CAPÍTULO VEINTITRÉS
Sam
Cuando salí de la librería hacia más calor de lo normal, más incluso que el día anterior. Aparqué el coche frente a la casa de Beck, me apeé y me detuve para saborear la forma en que los rayos de sol me templaban las mejillas. Luego cerré los ojos y estiré los brazos hacia arriba, tanto que pensé que iba a perder el equilibrio. A ratos soplaba una brisa suave, pero entre ráfaga y ráfaga el aire estaba a la misma temperatura que mi cuerpo. Me sentía como si no tuviera piel, como si fuera un espíritu flotante.
Los pájaros, convencidos de que la primavera había vuelto para quedarse, cantaban como locos en los arbustos que rodeaban la casa. Oírlos hizo que brotara una canción en mi interior, y fui musitando las nuevas palabras a medida que surgían.
Atravieso los meses. Los pájaros trinan,
arrullan y pían en busca de amor.
Cuando estoy contigo, apenas recuerdo
que a veces quisiera cantar con su voz.
Eché a andar recordando aquellos días de primavera que me despojaban de mi piel de lobo, días en los que me ponía loco de alegría al recuperar mis dedos.
Me preocupaba que los demás tardaran tanto en transformarse.
Decidí echar otro vistazo en el refugio; no se veía a Cole por ninguna parte, pero con aquel calor tenía que ser humano y tal vez anduviera por allí. Tampoco me habría extrañado encontrarme con otro de los lobos nuevos en plena transformación. En cualquier caso, controlar el refugio era una actividad bastante más práctica que vagar por los pasillos preguntándome si al final reuniría el valor suficiente para ir al estudio, y si Grace vendría conmigo.
Además, Grace me había encargado que estuviera atento por si aparecía Olivia.
En cuanto me acerqué a la cabaña supe que había alguien dentro: la puerta estaba entreabierta, y dentro se oían ruidos. Mi olfato no era tan agudo como cuando era lobo, pero supe que el ocupante del refugio tenía que ser uno de nosotros porque el olor a sudor humano se superponía al aroma almizclado de la manada. En mis tiempos de lobo habría sabido de quién se trataba con tanta claridad como si lo viera. Ahora, como humano, estaba ciego.
Así que me acerqué a la puerta y llamé tres veces.
—¡Cole! ¿Va todo bien? —pregunté.
—¿Sam?
La voz de Cole sonaba… ¿aliviada? No parecía muy propio de él.
Se oyó un ruido como de garras raspando el suelo de madera y después un gruñido. Los pelos de la nuca se me erizaron.
—¿Estás bien? —volví a preguntar mientras abría la puerta con cautela.
El interior del refugio apestaba tanto a lobo como si el olor rezumara de las paredes. Primero vi a Cole: estaba de pie junto a las cajas, vestido, apretándose los labios con los nudillos en un gesto de incertidumbre. Después seguí su mirada hacia un rincón de la cabaña y descubrí a un chico acurrucado, tapado con una manta polar de color azul brillante.
—¿Quién es ese? —susurré.
Cole se apartó el puño de la boca y desvió la mirada.
—Victor —respondió.
Al oír su nombre, el chico giró la cabeza para mirarnos. Debía de ser algo mayor que yo, y su pelo castaño claro le enmarcaba la cara en una maraña de rizos. Recordé inmediatamente la primera y última vez que lo había visto: estaba sentado en el maletero del todoterreno de Beck, con las muñecas atadas con bridas. Me había mirado mientras sus labios formaban una palabra: «Ayúdame».
—¿Os conocéis? —pregunté.
Victor cerró los ojos, se estremeció y musitó:
—Yo… espera…
Y entonces, en un parpadeo, su piel onduló y se convirtió en el pelaje de un lobo gris claro con marcas oscuras en el rostro. Fue la transformación más rápida que había visto en mi vida, algo natural, como una serpiente mudando de piel o una cigarra saliendo de la funda quebradiza de su crisálida. Sin arcadas. Sin dolor. Sin el sufrimiento que acompañaba a todas las transformaciones que había visto o experimentado.
El lobo se sacudió y me miró torvamente con los ojos marrones de Victor. Quise apartarme de la puerta para dejarle salir, pero Cole me detuvo con un gesto.
—No te molestes —dijo entre dientes.
Entonces, como si obedeciera una orden, el lobo agachó las orejas y se dejó caer sobre los cuartos traseros. Abrió la boca, bostezó con un gemido y de pronto sufrió una violenta convulsión.
Cole y yo apartamos la mirada al mismo tiempo cuando Victor volvió a la forma humana con un resuello. Así, sin más: un momento lobo, al momento siguiente persona. Lo acababa de ver, pero aun así me resultaba increíble. Por el rabillo del ojo vi cómo Victor se tapaba con la manta. Supuse que lo hacía por frío, más que por pudor.
