CAPÍTULO VEINTICINCO
Grace
Al cabo de una eternidad, los lobos se marcharon.
Me quedé sentada, sola, intentando sentir cada célula de mi cuerpo y tratando de entender lo que ocurría en mi interior.
Mi teléfono sonó. Era Isabel.
Respondí: tenía que volver al mundo real, aunque no fuera tan real como yo habría querido.
—A Rachel le encantó restregarme que le hubieras pedido a ella los deberes y los apuntes, en vez de a mí —dijo Isabel en cuanto descolgué.
—Es que coincido con ella en más cla…
—No te molestes, me dio igual. De hecho, prefería ahórrame el esfuerzo de llevártelos. Pero me hace gracia que Rachel se lo tomara como un honor —explicó Isabel, en un tono zumbón que me hizo sentir mal por Rachel—. En cualquier caso, te llamaba para ver si contagias o no.
¿Podía explicarle cómo me sentía? ¿A Isabel, precisamente?
No, no podía.
Respondí sin mentirle, pero sin decirle toda la verdad.
—No creo que lo que tengo sea contagioso —dije—. ¿Por?
—Me apetece verte un rato, pero preferiría no pillar la peste bubónica.
—Ven a la parte de atrás de mi casa y grita mi nombre —respondí—. Estoy en el bosque.
—¿En el bosque? —refunfuñó Isabel, en un tono entre el desagrado y la incredulidad—. Sí, claro, cómo no, es lógico: cuando la gente se pone mala, va al bosque. Evidente. La verdad es que preferiría despejarme practicando algún deporte de riesgo como ir de compras, por ejemplo, pero supongo que ir al bosque puede ser una buena alternativa. Todo el mundo sabe que es la última moda. ¿Me llevo los esquíes? ¿Una tienda de campaña?
—Contigo basta.
—¿Puedo preguntarte qué haces tú sola en el bosque, o es mejor que no lo sepa?
—Caminar —contesté.
Y también era verdad, aunque solo en parte.
No sabía cómo contarle el resto.
Isabel tuvo que llamarme varias veces hasta que aparecí entre los árboles, pero no me sentí culpable por hacerla esperar.
Seguía demasiado preocupada por la revelación que había tenido mientras estaba rodeada de lobos.
No me apetecía nada volver a casa, pero al menos no creía que mi madre intentara seguir con la conversación de antes en presencia de Isabel.
—¿Pero tú no estabas medio muerta? —preguntó Isabel en cuanto me vio aparecer.
Estaba junto al comedero de pájaros, con las manos en los bolsillos y la capucha medio subida. Cada dos o tres segundos miraba de reojo una cagada de pájaro blanquecina que había en el borde del comedero, como si le molestara verla allí. Se había arreglado mucho, al más puro estilo Isabel: su pelo cortísimo estaba meticulosamente desordenado, sus ojos rodeados de un negro brutal. Estaba claro que le apetecía salir. Me sentí un poco culpable por no darle el gusto, aunque sabía que no estaba en condiciones de irme por ahí.
—¿Te deja el médico salir de excursión por el bosque a dos grados de temperatura? —añadió, con voz aún más fría que el aire del atardecer.
Era verdad: había refrescado hasta el punto de que tenía las puntas de los dedos enrojecidas.
—¿Dos grados? No hacía tanto frío cuando salí.
—Pues ahora sí. De camino hacia aquí me he parado a hablar con tu madre. He intentado convencerla de que te dejara venir conmigo a Duluth para comer unos panini, pero se ha negado. Intentaré no tomármelo como algo personal —dijo arrugando la nariz.
Las dos echamos a andar hacia mi casa.
—Ya. Estoy tratando de olvidar lo furiosa que estoy con ella, pero no acabo de conseguirlo —confesé mientras abría la puerta del porche.
Isabel no hizo ningún comentario sobre mi enfado. No me extrañó: dado que estaba en guerra permanente con sus padres, supuse que no le daba mayor importancia.
—Puedo tratar de hacer algo parecido a panini aquí, pero solo tengo pan de molde —ofrecí, aunque no me apetecía cocinar.
—Paso de imitaciones —respondió Isabel—. ¿Pedimos una pizza?
Para pedir una pizza en Mercy Falls había que llamar a Mario’s, el restaurante italiano del pueblo, y pagar seis dólares de recargo por la entrega a domicilio. Y yo estaba arruinada después de reservar el estudio para Sam.
