CAPÍTULO VEINTINUEVE

Grace

Hojas

No me di cuenta de que me había quedado dormida, pero en algún momento tuve que hacerlo porque me despertó un golpe en la puerta de mi habitación. Abrí los ojos y vi que aún no había amanecido. Miré el despertador: las 5:30.

—¡Grace! —llamó mi madre asomándose a la puerta, en voz demasiado alta para lo temprano que era—. Tenemos que hablar contigo antes de irnos.

—¿Adonde? —pregunté con voz ronca, aún medio dormida.

—A Saint Paul —respondió ella con impaciencia, como si ya me lo hubiera dicho antes—. ¿Estás visible?

—¿Cómo voy a estarlo a las cinco de la mañana? —murmuré, pero le hice un gesto de asentimiento con la mano. Llevaba puesta una camiseta y los pantalones del pijama.

Mi madre encendió la luz y yo parpadeé deslumbrada, dándome cuenta de que se había puesto la camisa vaporosa que llevaba siempre en sus exposiciones. Mi padre apareció detrás de ella y los dos entraron en mí habitación; mi madre tenía una sonrisa rígida, y la cara de mi padre parecía esculpida en piedra. No recordaba haberlos visto nunca tan incómodos.

Se miraron, y por un momento creí ver sus pensamientos escritos en bocadillos sobre sus cabezas, como en un cómic. «Empieza tú». «No, empieza tú».

Así que empecé yo.

—¿Qué tal te encuentras hoy, Grace? —dije.

Mi madre meneó una mano como diciendo que sí era capaz de andarme con sarcasmos, me encontraba evidentemente bien.

—Hoy es el encuentro anual de artistas —afirmó.

Hizo una pausa para ver si tenía que aclarar algo más. No era necesario: llevaba anos yendo a aquel encuentro. Se marchaba antes del amanecer con el coche cargado de cuadros y no volvía a casa hasta pasada la medianoche, agotada y con el coche bastante más vacío. Mi padre siempre la acompañaba si tenía el día libre. Yo fui un año: era una exposición gigantesca, en un edificio lleno de personas como mi madre y de gente ansiosa por comprar cuadros como los que pintaba mi madre. No quise volver.

—¿Y…? —pregunté.

Los dos se miraron.

—Pues que, aunque nosotros no estemos, sigues castigada —dijo mi padre.

Me incorporé en la cama y mi cabeza protestó con un pinchazo.

—Esperamos que no hagas ninguna tontería, Grace —añadió mi madre—. Podemos confiar en ti, ¿verdad?

—¿Es esto una especie de… venganza? —dije, hablando lenta y cuidadosamente para contener las ganas de gritarles—. Porque yo…

Iba a decir que llevaba muchísimo tiempo ahorrando para regalarle a Sam aquella reserva en el estudio; pero, por alguna razón, la idea de terminar la frase me produjo un nudo en la garganta. Parpadeé.

—No —dijo mi padre—, es un castigo. Dijimos que estarías castigada hasta el lunes y no vamos a dar marcha atrás. Siento mucho que la sesión de Samuel en el estudio caiga en ese periodo de tiempo, pero siempre podéis ir otro día.

No parecía que lo sintiera en absoluto.

—El estudio tiene una lista de espera de meses, papá.

Nunca había visto una expresión tan desagradable en la boca de mí padre.

—Entonces, tal vez hubieras debido pensarlo mejor antes de hacer lo que hiciste —repuso.

Empecé a sentir un punto palpitante de dolor entre las cejas. Me apreté la frente con un puño y después levanté la mirada.

—Papá, es su regalo de cumpleaños. Es lo único que le han regalado. Es muy importante para él —mi voz se entrecortaba, y tuve que tragar saliva antes de continuar—. Dejadme ir, por favor. Castigadme el lunes. Si queréis, puedo hacer servicios comunitarios o limpiar vuestro váter con mi cepillo de dientes. Pero dejadme ir.

Mis padres se miraron, y durante un instante de ingenuidad creí que se lo estaban pensando. Pero entonces mi madre dijo:

—No queremos dejaros a los dos solos durante tanto tiempo ya no confiamos en él.

«Ni en mí. Atreveos a decirlo», pensé.

—La respuesta es no, Grace —remachó mi padre—. Podréis veros mañana, y ya puedes agradecer que te dejemos.