—Maldita sea —musitó.
Miré a Cole. Su rostro no mostraba ninguna emoción; estaba empezando a darme cuenta de que adoptaba aquella expresión vacía cada vez que algo le importaba.
—¿Victor? Soy Sam. ¿Te acuerdas de mí?
Estaba acuclillado, balanceándose como si tratara de decidir si sentarse o arrodillarse. Su boca se retorcía en una mueca de dolor.
—No sé. No creo. Puede ser.
Miró a Cole, y este se estremeció ligeramente.
—Soy el hijo de Beck —le dije; no era del todo mentira, y resultaba mucho más fácil de explicar que la verdad—. Voy a hacer lo que pueda por ayudarte.
Cole
Sam se las estaba arreglando mucho mejor que yo. Yo me había limitado a mirar a Victor desde la puerta, preparado para dejarle salir si se estabilizaba como lobo.
—Todo esto es… ¿Cómo has podido cambiar tan rápido? —le preguntó Sam.
Victor hizo una mueca y nos miró alternativamente a Sam y a mi.
—Lo peor es pasar de lobo a humano —respondió, hablando lentamente para que no le temblara la voz—. Convertirme en lobo es fácil. Demasiado fácil, tío. Y no paro, aunque hace calor. Es el calor lo que me convierte en humano, ¿no?
—Hoy es el día más caluroso que hemos tenido en mucho tiempo —respondió Sam—. Se supone que durante el resto de la semana caerá la temperatura.
—Joder. No pensaba que esto fuera a ser así —masculló Victor.
Sam me lanzó una mirada acusadora, como si todo aquello fuera culpa mía. Pasó a mi lado para coger una silla plegable y después se sentó junto a Victor. De repente me recordó a Beck: todo en él irradiaba preocupación y sinceridad, desde la posición de sus hombros hasta las arrugas de su ceño. Traté de recordar qué cara tenía la primera vez que le había visto, pero no pude. Ni siquiera recordaba lo que le había dicho.
—¿Es la primera vez que te vuelves a transformar en humano? —preguntó Sam.
Victor asintió.
—Al menos, que yo recuerde.
Levantó la vista para mirarme y de pronto fui plenamente consciente de mi cuerpo humano, de la forma en que estaba allí de pie tranquilamente, sin dolor; firme en mi piel.
Sam siguió hablando como si aquella situación fuera perfectamente normal.
—¿Tienes hambre?
—Yo… —empezó a decir Victor—. Espera, Estoy…
Y volvió a convertirse en lobo.
Sam dio un respingo y se frotó una ceja con expresión de desconcierto. Estaba claro que tampoco a él le parecía normal todo aquello, y darme cuenta hizo que me sintiera un poco mejor. Volví los ojos hacia el Victor lobo: nos observaba por turnos a Sam. a la puerta y a mi, con las orejas erguidas y el cuerpo en tensión.
Recordé la conversación que había tenido con él en una habitación de hotel justo después de conocer a Beck. «¿Quieres probar algo nuevo, Vic?», le había dicho.
—Cole —me llamó Sam sin apartar la mirada de él—. ¿Cuántas veces ha cambiado? ¿Cuánto tiempo lleváis aquí?
Me encogí de hombros como si no me importara demasiado.
—Como media hora, y no ha parado de transformarse. ¿Es normal?
—No —respondió Sam con rotundidad sin dejar de vigilar al lobo, que ahora se había agazapado y le devolvía la mirada—. No, esto no es normal. Si hace suficiente calor para que se transforme en humano, debería mantener esa forma durante más tiempo. Es muy raro que…
Se interrumpió al ver que el lobo volvía a incorporarse, y se hizo a un lado para no estorbarle si quería salir. Sin embargo, el lobo agachó las orejas y empezó a estremecerse de nuevo. Los dos apartamos la mirada mientras volvía a convertirse en humano.
Victor gimió y se llevó una mano a la frente.
—¿Te duele? —preguntó Sam.
—Un poco —Victor hizo una pausa y hundió la cabeza entre los hombros—. Joder, llevo así todo el día. ¿Cuándo va a parar esto?
Ni siquiera me miró al hablar: solo tenía ojos para Sam.
—Ojalá tuviera una respuesta, Victor —respondió él—. Hay algo que no te deja estabilizarte en ninguna de tus dos formas, y no sé qué puede ser.
—¿Y no voy a mejorar? Estoy atrapado, ¿no? Mira lo que he conseguido por hacerte caso, Cole —masculló, aún sin mirarme—. Contigo siempre pasa lo mismo. Tendría que haberme dado cuenta hace mucho.
