CAPÍTULO VEINTIDÓS

Grace

Hojas

Me voy a dar una vuelta —le dije a mi madre.

Aquel sábado estaba siendo el día más largo de mi vida. Años atrás, me habría entusiasmado la perspectiva de pasar un día entero con mi madre en casa; pero ahora me sentía inquieta, como si en vez de mi madre fuera una invitada. No es que me molestara, pero su presencia me quitaba las ganas de hacer cosas.

En ese momento mi madre estaba recostada en el sofá, leyendo uno de los libros que se había dejado Sam. Al oír mis palabras, giró rápidamente la cabeza y se puso tensa.

—¿Cómo dices?

—Que me voy a dar una vuelta —contesté, reprimiendo el impulso de quitarle el libro—. Me aburro y estoy muerta de ganas de hablar con Sam. Pero como me lo habéis prohibido, tengo que salir a que me dé un poco el aire o empezaré a tirar cosas en mi cuarto como una chimpancé desquiciada.

Era verdad: necesitaba salir un poco, como cuando era niña y me aburría en vacaciones. Me había pasado todos los veranos de mi infancia en el jardín de atrás, sentada en el columpio con un libro en la mano, esperando a que los sonidos del bosque calmaran mi inquietud.

—Si te da por hacer el mono, no pienso limpiarte la habitación —me advirtió mi madre—. Y no puedes salir. Hace dos días estabas en urgencias.

—Sí, por una fiebre que ya se me ha pasado.

Por la ventana que había detrás de mi madre se veía un cielo azul y despejado, y los árboles del jardín parecían a punto de estallar en brotes. Todo mi cuerpo pedía salir fuera para olfatear la llegada de la primavera. En comparación, el salón resultaba gris y deprimente.

—Además, a los enfermos nos viene muy bien la vitamina D —recalqué—. No te preocupes, no estaré mucho rato fuera.

Al ver que no decía nada, fui al vestíbulo para coger unos zapatos y me calcé.

Me asomé al salón y miré a mi madre; entre las dos flotó un silencio incómodo y espeso, con mucho más significado que las pocas palabras que habíamos intercambiado desde aquella noche.

—Grace, creo que deberíamos hablar. Sobre… sobre Sam y tú.

—Mejor no —contesté, en un tono que expresaba perfectamente mi falta de entusiasmo.

—No creas que a mi me apetece —insistió ella, cerrando el libro sin comprobar en qué página se había quedado.

Por un instante vi a Sam comprobando la página o marcan dola con un dedo antes de levantar la mirada para hablar.

—… pero no me queda más remedio que hacerlo —sentenció mi madre—. Además, si hablas conmigo, se lo diré a tu padre y ya no hará falta que hables con él.

No sabía por qué tenía que hablar de aquellas cosas con ninguno de los dos. Hasta aquel momento, jamás se habían preocupado de lo que hacía con mi vida o de dónde me metía cuando ellos no estaban; y en menos de un año, me iría a la universidad o a cualquier otra parte y dejaría de vivir en su casa. Pensé en darme la vuelta y echar a correr, pero en vez de hacerlo crucé los brazos y la miré, expectante.

Ella fue directa al grano.

—¿Estáis usando protección?

Mis mejillas empezaron a arder.

—¡Mamá!

—Bueno, ¿la usáis o no? —insistió ella.

—Sí. Pero las cosas no son… no son así.

Mi madre alzó las cejas.

—¿Ah, no? Entonces, ¿cómo son?

—Quiero decir que no solo son así. Nosotros… —me esforcé por buscar las palabras adecuadas para explicárselo, para hacerle entender por qué aquellas preguntas y aquel tono me molestaban tanto—. Sam y yo no estamos simplemente saliendo juntos, mamá. Lo nuestro es…

Me interrumpí; no sabía cómo terminar la frase mientras mi madre me miraba con aquella cara de escepticismo. Me veía incapaz de decir cosas como «amor» o «para siempre», y en ese momento me di cuenta de que, en realidad, no quería hacerlo. Esa clase de verdades solo había que contarlas a quien se lo hubiera ganado.

—¿Qué es? ¿Amor? —completó mi madre con tono irónico—. Tienes diecisiete años, Grace. ¿Cuántos tiene él? ¿Dieciocho? Y solo hace unos meses que os conocéis. Grace, recuerda que Sam es tu primer novio; te aseguro que lo que sientes por él es deseo, más que otra cosa. Vale, os gusta pasar la noche juntos, pero eso no es señal de amor. Es señal de deseo.

—Tú pasas la noche con papá. ¿Es que no estáis enamorados?

Mi madre suspiró.

—No es lo mismo, hija. Tu padre y yo estamos casados.

Aquello era imposible; no sabía ni por qué me estaba molestando en hablar con ella.

—Cuando Sam y yo vayamos a visitaros al asilo, te darás cuenta de lo estúpida que es esta conversación —solté, exasperada,

—Me encantaría, créeme —respondió mi madre con una sonrisa leve, como si aquello no fuera más que una conversación cotidiana sobre ropa o cotilleos—. Pero, sinceramente, dudo que la recordemos. Lo más seguro es que para entonces Sam no sea más que un recuerdo agradable. Mira, Grace: recuerdo cómo era yo cuando tenía tu edad, y puedo asegurarte que lo que me movía no era el amor, precisamente. Por suerte, tenía un poco de sentido común; de lo contrario, puede que tuvieras algún que otro hermano mayor. Recuerdo que cuando tenía diecisiete años…

—¡Mamá! —la interrumpí, roja de rabia y vergüenza—. Yo no soy tú, ¿sabes? ¡No me parezco a ti en nada! No tienes ni idea de lo que me pasa por la cabeza, ni de cómo funciona mi cerebro, ni de si estoy enamorada de Sam o no. Así que no me vengas ahora con estas. No te permito que… Mira, ¿sabes qué? Se acabó.

Cogí mi teléfono de la encimera de la cocina, agarré mi abrigo y salí por la puerta trasera sin mirar atrás. Hubiera debido sentirme culpable por hablarle así a mi madre, pero la verdad es que no me arrepentía en absoluto.

Añoraba tanto a Sam que me costaba respirar.