el respaldo de mi silla con los nudillos a modo de despedida.
—En cuanto a usted… —prosiguió el señor Grant.
Sus ojos se posaron en mi enciclopedia y en la página que seguía abierta, y no llegó a terminar la frase. Se limitó a asentir y se marchó.
Volví a concentrarme en mi estudio extracurricular sobre muertes y enfermedades.
Porque, dijera Grace lo que dijera, yo sabía que en Mercy Falls las cosas nunca se acababan del todo.