Volví a recordar aquella tarde en el hotel. Victor había des controlado la noche anterior y estaba hecho polvo; últimamente le daban unos bajones tan profundos que incluso yo me daba cuenta de que cualquier día no podría remontar. En realidad, si le había convencido de que se convirtiera en lobo conmigo había sido por ayudarle, no por puro egoísmo. No había sido únicamente para no probarlo solo.
Si Victor y yo hubiéramos estados a solas, se lo habría dicho.
—Mira: cuando eres nuevo, esto funciona de forma un poco rara —dijo Sam dándole a Victor una palmada amistosa en el hombro—. Todos fuimos inestables al principio, pero con el tiempo nos estabilizamos. Sí, esto es una mierda, y en tu caso todavía más; pero cuando empiece a hacer calor de verdad, dejarás de cambiar y te olvidarás de todo esto.
Victor le lanzó a Sam una mirada desolada que yo conocía muy bien, porque casi siempre había sido yo el causante. Luego me miró.
—Esto debería haberte pasado a ti, cabronazo —dijo, y volvió a transformarse sin transición.
Sam estiró los brazos mostrando las palmas de las manos y empezó a farfullar.
—¿Pero cómo… cómo…?
Al oírlo comprendí el esfuerzo que había hecho antes por controlarse y no supe qué me alucinaba más, si las transformaciones de Victor o el paso instantáneo de Sam de la calma a la desesperación. Me di cuenta de que, si hubiera querido, podría haberme enseñado su cara más amable, pero había elegido conscientemente no hacerlo. Aquello hizo cambiar por completo la opinión que tenía de él, y creo que fue lo que me decidió a hablar.
—Algo se está superponiendo al factor temperatura —afirmé—. Al menos, eso creo. El calor está haciendo que se convierta en humano, pero por encima hay otra cosa que le ordena a su cuerpo transformarse en lobo.
Sam me miró con una mezcla de interés y cautela.
—¿Qué podría ser? —preguntó.
Miré a Victor, despreciándole por complicar las cosas. ¿Tanto le habría costado convertirse en lobo y después en persona, como todos los demás? Deseé no haber entrado en aquella cabaña.
—Algo relacionado con su química cerebral —afirmé—. Victor tiene un problema de tiroides; puede que eso esté interfiriendo en las transformaciones.
Sam me miró desconcertado, pero antes de que pudiera decir nada, las patas del lobo empezaron a temblar. Pestañeé y, al abrir los ojos, vi a Victor. Tan fácil como chasquear los dedos.
Sam
Me dio la impresión de que estaba viendo dos transformaciones: la de Victor en lobo, y la de Cole en alguien diferente. Yo era el único que seguía siendo el mismo.
No podía dejar solo a Victor en ese estado, así que me quedé y Cole se quedó conmigo. Los minutos se fueron convirtiendo en horas mientras esperábamos a que se estabilizara.
—No hay manera de revertir el proceso —dijo Victor cuando empezó a anochecer. No era una pregunta, sino una afirmación.
Reprimí un estremecimiento mientras recordaba las semanas que había pasado solo el invierno anterior, antes de volver junto a Grace. Me vi tirado en el suelo del bosque, con los dedos clavados en la tierra y la cabeza a punto de estallar. Parado sobre la nieve, vomitando hasta no tenerme en pie. Estremecido por la fiebre, con los ojos cerrados para protegerlos de la tortura de la luz, deseando morirme.
—No —contesté.
Cole me lanzó una mirada afilada; sabía que era mentira. Me dieron ganas de preguntarle por qué era yo y no él quien estaba sentado al lado de su amigo.
Había empezado a atardecer. Por la puerta entreabierta colaba una brisa fresca; la temperatura estaba cayendo con el sol.
—Victor, no sé cómo hacer que mantengas la forma humana —dije—. Pero ahora ya no hace tanto calor, así que si sales fuera puede que te estabilices como lobo. ¿Te parece bien? ¿Quieres descansar un rato de las transformaciones?
—Si, por favor —gimió él, con tanto sentimiento que oírlo me provocó un escalofrío.
—Además, quién sabe —añadí—. Tal vez, si te estabilizas…
Me interrumpí: Victor volvía a ser un lobo. Reculó, nervioso por mi presencia.
—¡Cole! —dije levantándome rápidamente.
Cole se acercó a la puerta de un salto y la abrió de par en par dejando entrar una ráfaga de aire helado. El lobo salió como una exhalación hacia el bosque, con la cola caída y las orejas gachas.
Cole y yo nos asomamos a la puerta y nos quedamos mirando cómo Victor se internaba entre los árboles.
Cuando se sintió seguro, se dio la vuelta y nos observó. Algunas ramitas se movieron sobre su cabeza, agitadas por el viento; aunque le rozaron las orejas, él no despegó la vista de nosotros. Los tres nos quedamos así un rato eterno.