—No puedo; estoy pelada —confesé.
—Yo no.
Lo dijo justo cuando entrábamos en casa, y mi madre, que seguía echada en el sofá con el libro de Sam, levantó la mirada al oírla. Tal vez pensara que estábamos hablando de ella, pero me daba igual.
—Vamos a mi habitación —le dije a Isabel—. ¿De verdad te apetece pedir…?
Isabel meneó una mano para hacerme callar, porque ya estaba encargando por teléfono una pizza familiar con extra de queso y champiñones. Se quitó sus botas de cuña junto al felpudo de la puerta trasera y me siguió descalza hasta mi habitación, coqueteando por teléfono con el encargado de Mario’s.
Mi cuarto parecía un homo en comparación con el bosque. Me quité el jersey mientras Isabel colgaba el teléfono y se tumbaba de lado en la cama.
—¿Qué te apuestas a que nos regalan los ingredientes extra? —preguntó.
—Nada: un poco más, y te enrollas con el de Mario’s por teléfono.
—Bueno, es mi forma de ser. Por cierto, no me he traído los deberes. Los hice casi todos durante una hora libre ayer por la mañana.
La miré con incredulidad.
—Isabel, si te fastidias ahora el expediente, no podrás entrar en una buena universidad y te quedarás atrapada en Mercy Falls para siempre.
Al contrario que a Rachel e Isabel, a mí esa idea no me horrorizaba, pero sabía que para ellas era el peor de los destinos.
—Gracias, mamá. Lo tendré en cuenta —respondió Isabel con una mueca.
Me encogí de hombros y saqué el libro que me había traído Rachel.
—Bueno, pues yo sí que tengo deberes, y quiero entrar en una buena universidad. Por lo menos voy a leerme lo que nos ha mandado la de historia. ¿Te importa?
Isabel apoyó la mejilla en el edredón y cerró los ojos.
—Por mí no te cortes. Me basta con estar fuera de casa.
Me senté en la cabecera; mi peso hundió el colchón y desplazó a Isabel, pero ella ni siquiera abrió los ojos. Si Sam hubiera estado en mi lugar, le habría preguntado cómo le iban las cosas y si necesitaba algo. A mí ni siquiera se me habría ocurrido hacer esas preguntas antes de conocer a Sam, pero le había oído tantas veces que ya había aprendido cómo hacerlo.
—¿Qué tal te van las cosas? —dije. La pregunta sonó rara, menos sincera que cuando la hacía Sam.
Isabel soltó un gemido de aburrimiento y abrió los ojos.
—Eso es lo que me pregunta siempre el psicólogo de mi madre —respondió, estirándose como una gata—. Me apetece beber algo. ¿Tenéis refrescos en la nevera?
Pensé en insistir, aunque en el fondo estaba aliviada de no tener que continuar con aquella conversación. Sam posiblemente lo hubiera hecho, pero no me veía capaz de seguir pensando como él.
—Hay un par de latas en la puerta de la nevera, y creo que alguna más en el cajón de las verduras.
—¿Quieres una? —preguntó Isabel mientras se levantaba de la cama.
Un post-it que se había caído de mi libro se le pegó al pie, e Isabel se agachó para quitarlo.
Me lo pensé. Aún tenía el estómago un poco revuelto.
—Vale. Un ginger ale, si quedan.
Isabel salió lánguidamente de la habitación, volvió al poco con dos latas y me ofreció una. Luego se inclinó para encender la radio que había en la mesilla, y empezó a sonar la emisora favorita de Sam, una radio independiente que siempre se oía con interferencias porque la sede estaba más allá de Duluth. Suspiré. No era el tipo de música que más me gustaba, pero me recordaba a él incluso más que el libro que reposaba en la mesilla, o que la mochila que se había dejado junto a las estanterías. En la penumbra del atardecer, lo añoraba con más fuerza aún.
—Esto suena de pena —refunfuñó Isabel, moviendo el dial hasta encontrar una emisora pop de Duluth que se oía bastante mejor.
Se tumbó boca abajo a mi lado, en el mismo lugar donde Sam solía tumbarse, y abrió su lata de refresco.
—¿Qué miras? Ponte a leer. Solo me estoy relajando.
