CAPÍTULO VEINTIOCHO
Cole
Estaba acuclillado en el suelo del bosque, con las palmas apoyadas sobre las agujas de los pinos y las rodillas llenas de sangre, y no sabía cuándo me había convertido en humano.
Me rodeaba un mar de bruma azulada que se movía a mi alrededor destiñendo los colores de los árboles. El aire apestaba a sangre, heces y agua estancada. Bajé los ojos para mirarme las manos y descubrí de dónde venían los olores: estaba a unos metros del lago, y entre la orilla y yo había un ciervo muerto que yacía de lado. Su costado, totalmente desgarrado, dejaba al descubierto las entrañas como una especie de regalo macabro. Era su sangre la que manchaba mis rodillas y, como vi en aquel momento, también mis manos. Desde las ramas de los árboles, invisibles en la niebla, graznaban los cuervos esperando impacientes a que perdiera el interés en mi presa. La observé con más atención y vi que no tenía cuernos: era una cierva.
Busqué con la mirada a los lobos que teman que haberme ayudado a derribar a la cierva, pero no vi ninguno. Se habían marchado. O, mejor dicho, era yo quien se había marchado al transformarme en aquel humano harto de serlo.
Vi un movimiento por el rabillo del ojo y bajé la mirada. La cierva Había parpadeado y ahora me miraba. No estaba muerta, sino muriéndose; pensé en lo curioso que era que dos palabras tan parecidas significaran cosas tan diferentes. Algo en la expresión de su ojo negro y húmedo hizo que me doliera el pecho. Era paciencia, o tal vez sumisión. Se había resignado a ser devorada viva.
—Joder —susurré mientras me ponía lentamente en pie, intentando no alarmarla más.
La cierva ni siquiera se estremeció. Solo parpadeó. Quise retroceder, darle espacio, dejarla escapar, pero sus huesos al aire y sus tripas desparramadas eran la prueba evidente de que no podría hacerlo. La había destrozado.
Una sonrisa amarga me torció los labios: aquel era el resultado de mi brillante plan para dejar de ser Cole y sumergirme en el olvido. Pensé en el punto al que había llegado: desnudo y manchado de muerte, con el estómago rugiendo de hambre mientras contemplaba un festín destinado a alguien que ya no era yo.
La cierva volvió a parpadear, y mi estómago dio un vuelco al mirar una vez más su expresión dulce y resignada.
No podía dejarla así. No podía. Eché un vistazo alrededor: debía de estar a unos veinte minutos de la cabaña. Si no encontraba nada allí para rematarla, tendría que ir a la casa: otros diez minutos. Para la cierva, cuarenta minutos de agonía con las tripas al aire. En el mejor de los casos.
También podía marcharme sin más. Al fin y al cabo, se estaba muriendo. Era inevitable, y además, ¿a mí qué me importaba el sufrimiento de una cierva?
Volvió a parpadear, sumisa y silenciosa. Importaba. Sí que me importaba.
Giré sobre mí mismo para ver si encontraba algo que pudiera servirme como arma. Las piedras de la orilla eran demasiado pequeñas, y de todos modos no me veía capaz de matarla a golpes. Empecé a repasar todo lo que sabía de anatomía y de muertes instantáneas. Volví a mirar sus costillas desnudas.
Tragué saliva.
Solo me llevó un momento encontrar una rama con la punta afilada.
La cierva giró el ojo hacia mí, negro como un pozo sin fondo, y una de sus patas delanteras se sacudió con un espasmo como si recordara el acto de correr. Me resultaba insoportable ver aquel terror silencioso, aquellas emociones latentes que no se podían expresar.
—Lo siento —le dije—. No quiero hacerte daño.
Le hinqué el palo entre las costillas.
Una vez.
Otra.
La cierva chilló, un alarido agudo que no era humano ni animal sino algo terrible a medio camino, y supe que no podría olvidar aquel sonido por muchas cosas bellas que oyera en mi vida. Y luego se quedó en silencio, porque no quedaba aire en sus pulmones perforados.
La cierva estaba muerta. Yo quería estarlo. Tenía que encontrar la manera de ser un lobo para siempre; ya no podía más.