CAPÍTULO VEINTE

Cole

Hojas

Mi cuerpo humano estaba empezando a escurrírseme entre los dedos. Mejor.

Sam me descolocaba. Hacía tiempo, me había dado cuenta de que existían dos o tres tipos de personas, y casi todo el mundo encajaba en uno de ellos. Pero Sam era diferente: su sinceridad era tan intensa, tan dolorosa, que me molestaba. No sabía cómo reaccionar ante ella.

Cuando salimos de la cabaña y me dijo que se iba a dar una vuelta con el coche, me quitó un peso de encima.

—Te preguntaría si quieres venir —me dijo—, pero no tardarás en transformarte.

No me explicó por qué lo sabía, pero me di cuenta de que arrugaba un poco la nariz, como si me estuviera olfateando. Poco después, su Volkswagen diésel dio un ronquido y se alejó por el camino. Entré en la casa y miré alrededor: era increíble cómo podía transformarse aquel lugar. La tarde se había nublado, y a la luz grisácea, la madriguera cálida de aquella mañana se había convertido en un laberinto deprimente, el escenario de una pesadilla febril. También yo estaba cambiando: ya no era humano, pero tampoco era un lobo todavía. Me encontraba en una región gris e intermedia: mente de lobo, cuerpo humano. Recuerdos humanos vistos con ojos de lobo. Estuve un rato recorriendo los pasillos envuelto en una nube de claustrofobia, sin creerme del todo el diagnóstico de Sam.

Cuando por fin mis terminaciones nerviosas empezaron a susurrar que la transformación estaba cerca, salí por la puerta trasera y me quedé de pie, esperando a que el frío hiciera su trabajo. Pero aún no era el momento. Volví a entrar y me tumbé en mi cama prestada, sintiendo el mordisqueo de las náuseas en el estómago y el hormigueo del lobo en mi piel. Aunque me encontraba de pena, sentía un alivio enorme. Había empezado a pensar que no volvería a convertirme en lobo.

Sin embargo, aquel estado intermedio era insoportable. Me levanté, volví a la puerta trasera y dejé que el viento me azotara.

Al cabo de diez minutos decidí que aquello no funcionaba y me tumbé en el sillón, acurrucado para aguantar las arcadas. Aunque mi cuerpo estaba inmóvil, mi mente corría descontrolada por los pasillos. Me imaginé entrando en una sucesión de habitaciones desconocidas que solo podía ver en blanco y negro. Sentí la clavícula de Isabel bajo mi mano, vi cómo mi piel cambiaba de color al convertirse en la de un lobo, sentí el micrófono en mi puño, oí la voz de mi padre, le vi observándome desde el otro lado de una mesa.

No. En cualquier parte menos en mi casa. Podía permitir que mis recuerdos me llevaran a cualquier parte excepto allí.

Estaba en el estudio fotográfico con los demás miembros de NARKOTIKA. Era nuestro primer reportaje para una revista importante. Bueno, en realidad era mi primer reportaje Iban a publicar un especial sobre jóvenes en la cresta de la ola, y yo era la estrella principal. Los otros dos componentes de NARKOTIKA solo estaban allí como figurantes.

En vez de hacernos las típicas fotos de estudio, el fotógrafo había decidido usar como escenario una vieja nave en la que tenía su oficina. Su ayudante y él nos habían llevado hasta la escalera, y trataban de escenificar la rebeldía de nuestra música colocándonos en distintos escalones y pidiéndonos que nos apoyáramos en la barandilla. El hueco de la escalera apestaba a comida basura: beicon pasado, salsas sospechosas, especias con olor a pie sudado.

A mí me estaba empezando a bajar el pico que me había puesto hacía un rato; no era el primero, pero casi. La novedad de aquellos subidones me ponía como una moto, aunque cuando se pasaban me sentía vagamente culpable. Acababa de escribir una de mis mejores canciones, Break My Face (and Sell the Pieces), y estaba de muy buen humor, aunque todavía no sabía que llegaría a convertirse en mi mayor éxito. Y habría estado aún de mejor humor si hubiera podido largarme de allí: no veía el momento de respirar el aire de la calle, el humo de los motores, el aroma de los restaurantes… todos aquellos olores de ciudad que me recordaban que yo era alguien.

