CAPÍTULO VEINTIUNO
Grace
Aunque Sam no estuviera allí, mi cama seguía siendo la misma. La forma del colchón no había cambiado, las sábanas no se habían vuelto más grandes. No me sentía menos cansada sin el ritmo constante de su respiración, y en la oscuridad no hubiera podido ver el ángulo recto de su hombro junto al mío. La almohada aún conservaba su olor, como si acabara de levantarse para buscar un libro y se hubiera olvidado de volver.
Y aun así, la diferencia era devastadora.
Me molestaba el estómago, un eco del dolor de la noche anterior. Hundí la cara en la almohada e intenté no recordar aquellas noches en las que pensaba que Sam se había ido para siempre. Me lo imaginé en casa de Beck y rodé por la cama hasta alcanzar mi móvil. Pero no marqué su número; aunque parezca ridículo, solo podía pensar en Sam tumbado junto a mí, diciendo entre estremecimientos que tal vez tuviéramos que replantearnos nuestra forma de vida. Después lo recordé diciéndome que no me marchara de casa, que no fuera a vivir con él.
Tal vez Sam prefiriera quedarse en casa de Beck, tener una excusa para estar solo. O puede que no. No lo sabía. Todo mi cuerpo gritaba que estaba enfermo, y era una sensación desconocida y terrible. Tenía ganas de llorar y al mismo tiempo me sentía tonta por tenerlas.
Volví a dejar el teléfono en la mesilla, hundí otra vez la cara en la almohada de Sam y al final me quedé dormida.
Sam
Mi mente era una herida abierta.
No podía dormir. Recorrí los pasillos de la casa deseando volver a llamarla, pero tenía miedo de causarle más problemas, miedo de algo vago e inconcreto. Seguí dando vueltas hasta estar demasiado cansado para tenerme en pie, y entonces subí al piso de arriba y me metí en mi habitación. Me tumbé en la cama sin encender la luz; la mano me dolía por la añoranza del tacto de Grace.
Un enjambre de pensamientos giraba enloquecido en mi cabeza. No podía dormir. Para escapar a la desolación de aquella cama vacía, mi mente empezó a modelar los pensamientos hasta formar versos, letras de canciones, mientras mis dedos imaginaban los acordes que podrían acompañarlos.
Solo tú eres capaz de resolver mi ecuación,
esta mezcla incomprensible de X e Y.
No sé vivir, no sé dividir
mientras sumo los días sin ti.
La noche parecía arrastrarse interminablemente, amontonando minutos sin sentido ni dirección, cuando los lobos empezaron a aullar. Traté de distinguir sus voces, sintiendo el inicio de una de aquellas jaquecas sordas y palpitantes que me había dejado la meningitis como recuerdo. Solo en la casa vacía, escuche cómo los aullidos se elevaban y caían imitando los latidos que me atenazaban el cráneo.
Lo había arriesgado todo, y lo único que me quedaba era una mano vacía extendida hacia el techo.