CAPÍTULO VEINTISÉIS
Sam
Aquella noche me puse a hacer pan porque no podía dormir.
La mayor parte de mi insomnio se debía a Grace: la idea de tumbarme solo en la cama y esperar a que me venciera el sueño me resultaba insoportable. Pero otra parte se debía a que Cole seguía en casa. Daba vueltas de un lado a otro, encendía el equipo de música, se sentaba en el sofá para ver la televisión y se levantaba a los dos minutos… Irradiaba una especie de aura tan inquieta como inquietante, que parecía haberme contaminado también a mí. Era como estar en presencia de una supernova.
Así que recurrí al pan. Había aprendido a hacerlo de Ulrik, que era todo un gourmet para aquellas cosas y se negaba a comer el pan industrial que podía comprarse en las tiendas. Dado que cuando yo tenía diez años no comía casi nada más que pan, al final acabamos horneando juntos un montón de hogazas. Beck decía que éramos unos pesados y se negaba a participar en nuestras manías, así que Ulrik y yo pasamos juntos muchas mañanas. Yo me sentaba en el suelo con la espalda apoyada en los armarios de la cocina y tocaba la guitarra que me había regalado Paul, mientras Ulrik aporreaba alegremente la masa y se quejaba en broma de tenerme siempre pegado a la chepa.
Un día, al poco de comenzar con aquella rutina, Ulrik quiso enseñarme a amasar. Fue el mismo día en que Beck descubrió lo de la cita de Ulrik con el médico, un recuerdo que me había vuelto a la mente después de ver a Victor la tarde anterior. Beck entró como una apisonadora en la cocina, claramente furioso, mientras Paul se asomaba a la puerta con aire más curioso que preocupado.
—¡Dime que Paul miente! —bramó Beck mientras Ulrik me pasaba tranquilamente un bote de levadura—. Dime que no has ido al médico, Ulrik.
Paul contuvo una carcajada. Miré a Ulrik: también parecía a punto de echarse a reír.
—¡Así que lo hiciste! —gritó Beck, levantando las manos como si quisiera estrangularle—. ¡Fuiste de verdad! ¿Pero cómo puedes ser tan gilipollas? Ya te dije que no serviría de nada.
Finalmente, Paul se echó a reír y Ulrik sonrió.
—Cuéntaselo, Ulrik —dijo Paul—. Dile lo que te recetó.
Pero estaba claro que Beck no estaba de humor para chistes, así que Ulrik se dio la vuelta sin dejar de sonreír y señaló hacia la nevera.
—Leche, Sam —me pidió.
—Haloperidol —dijo Paul—. Va al médico por un problema de licantropía, y sale de allí con un receta de antipsicóticos.
—¿Y te parece gracioso? —inquirió Beck.
Ulrik miró finalmente a Beck y extendió las manos con las palmas hacia arriba.
—¿Qué más da, Beck? El tipo pensó que yo estaba chiflado. Le conté todo lo que me estaba pasando: que me convertía en lobo durante el invierno y que me daban… ¿Cómo se decía? ¿Náusicas? Ah, sí, náuseas… Bueno, eso, y también le dije la fecha en la que había vuelto a ser humano este año. Todos los síntomas. Le conté la verdad y nada más que la verdad, y él me siguió la corriente como si nada y luego me recetó un medicamento para locos.
—¿Adonde fuiste? —preguntó Beck—. ¿A qué hospital?
—A uno de Saint Paul.
Beck lo miró boquiabierto, y Ulrik y Paul se echaron a reír ante su cara de sorpresa.
—¿Qué? ¿Pensabas que iba a ir al Hospital General de Mercy Falls a decirles que soy un licántropo?
Pero a Beck seguía sin hacerle gracia el chiste.
—¿Y ya está? ¿No te creyó? ¿No te sacó sangre? ¿No hizo nada?
Ulrik resopló y empezó a añadir harina, olvidándose de que yo iba a hacer la masa.
—Le faltó tiempo para echarme de allí. Como si la locura fuera contagiosa.
—Me habría encantado verlo —dijo Paul.
Beck negó con la cabeza.
—Sois un par de idiotas —refunfuñó, ahora en tono casi cariñoso.
Apartó a Paul de la puerta y salió de la cocina. Antes de alejarse, se dio la vuelta y nos miró.
—Si queréis que un médico os crea, tenéis que morderle. ¿Cuántas veces os lo tengo que decir?
Paul y Ulrik intercambiaron una mirada.