—¿Agradecéroslo?

Aferré el borde de la colcha. Notaba la ira subir dentro de mi como una oleada de calor, hasta que de repente estallé.

—Lleváis años gobernando este rincón del mundo con el mando a distancia, y ahora, ¿os creéis que podéis entrar al asalto y decirme: «Lo sentimos, Grace, pero aquí se hace lo que nosotros decimos y punto. Ah, y agradece que no te destrocemos completamente la vida que estás construyendo con la persona a la que quieres»?

—¡Vamos, Grace, no exageres! —exclamó mi madre alzando los brazos—. No haces más que confirmar que aún eres demasiado inmadura para pasar tanto tiempo con él. Tienes diecisiete años y toda la vida por delante; esto no es el fin del mundo. Dentro de cinco años…

—No sigas —mascullé.

Para mi sorpresa, me hizo caso.

—No me digas que dentro de cinco años ni siquiera recordaré su nombre, o lo que fueras a decir. Haz el favor de no hablarme como si fuera idiota —tiré el edredón a los pies de la cama y me levanté—. Los dos lleváis demasiado tiempo haciendo vuestra vida para pensar ahora que me conocéis. ¿Por qué no os vais a cenar fuera, o a la inauguración de una galería, o a una exposición nocturna, o a una muestra de arte que dure todo el día, sin preocuparos demasiado porque «Grace se las apaña muy bien sola»? Ah, un momento, ¡si lleváis años haciéndolo! Mirad, chicos, tenéis que elegir: o padres o compañeros de piso. No podéis pasar años siendo una cosa y de repente decidir que preferís la otra.

Los tres nos quedamos en silencio. Mi madre tenía la mirada perdida en un rincón de la habitación, como si escuchara una música fascinante que solo podía oír ella. Mi padre me observaba con el ceño fruncido.

—Hablaremos seriamente cuando volvamos a casa, Grace —dijo al fin mi padre meneando la cabeza—. No es justo por tu parte decimos estas cosas cuando sabes que no podemos quedarnos para rebatirlas.

Cerré los puños y me crucé de brazos. No conseguiría hacerme sentir mal por lo que había dicho; no lo conseguiría. Había esperado demasiado tiempo para soltarlo.

Mi madre miró su reloj y se dio la vuelta.

—Continuaremos con esto más tarde —aseguró mi padre antes de salir tras ella—. Ahora tenemos que irnos.

—Confiamos en que respetes nuestra autoridad —concluyó mi madre con poca convicción, como si mi padre le hubiera hecho aprenderse la frase de memoria.

Pero en realidad no confiaban en ello, porque después de que se marcharan fui a la cocina y descubrí que se habían llevado las llaves de mi coche.

No me importó. Tenía otro juego guardado en una mochila.

Algo invisible y peligroso había empezado a crecer dentro de mí. Ya estaba harta de ser buena.

Llegué a casa de Beck justo después del amanecer.

—¿Sam? —llamé al entrar. No respondió nadie.

Me dirigí al segundo piso y no tardé en encontrar la habitación de Sam. El sol aún no se había alzado sobre las copas de los árboles y por la ventana solo entraba una luz mortecina y grisácea, pero era suficiente para ver el rastro que Sam había ido dejando: las sábanas deshechas, unos vaqueros arrugados en el suelo junto a un par de calcetines vueltos del revés, una camiseta hecha un gurruño.

Me quedé un momento junto a la cama contemplando las sábanas enmarañadas, y después me metí dentro. La almohada olía a Sam. Tras varias noches de añoranza, aquella cama me parecía el paraíso. No sabía dónde estaba Sam, pero sabía que volvería; de hecho, ya me sentía como si estuviera con él de nuevo. Los párpados empezaron a pesarme.

Los cerré, notando cómo me inundaba una maraña de sentimientos y sensaciones. Mi constante dolor de estómago. La punzada de envidia que me traspasaba al pensar que Olivia era una loba. La rabia áspera que sentía hacia mis padres. La ferocidad con la que me devoraba la añoranza de Sam. El tacto de sus labios en mi frente.

Sin darme cuenta, me quedé dormida. Cuando abrí los ojos estaba de cara a la pared, arropada con el edredón.