Y Victor no dejó de ser un lobo. Hubiera debido sentirme aliviado, pero no lo estaba. No podía dejar de pensar en el próximo día de calor y en lo que podría ocurrir entonces.
Cole seguía a mi lado, con la cabeza ladeada y los ojos clavados en Victor.
—Si tratas así a tus amigos cuando te necesitan, no quiero imaginar cómo debes de tratar a los demás —le dije, sin pararme a pensarlo.
Los labios de Cole se curvaron, dibujando una expresión a medio camino entre el desprecio y la indiferencia. No dejaba de mirar a Victor, pero no había ni rastro de compasión en sus ojos.
Luché contra el deseo de decir algo más, cualquier cosa que le hiciera reaccionar. Quería hacer que se sintiera mal.
—Victor tenía razón —respondió Cole sin apartar la mirada—. Debería estar yo en su lugar.
Me quedé atónito; jamás habría esperado de él un comentario así.
Y entonces añadió:
—Al fin y al cabo, soy yo el que quiere salir de su cuerpo.
Aquel tipo nunca dejaría de sorprenderme.
—Por un segundo pensé que Victor te importaba —le dije con frialdad—. Pero ya veo que no: eres incapaz de mirar más allá de tu ombligo. Tus problemas, tus transformaciones, tu mente… No ves el momento de salir de ella, ¿verdad?
—Si estuvieras dentro, también tú querrías hacerlo —contestó él dedicándome una media sonrisa cruel—. No creo que yo sea el único que pretiere ser lobo.
No lo era.
Shelby también lo prefería. La pobre Shelby, rota por dentro, apenas humana incluso cuando no era loba.
—Si que lo eres —mentí.
Cole soltó una risita silenciosa.
—Qué ingenuo eres, Ringo. ¿De verdad conocías bien a Beck?
Miré su expresión condescendiente y, por un momento, deseé con todas mis fuerzas que se largara. O mejor, que Beck no lo hubiera traído; debió haberlos dejado a Victor y a él en Canadá, o donde los hubiera encontrado.
—Lo suficiente para saber que era mil veces mejor persona de lo que tú nunca serás —respondí.
La expresión de Cole no cambió; era como si las palabras desagradables no le rozaran siquiera. Apreté los dientes, furioso por dejar que me afectara tanto.
—Querer ser un lobo no te convierte automáticamente en mala persona —susurró Cole—. Y querer ser humano no significa que seas bueno.
Me vino a la mente una escena de cuando tenía quince años. Estaba sentado en mi habitación, abrazándome las piernas para esconderme del lobo que habitaba dentro de mí. El invierno me había arrebatado a Beck la semana anterior, y Ulrik tampoco tardaría en marcharse. Al cabo de unos días, mi mente, mis libros y mi guitarra quedarían abandonados hasta la primavera, perdidos en la inconsciencia del lobo.
—¿Crees que vas a transformarte pronto? —pregunté para cambiar de tema, porque no quería hablar de aquello con Cole.
—No parece.
—Entonces haz el favor de volver a casa. Voy a limpiar todo esto —hice una pausa—. ¿Sabes? Lo que te convierte en mala persona no es querer ser lobo, sino lo que le has hecho a Victor.
No sabía a quién quería convencer, si a él o a mí.
Cole me miró con cara inexpresiva y después se marchó en dirección a la casa. Yo me di la vuelta y entré en el refugio.
Recordando todas las veces que había visto a Beck hacer lo mismo, doblé la manta azul y barrí el suelo. Después comprobé el depósito del agua y revisé las cajas de comida para ver si hacía falta reponer algo. Por último, me acerqué al cuaderno que siempre dejábamos junto a la batería. Contenía listas de nombres garabateados, a veces acompañados de una fecha y otras veces con una descripción de los árboles, porque sus ramas llevaban la cuenta del tiempo mejor que nosotros. Aquel cuaderno era la forma que tenía Beck de saber quién era humano en cada momento y cuándo había empezado a serlo.
La página por la que estaba abierto mostraba la lista de nombres del año anterior. La recorrí con la mirada y vi el de Beck en último lugar. Hojeé el cuaderno: cada lista era mucho más corta que la del año anterior. Tragué saliva y pasé a la primera página en blanco. Anoté el año en lo alto, y debajo escribí el nombre de Victor y la fecha. Cole hubiera debido apuntarse también, pero supuse que Beck no le habría explicado aquellos detalles. Pensé en escribir su nombre, pero decidí no hacerlo: habría sido admitirlo oficialmente en la manada —en la familia—, y no estaba dispuesto.
Me quedé un rato observando aquella página vacía salvo por el nombre de Victor, y después añadí el mío.
En realidad, yo no tenía por qué estar en aquel cuaderno. Pero, por otra parte, en las listas aparecían los nombres de los que eran humanos.
Y yo era el más humano de todos.