Parecía decirlo en serio, así que abrí mi libro de Historia. Pero no me apetecía leer. Lo único que quería era abrazarme a mí misma y quedarme tirada en la cama, añorando a Sam.
Isabel
Durante un rato estuve muy a gusto tumbada allí sin hacer nada, a salvo de padres desquiciados y de recuerdos desagradables. A un lado tenía la radio, que sonaba bajito; al otro, Grace leía con el ceño fruncido, pasando páginas hacia atrás de vez en cuando para repasar algo con el ceño más fruncido aún. Por debajo de la puerta se colaba el ruido de su madre trasteando en la cocina, y en cierto momento entró un olorcillo a tostada quemada. Me gustaba la sensación de sumergirme en una vida ajena. Y también me gustaba poder estar con una amiga sin hablar. Ni siquiera tenía por qué acordarme de que Grace estaba enferma.
Cuando me aburrí, estiré el brazo y cogí de la mesilla un libro con los bordes desgastados; me alucinó lo viejo que estaba, como si se hubiera caído a una piscina y luego lo hubiera atropellado un autobús. En la cubierta ponía que era una edición bilingüe de poemas de Rainer Maria Rilke. No parecía especialmente atrayente —por lo general, leer poesía me gustaba solo un poco más que darme martillazos en la cabeza—, pero como no tenía nada mejor que hacer, lo cogí para echarle un vistazo.
Se abrió por una página muy manoseada, llena de anotaciones en bolígrafo azul y de frases subrayadas. «Ay, ¿a quién podemos recurrir cuando nos es preciso? Ni a los ángeles ni a los humanos; y los astutos animales advierten ya que no es nuestra casa este mundo interpretado». Al lado, en una letra bastante enrevesada que no conocía, ponía: «findigen = astutos, gedeuteten = ¿interpretado?», junto a otras notas y palabras en alemán.
Me acerqué la página a los ojos para leer una anotación diminuta que había en una esquina y me di cuenta de que el libro debía de pertenecer a Sam, porque olía igual que la casa de Beck. El olor me trajo una oleada de recuerdos: Jack tumbado en la cama, convirtiéndose en lobo ante mis ojos, muriéndose.
Volví a mirar la página. «Oh, y la noche: la noche está cuando un viento lleno de espacio infinito nos roe la cara».
Aquello no aumentaba mi interés por la poesía lo más mínimo. Devolví el libro a la mesilla y apoyé la cara en la almohada: aquel debía de ser el lado donde dormía Sam cuando se quedaba allí de extranjis, porque reconocí su olor. Qué narices, colarse en la casa noche tras noche para estar con Grace. Me lo imaginé allí, tumbado junto a ella. Los había visto besarse más de una vez; había visto cómo Sam recorría con las manos la espalda de Grace cuando pensaba que no los miraba nadie, y cómo el ceño de Grace se suavizaba cuando lo hacía. Era fácil imaginarlos juntos en aquella cama, besándose en un lío de brazos y piernas. Respirando con un solo aliento, recorriendo con los labios el cuello, los hombros, los dedos del otro.
De repente sentí hambre de algo que no tenía a mi alcance y que no hubiera sabido definir, y me vino a la mente la mano de Cole en mi cuello, la calidez de su aliento en mi boca, y supe que al día siguiente lo llamaría o trataría de encontrarlo. Si es que estaba.
Me apoyé sobre los codos intentando apartar de mi mente aquella bruma de manos y labios, alejándome del aroma de Sam en la almohada.
—¿Qué estará haciendo Sam? —pensé en voz alta.
Grace me miró sujetando una página entre los dedos. Ahora no tenía el ceño fruncido, y en sus ojos había una mirada incierta; al verla, quise darme de patadas por haber dicho lo que me pasaba por la cabeza. Grace soltó la página, la alisó y se acarició la mejilla con un dedo. Tenía la cara enrojecida.
—Dijo que intentaría llamarme esta noche —musitó al fin, sin dejar de mirarme con aquella cara extrañamente inexpresiva.
—Solo me estaba preguntando si se habrá transformado ya algún otro lobo. Hace unos días conocí a uno de ellos.
Era una frase tan próxima a la verdad que ni siquiera un obispo se habría ruborizado al decirla.
La cara de Grace se despejó.
—Si, ya lo sé. Me lo dijo Sam. ¿Estuviste con él mucho rato?