Normalmente, cuando me despertaba en una cama que no era la mía —si dormía en casa de mi abuela, o las pocas veces que había estado en un hotel cuando era más pequeña—, me sentía confusa hasta que mi cuerpo recordaba por qué la luz era distinta y por qué había una almohada tan extraña. Sin embargo, abrir los ojos en la habitación de Sam fue… abrir los ojos, simplemente. Como si estuviera en mi casa.

Cuando me giré para mirar el resto de la habitación y vi unos pájaros danzando entre la cama y el techo, no me sorprendí. Me quedé admirándolos: había docenas de grullas de papel de todas las formas, tamaños y colores, que se mecían lentamente al ritmo del aire que salía por los conductos de la calefacción. La luz que entraba por la ventana era ahora más brillante, y proyectaba sombras con forma de pájaro por todo el cuarto: en el techo, en las paredes, en los estantes y pilas de libros, en el edredón, en mi cara. Era hermoso.

Me pregunté cuánto tiempo habría dormido y dónde estaría Sam. Mientras me desperezaba, me di cuenta de que por la puerta entreabierta entraba el murmullo de la ducha. Y entonces empezó a sonar la voz de Sam, alzándose sobre el rumor del agua:

Estos días perfectos, hechos de cristal,

los pondré en lo alto para proyectar

reflejos perfectos que inunden de luz

el tiempo imperfecto que llegue detrás.

Repitió la estrofa un par de veces más, cambiando «que inunden de luz» por «que puedan teñir» y después por «que tiñan de azul». Su voz sonaba remota por el eco de la ducha.

Esbocé una sonrisa aunque no había nadie para verla. La pelea con mis padres me parecía algo muy lejano, algo que le había ocurrido a otra Grace. Aparté las mantas de una patada y me levanté; mi cabeza golpeó sin querer uno de los pájaros, que empezó a girar frenético. Estiré la mano para detenerlo y luego fui recorriendo los demás con la mirada para ver de que estaban hechos. El que había golpeado era de papel de periódico. Había otro hecho con la portada de una revista de moda. Otro de papel de regalo, con un bonito dibujo de flores y hojas entrelazadas. Otro parecía una factura. Otro pequeño y deforme, estaba hecho con dos billetes de dólar pegados. Incluso había un boletín de notas de una escuela a distancia. Historias y recuerdos plegados para no perderlos; qué propio de Sam era querer tenerlos flotando sobre él mientras dormía.

Toqué el que colgaba directamente sobre la almohada, era una hoja de cuaderno arrugada y cubierta por la escritura de Sam, un eco de la voz que ahora escuchaba a lo lejos. Una de las frases decía «la chica tumbada en la nieve».

Suspiré, con una extraña sensación de vacío en mi interior. Pero no era un vacío malo; era más bien la ausencia de una sensación, como si algo me hubiera dolido durante mucho tiempo y de repente el dolor desapareciera. Era la impresión de haberlo arriesgado todo por estar allí con un chico, y darme cuenta de repente de que aquello era exactamente lo que deseaba. Como si llevara toda la vida pensando que yo era un dibujo, y solo hubiera descubierto que en realidad era una pieza de puzzle al encontrar la pieza que encajaba conmigo.

Volví a sonreír mientras los pájaros bailaban a mi alrededor.

—Hola —dijo Sam desde la puerta.

Parecía inseguro, como si ya no supiera cómo estar conmigo después de pasar tantos días separados. Tenía el pelo mojado y revuelto, y se había puesto una camisa que le hacía parecer extrañamente formal a pesar de que estaba toda arrugada y de que la llevaba con vaqueros. «Sam, Sam, al fin Sam», gritaba mi mente.

—Hola —contesté.

Me mordí el labio para dejar de sonreír, pero descubrí que no podía evitarlo, y mi sonrisa se hizo aún más ancha cuando la vi reflejada en la cara de Sam. Me quedé inmóvil entre los pájaros, junto a la cama aún templada por mi calor, disfrutando del sol que entraba a raudales por la ventana y maravillándome de lo pequeñas que parecían todas mis preocupaciones de la noche anterior en comparación con el resplandor de aquella mañana.

Me sentía abrumada por lo increíble que era aquel chico que tenía ante mí, y por el hecho de que era mío y yo suya.

—En este momento —susurró Sam enseñándome la factura del estudio, doblada para formar un pájaro de alas bañadas por el sol—, me cuesta imaginar que pueda estar lloviendo en alguna parte del mundo.