—¿Lo dice en serio? —preguntó Paul.
—No creo.
Los dos siguieron hablando de otras cosas mientras Ulrik terminaba la masa y la dejaba en un cuenco para que creciera, pero jamás olvidaré la lección que aprendí aquel día: los médicos no eran buenos aliados en nuestra batalla particular.
La tarde que había pasado con Victor me volvió una vez más a la mente. No podía olvidar su imagen mientras pasaba sin transición de humano a lobo y luego otra vez a humano.
Al parecer, tampoco Cole podía olvidarlo, porque entró en la cocina y se sentó encima de la mesa con expresión enfurruñada.
—Debería sorprenderme de verte haciendo pan, pero la verdad es que te pega —dijo arrugando la nariz ante el olor a levadura que inundaba la cocina—. En fin. Sigo dándole vueltas a la injusticia de que Victor se transforme en lobo sin querer y yo no pueda transformarme por más que lo intento. Debería ser al revés.
—Sí, sí, ya lo he pillado —contesté tratando de contener mi irritación—. Quieres ser un lobo. No quieres ser Cole. Quieres ser un lobo. Ya lo has dejado bastante claro. Pero es que yo no tengo ninguna fórmula mágica para conseguir que vuelvas a ser un lobo. Lo siento —me di cuenta de que tenía una botella de whisky sobre la encimera, a su lado—. ¿De dónde has sacado eso?
—Del mueble bar —respondió Cole, afable—. ¿Por qué te molesta tanto?
—No me hace especial ilusión que te emborraches.
—Ni a mí estar sobrio. Pero no me refiero a eso, sino a la razón por la que te molesta tanto que quiera ser lobo.
Le di la espalda y me dirigí al fregadero para limpiarme la harina de las manos. Medité lo que quería decir mientras me frotaba los dedos para retirar todos los grumos.
—Mira, Cole, no resulta nada fácil conservar la forma humana; de hecho, sé de un chico que lo intentó a la vez que yo y acabó muerto. Daría cualquier cosa por volver a ver a mi familia, pero tienen que pasarse el invierno en el bosque sin recordar siquiera quiénes son. Ser humano es… —iba a decir que era un privilegio extraordinario, pero pensé que sonaría demasiado grandilocuente—. La vida como lobo carece de sentido. No tener recuerdos es como no existir; sin memoria, no queda rastro de ti en el mundo. Yo… ni siquiera sé por qué tengo que justificar mis ganas de ser persona. Es lo más importante que poseemos. ¿Por qué va a querer nadie tirarlo por la borda?
No mencioné a Shelby. Shelby, que como él quería ser una loba. Conocía sus razones para abandonar la vida humana, pero eso no quería decir que las compartiera. Aun así, deseé que hubiera conseguido lo que ansiaba y se hubiera convertido en loba para siempre.
Cole dio un trago de whisky e hizo una mueca.
—Tú mismo has respondido a la pregunta: para no tener recuerdos. El olvido es una terapia estupenda.
Me giré para observarle. Su presencia en aquella cocina me parecía irreal. Me pregunté por qué, y me di cuenta de que la belleza de la gente normal es algo que despierta con el tiempo, porque las personas se vuelven más bellas cuanto mejor las conoces y más las quieres. Pero Cole había saltado al final del tablero sin empezar a jugar siquiera; con su atractivo un tanto canalla y su aspecto de estrella de Hollywood, no necesitaba que nadie lo quisiera para parecer guapo.
—No lo creo —dije—. No creo que esa sea una buena razón.
—¿No? —inquirió Cole con curiosidad; me sorprendió ver que no había malicia en su expresión, sino solo un vago interés—. Entonces, ¿por qué vas a mear al baño de arriba?
Le miré a los ojos sin decir nada.
—¿Pensabas que no me había dado cuenta? Siempre subes arriba para mear. Pensé que tal vez el baño de abajo estuviera hecho un asco, pero lo miré y estaba perfecto —Cole bajó de un salto de la encimera y se tambaleó ligeramente al aterrizar—. Así que tengo la impresión de que no vas porque quieres evitar la bañera. ¿Me equivoco?
Me extrañó que conociera mi pasado, pero enseguida me di cuenta de que no era ningún secreto. Pensé que tal vez se lo hubiera contado Beck, aunque la idea me hizo sentir incómodo.
—Eso no tiene importancia —afirmé—. Evitar las bañeras porque te recuerdan a la forma en que intentaron matarte tus padres es una cosa; tratar de evitar tu vida entera convirtiéndote en lobo es otra muy distinta.