«De perdidos al río», pensé. Aquella parecía la tarde de las verdades.
—Si. Lo llevé a casa de Beck la noche que fuiste al hospital —confesé.
Grace me miró sorprendida, pero antes de que pudiera preguntar nada más, sonó un tintineo bastante hortera. Tardé un segundo en darme cuenta de que era el timbre.
—¡La pizza, chicas! —gritó su madre con voz demasiado alegre para ser sincera, y cualquier otra cosa que Grace y yo pudiéramos habernos dicho se perdió en el aire.
Grace
Mi madre le agradeció a Isabel el trozo de pizza que le había ofrecido —yo no lo habría hecho— y se metió en su estudio para que pudiéramos estar tranquilas en el salón. Por el ventanal del porche se veía un cielo completamente oscuro; resultaba imposible saber si eran las siete de la tarde o las cuatro de la madrugada. Me senté en un extremo del sofá, sosteniendo en el regazo un plato desde el que parecía mirarme mi trozo de pizza Isabel se sentó en el otro extremo, con dos trozos en el plato, y empezó a darles toquecitos con una servilleta de papel para quitar la grasa sobrante. Habíamos puesto Pretty Woman, y en la pantalla se veía a Julia Roberts comprando ropa como loca en unas tiendas que a Isabel le habrían encantado. El resto de la pizza estaba en la caja, encima de la mesa baja. Tenía una verdadera montaña de queso y champiñones extra, evidentemente gratis.
—Come, Grace —dijo Isabel ofreciéndome un taco de servilletas.
Miré mi plato y traté de convencerme de que aquello era comestible. Sorprendentemente, un simple trozo de pizza rodeado de hilillos de mozzarella grasienta estaba logrando lo que no había conseguido una caminata por el bosque: ponerme enferma de verdad. Solo de mirarlo se me revolvía el estómago. En el fondo, sabía que aquello era algo más que una simple náusea. Era lo mismo que me había consumido antes: la fiebre que no era solo fiebre, la enfermedad que era algo más que un dolor de cabeza o de estómago. Era algo que, de algún modo, formaba parte de mí.
Isabel llevaba un rato mirándome, y supe que no tardaría en hacerme una pregunta. Pero no me apetecía abrir la boca: el hormigueo que había sentido en el bosque estaba empezando a mordisquearme el vientre, y tenía miedo de lo que pudiera decir si me ponía a hablar.
Miré la pizza: no podía ni pensar en morderla.
Me sentía mucho más vulnerable de lo que me había sentido en el bosque, rodeada de lobos. Quien me hacía falta en ese momento no era Isabel. Ni tampoco mi madre. Me hacía falta Sam.
Isabel
Grace estaba más bien grisácea, y miraba el trozo de pizza como si pensara que le podía saltar al cuello.
—Enseguida vuelvo —dijo al final llevándose una mano al estómago.
Se levantó del sofá con aire somnoliento y entró en la cocina. Cuando volvió, traía otra lata de ginger ale y un puñado de pastillas. Bajé un poco el volumen de la televisión aunque la película había llegado a mi escena favorita.
—¿Vuelves a sentirte mal? —le pregunté.
Ella se metió las pastillas en la boca y dio un sorbo rápido de ginger ale para tragarlas.
—Un poco. La fiebre suele subir por la tarde, ¿no? Al menos, eso he leído.
La miré y me pregunté si lo sabría; si estaría pensando lo mismo que yo pensaba pero no me atrevía a decir.
—Grace, ¿qué te dijeron en el hospital?
—Que debía de ser algún virus, una gripe o algo así —respondió, y por la forma en que lo dijo supe que estaba recordando cómo los lobos la habían mordido de niña. Los médicos también habían pensado entonces que tenia la gripe, pero las dos sabíamos que no se trataba de eso.
Así que acabé por decirle lo que llevaba preocupándome desde que había llegado a su casa.
—Grace, tienes un olor raro. Hueles igual que el lobo que nos encontramos muerto. Lo que te pasa está relacionado con los lobos, y tú lo sabes.
Recorrió con un dedo la cenefa que adornaba el borde de su plato, como si quisiera borrarla.
—Sí —respondió.
Justo en ese momento sonó el teléfono. Grace me miró, inmóvil de pronto.
—No se lo cuentes a Sam —me pidió.