CAPÍTULO VEINTICUATRO

Grace

Hojas

Avancé entre los árboles.

El bosque seguía desnudo y aletargado, pero el aire cálido había despertado una maraña de olores primaverales dormidos hasta entonces. Los pájaros piaban en lo alto y revoloteaban entre la maleza y las ramas, agitando el follaje.

Lo sentía en los huesos: estaba en casa.

No había llegado muy lejos cuando oí un rumor a mi espalda. Me detuve con el corazón acelerado, y solo al hacerlo me di cuenta del ruido que hacían mis pisadas sobre la hojarasca. El ruido sonó de nuevo, a la misma distancia que la primera vez; no me hizo falta darme la vuelta para saber que era un lobo. La certeza no hizo que me sintiera asustada, sino más bien acompañada.

Seguí andando, atenta a los leves crujidos que hacía el lobo al seguirme. Parecía estarme observando desde una distancia prudencial. Me hubiera gustado saber qué lobo era, pero estaba disfrutando tanto de su presencia invisible que no quería arriesgarme a espantarlo. Así que seguimos caminando juntos, yo a un paso constante, el lobo parando y avanzando para mantenerse a mi altura.

Los rayos de sol que se colaban entre las ramas desnudas me calentaban los hombros. Sin dejar de andar, estiré los brazos para empaparme de sol, intentando borrar el recuerdo de la fiebre. Cuanto más se calmaba mi rabia, más segura estaba de que estaba pasando algo raro en mi interior.

Mientras esquivaba unos matorrales, me vino a la cabeza el recuerdo de la tarde que había pasado con Sam en el claro dorado de su bosque. Deseé que estuviera allí conmigo, escuchando el ritmo extrañamente acelerado de mi corazón. No es que estuviéramos todo el tiempo juntos, ni que no supiera qué hacer cuando él no estaba; al fin y al cabo, él tenía su trabajo en la librería y yo iba al instituto todos los días. Pero en aquel momento estaba inquieta. Si, me había bajado la fiebre, pero no creía que se hubiera ido para siempre. Aún podía sentirla murmurando en mis venas, esperando para reaparecer con la siguiente llamada de los lobos.

Seguí caminando. En aquella zona crecían grandes pinos espaciados, cuyas copas no dejaban luz para que crecieran otros árboles. El olor del lago era muy intenso, y en el suelo húmedo vi el rastro de un lobo claramente impreso. Miré hacia el ramaje verde oscuro y me abracé los hombros; ahora que no me llegaba el sol, tenía frío.

Con el rabillo del ojo vi un movimiento rápido a mi izquierda, un relámpago del mismo color pardo que los troncos de los pinos. Giré la cabeza y al fin pude ver al lobo que me había acompañado todo ese tiempo: me observaba con ojos humanos de un verde brillante, irguiendo las orejas como si estuviera intrigado, y ni siquiera retrocedió cuando clavé la mirada en él.

«¿Eres uno de los nuevos?», pensé, pero no lo dije en voz alta para no asustarlo. Él levantó el hocico y empezó a olisquear. Alcé lentamente una mano, con la extraña sensación de que eso era exactamente lo que el lobo quería que hiciera; él retrocedió sin dejar de olfatear el aire, y me di cuenta de que lo que le asustaba no era mi gesto sino mi olor.

No me hacía falta llevarme la mano a la nariz para saber lo que estaba oliendo, porque yo también era capaz de percibirlo: entre mis dedos y debajo de mis uñas se acumulaba un aroma dulzón y marchito que recordaba a las almendras amargas. De algún modo, resultaba mucho más inquietante que los accesos de fiebre. «Esto es algo más que una enfermedad normal», parecía susurrarme.

El corazón me retumbaba en el pecho, pero no era de miedo. Me acuclillé y me abracé las rodillas; las piernas me fallaban, aunque no sabía si era por la fiebre o por la certeza de que algo iba terriblemente mal.

Una bandada de pájaros salió disparada de la maleza en una explosión de sonido, y el lobo y yo nos sobresaltamos al mismo tiempo. El causante, un lobo gris, se acercó sigilosamente. Era más grande que el lobo pardo, pero no tan valiente: aunque sus ojos mostraban interés, la posición de su cola y sus orejas indicaba cautela. También él arrugaba el hocico para olfatear en mi dirección.

Un lobo negro —Paul— apareció tras el gris, seguido de otro al que no conocía. Los observé sin moverme: avanzaban como un banco de peces, rozándose continuamente, empujándose, comunicándose sin necesidad de palabras. Al cabo de un momento había seis lobos ante mi, todos manteniendo la distancia, observándome, olisqueando.

Algo empezó a vibrar en mi interior, como si el hormigueo mudo que me había producido la fiebre y me estaba perfumando con su olor estuviera volviendo a despertarse. No era doloroso, al menos por el momento, pero resultaba inquietante.

Ahora me daba cuenta de la razón por la que añoraba tanto a Sam.

Tenía miedo.

Los lobos me rodearon, temerosos pero intrigados por mi olor. Quizás estuvieran esperando a que me transformara.

Pero no podía hacerlo. Para bien o para mal, no podía salir de mi cuerpo humano por mucho que lo que había en mi interior gimiera, arañara o se debatiera.

Era la segunda vez que me encontraba rodeada de lobos en aquel bosque, y la primera yo había sido su presa. Me recordé indefensa, pegada al suelo por el peso de mi sangre, contemplando el cielo invernal. Entonces ellos eran animales y yo humana; ahora la frontera no era tan clara. En las miradas de los lobos ya no había amenaza, sino una curiosidad cauta.

Me moví lentamente para no quedarme agarrotada y uno de los lobos soltó un gañido, como haría una perra para avisar a su cachorro de un peligro.

Sentí que la fiebre despertaba en mi interior.

Isabel me había contado que su madre, que era médico, decía que muchos pacientes terminales presentían lo que les iba a ocurrir incluso antes de que les diagnosticaran la enfermedad. Nunca me lo había tomado en serio, pero ahora sabía que era verdad: yo misma lo estaba experimentando.

Había algo extraño en mi interior, algo que ningún médico podía curar. Y los lobos lo sabían.

Me acurruqué al pie de un árbol y volví a rodearme el torso con los brazos, bajo la mirada atenta de los lobos. Al cabo de un rato, el gran lobo gris se tumbó lentamente, sin quitarme los ojos de encima Parecía alerta, dispuesto a echar a correr en cualquier momento; pero aun así, nunca había visto a un lobo confiarse tanto ante un humano.

Contuve el aliento.

El lobo negro miró al gris, volvió a mirarme a mí y luego se tumbó también, con la cabeza entre las patas delanteras y las orejas medio erguidas. Uno a uno, los lobos se tumbaron formando un círculo a mi alrededor. El bosque quedó en silencio mientras los lobos me vigilaban, pacientes y protectores, esperando a que me ocurriera algo que ni ellos ni yo podíamos expresar.

A lo lejos sonó el lamento fantasmal de una gavia. Parecía llamar desesperadamente a alguien que sabía que no iba a responder.

El lobo negro volvió el hocico hacia mí, husmeó y soltó un aullido, una especie de eco suave y entrecortado del canto de la gavia.

Bajo mi piel algo trataba de extenderse, de desplegarse. Mi cuerpo era el campo de batalla de una guerra invisible.

Me senté en el suelo, rodeada de lobos, y contemplé cómo el sol desaparecía en el horizonte y las sombras de los pinos crecían, preguntándome cuánto tiempo me quedaba.