Cole sonrió de oreja a oreja. El alcohol lo estaba convirtiendo en un chico muy alegre.
—Te propongo un trato, Ringo. Tú dejas de evitar esa bañera, y yo dejo de evitar mi vida.
—Paso.
La única vez que me había metido en una bañera desde lo de mis padres había sido el invierno anterior, y solo porque Grace me había obligado para hacerme entrar en calor. Pero en aquel momento era más lobo que persona, y casi no sabía dónde estaba. Además, en Grace confiaba. En Cole, no.
—No, en serio. Me gusta ponerme objetivos, ¿sabes? —insistió Cole—. Siempre he dicho que la felicidad consiste en alcanzar las metas que tú mismo estableces. Joder, qué buen whisky —dijo posando la botella en la mesa—. Tengo un puntillo de lo más agradable. Bueno, ¿qué me dices? Tú te metes en esa bañera y yo dedico mi vida a procurar que Victor y yo seamos humanos. ¿Cómo lo ves? Al fin y al cabo, lo de la bañera no es más que una bobada, ¿no?
Sonreí compungido. Cole sabía perfectamente que no iba a acercarme a aquel cuarto de baño.
—Touché —reconocí, recordando vagamente la última vez que había oído aquella palabra: la había dicho Isabel en la librería, mientras se bebía mi té verde. Me pareció que había pasado una eternidad desde entonces.
Cole
Sonreí de oreja a oreja. Me sentía inundado de ese calorcillo dulzón que solo se consigue con el consumo de licores fuertes.
—Ya ves, Ringo, los dos estamos fatal —dije—. Completamente rayados.
Sam se quedó mirándome sin decir nada. En realidad no se parecía a Ringo; era más bien una especie de John Lennon de ajos amarillos y soñolientos, pero me gustaba más el nombre de Ringo. De pronto sentí una oleada de compasión por él Pobre chaval, incapaz de mear en el piso de abajo porque sus padres habían intentado matarle. La cosa era bastante bestia, la verdad.
—¿Improvisamos una sesión de terapia? —propuse—. Esta es una noche perfecta para hacer terapia, tío.
—Gracias, pero prefiero resolver mis problemas yo solo.
Le ofrecí la botella pero él negó con la cabeza.
—Venga, hombre —insistí—. Pega un trago y ya verás cómo te relajas. Si bebes lo suficiente, acabarás navegando hasta China montado en esa bañera
—No me apetece —repuso Sam menos amablemente que antes.
—Venga tío, estoy intentado conectar contigo. Quiero ayudarte y ayudarme a mi mismo de paso.
Le agarré el brazo amistosamente y él dio una sacudida instintiva. Luego eché a andar hacia la puerta, tirando de él.
—Cole, estás completamente borracho. Déjame en paz.
—Ya te he dicho que todo este proceso sería mucho más fácil si tú estuvieras borracho también. En serio, ¿por qué no le das una oportunidad al whisky?
Habíamos llegado al pasillo.
—No voy a hacerlo, Cole. Venga, déjame de una vez.
Sam empezó a debatirse. Estábamos ya muy cerca de la puerta del baño, y tuve que agarrarle con las dos manos para que no se soltara. Tenía una fuerza sorprendente; nunca hubiera imaginado que alguien tan flaco pudiera oponer tanta resistencia.
—Yo te ayudo a ti y tú me ayudas a mí. Piensa en lo bien que te sentirás después de enfrentarte a tus demonios —dije.
No estaba nada seguro de que fuera cierto, pero al menos sonaba bien. Por otra parte, debo admitir que sentía mía inmensa curiosidad por ver cómo reaccionaria Sam al encontrarse cara a cara con su temida bañera.
Le hice cruzar el umbral de un empellón y encendí el interruptor con el codo.
—Cole —dijo Sam con voz repentinamente suave.
Solo era una bañera. Una bañera vacía de lo más normal frente a una pared alicatada en color crema, con una cortina blanca descorrida. Junto al desagüe había una araña muerta. Pero al enfrentarse a ella, Sam empezó a debatirse con tanta energía que necesité toda mi fuerza para sujetarlo. Sus músculos se tensaban bajo mis dedos, tratando de liberarse de mi agarrón.
—Por favor —masculló.
—Solo es una bañera —dije, rodeándolo con los brazos.
Pero ya no hacia falta: Sam se había quedado completamente inmóvil.
Sam
Durante un instante lo vi tal y como era, como supongo que lo habría visto de niño: un cuarto de baño normal, anónimo y funcional. Pero entonces mis ojos encontraron la bañera y aquello fue demasiado para mí. Estaba
sentado a la mesa del comedor. Mi padre estaba a mi lado; mi madre, no: hacía semanas que evitaba sentarse junto a mí. Mi madre dijo:
«Ya no soy capaz de quererle. Eso no es Sam, es una cosa que a veces se parece a él».
Había guisantes en mi plato. Yo nunca comía guisantes, y me sorprendió verlos allí porque mi madre lo sabía. No podía dejar de mirarlos.
Mi padre dijo:
«Tienes razón».
Cole me estaba zarandeando.
—Sam, reacciona —dijo—. No te estás muriendo, solo lo parece.
Y de pronto eran mis padres los que agarraban mis brazos enclenques para llevarme a rastras hacia la bañera, aunque no era la hora del baño y yo estaba vestido. Me mandaron que me metiera, pero yo me negué. Creo que se alegraron, porque si hubiera obedecido dócilmente, les habría resultado más difícil hacer lo que iban a hacer. Mi padre me levantó en vilo y me metió en el agua.
—¡Sam! —exclamó Cole.
Estaba sentado dentro de la bañera, vestido, mirando cómo el agua oscurecía mis vaqueros y empapaba mi camiseta favorita, la azul con una raya blanca. La tela se me pegó a las costillas, y durante un corto y maravilloso instante, creí que todo aquello era un juego.
—¡Sam!
No entendía nada hasta que, de pronto, lo entendí todo.
No fue cuando vi cómo mi madre clavaba la mirada en el borde de la bañera y tragaba saliva una y otra vez. Tampoco cuando mi padre agarró algo a su espalda y llamó a mi madre para que le mirase. Ni siquiera cuando ella cogió una de las cuchillas de afeitar que le ofrecía mi padre, con tanta delicadeza como si estuviera escogiendo un pastel de una bandeja llena de dulces.
Fue cuando finalmente mi madre me miró.
Cuando me miró a los ojos. A mis ojos de lobo.
Vi la decisión en su mirada. La voluntad de dejarse ir.
Y fue entonces cuando tuvieron que sujetarme.
Cole
Sam estaba en otro lugar: es la única manera de describirlo. En sus ojos solo se veía vacío. Cargué con él hasta el salón y empecé a zarandearlo.
—¡Sam, reacciona! Ya hemos salido. Mira a tu alrededor, Sam. Estamos fuera.
Lo solté; él resbaló hasta quedar sentado con la espalda apoyada en la pared. Se cubrió la cara con las manos. De repente se había convertido en una figura sin rostro, un rebujo de codos, rodillas y articulaciones dobladas.
Sentí algo extraño en mi interior al verle así. No sabía qué le pasaba, pero estaba claro que el causante era yo. La idea me hizo odiarle.
—¿Sam?
Al cabo de un rato contestó sin levantar la cabeza, con voz débil y fatigada:
—Déjame en paz. Déjame solo de una vez. ¿Se puede saber qué te he hecho yo?
Su respiración era entrecortada y rasposa. No parecían sollozos, sino más bien una especie de asma.
Le miré y de repente sentí una rabia inmensa. ¿Por qué tenía que afectarle tanto aquello? No era más que un cuarto de baño joder. Era él quien me estaba haciendo parecer cruel, cuando lo único que yo había hecho era enseñarle una bañera de mierda. Yo no era la clase de persona que él pensaba que era.
—Beck también escogió esto —le dije, porque sabía que ahora no me podía contradecir—. Eso fue lo que me contó. Me dijo que ya había conseguido todo lo que quería de la vida y que se sentía vacío por dentro. Iba a suicidarse cuando conoció a un tal Paul que le convenció de que había otra salida.
Me quedé callado, escuchando su respiración fatigada.
—Beck me ofreció lo mismo a mí —añadí—. Y ahora no soy capaz de ser lobo. No me digas que no quieres oírlo, porque tú estás tan mal como yo. Mírate. ¿Crees que puedes darme lecciones sobre cómo vivir la vida?
Él se quedó inmóvil, así que tuve que ser yo quien se moviera. Me dirigí a la puerta trasera y la abrí de par en par. La noche se había vuelto fría y desapacible, y mi estómago se convulsionó en cuanto sentí el viento helado en la piel.
Escapé.