—Cole. ¡Cole! Vale, ahí estás fenómeno. ¿Puedes quedarte quieto un segundo? Ponte al lado de Jeremy y mira hacia aquí. Jeremy, tú mírale a él.

El fotógrafo, un cincuentón barrigudo con una barbita de chivo mal cortada, parecía dispuesto a fastidiarme el día. Su ayudante era una pelirroja de veintitantos que me había dejado de interesar en cuanto me había confesado su amor por mí. Yo tenía diecisiete años y ya estaba empezando a aburrirme, aunque ni siquiera había descubierto aún mi superpoder para hacer que las chicas se desnudaran dedicándoles una sonrisa sardónica.

—Pero si llevo horas mirándole… —protestó Jeremy con voz de dormido, como siempre. A su lado, Victor miraba al suelo con una sonrisa tal como le había pedido el fotógrafo.

A mí todo aquello me parecía una chorrada. Hacernos fotos asomados a la barandilla de una escalera vieja como si fuéramos los plastas de los Beatles no iba a reproducir la rebeldía de NARKOTIKA. Sacudí la cabeza y lancé un escupitajo; el flash del fotógrafo saltó, y él y su asistente miraron la pantalla de la cámara y levantaron la vista, claramente molestos. Otro flash. Otra mirada de enfado. El fotógrafo subió la escalera para acercarse a nosotros y empezó a hacerme la pelota.

—Venga, Cole, dale un poco de vida al asunto. Pon una sonrisa, ¿quieres? No sé, piensa en tu mejor recuerdo. Sonríe como si acabaras de ver a tu madre.

Levanté una ceja, preguntándome si estaría hablando en serio. El dudó y luego, en un alarde de imaginación, dijo:

—Imagínate que estás sobre el escenario y…

—¿Quieres vida? —le interrumpí—. Pues invéntate otra cosa, tío. La vida es inesperada. La vida es riesgo. NARKOTIKA va de eso, y no vas a sacarlo en una foto de grupo de boy scouts. Va de…

Sin terminar la frase, salté sobre él con los brazos completamente abiertos, disfrutando de su cara de pánico. En la parte de abajo, su ayudante levantó la cámara y me cegó con el destello del flash.

Aterricé sobre un pie y rodé hasta chocar contra la pared de ladrillo, riendo a carcajadas. Nadie me preguntó si me había hecho daño. Jeremy bostezó, Victor me enseñó el dedo, y el fotógrafo y su ayudante empezaron a decir «¡Ah!» y «¡Oh!» mientras miraban la pantalla de la cámara.

—Aquí tenéis un poco de inspiración —les dije mientras me levantaba—. De nada, chicos.

Ni siquiera me había dolido.

Después de aquello, me dejaron hacer lo que me diera la gana. Tarareando la canción nueva, los hice subir y bajar las escaleras mientras posaba con las manos apoyadas contra la pared como si quisiera derribarla; los llevé al vestíbulo, donde me subí a una maceta; y para rematar, les dije que me siguieran hasta el callejón de atrás y allí salté sobre el coche en el que habíamos llegado, dejando dos abolladuras en el techo para que no se olvidara de mí.

Cuando el fotógrafo dio por terminada la sesión, su ayudante se me acercó y me pidió que le diera la mano. Se la tendí, y ella escribió con un rotulador en la palma su nombre y su número de teléfono. Victor observaba la escena a su espalda.

Cuando la chica volvió a entrar en el edificio, Victor me agarró del hombro.

—¿Qué pasa con Angie? —me preguntó con una media sonrisa, como si estuviera seguro de que yo iba a contestarle lo que esperaba

—¿Qué pasa con ella?

La media sonrisa se desvaneció, y Victor me agarró la mano en la que la chica había apuntado el número.

—No creo que esto le haga mucha gracia.

—Vic, tío. No es asunto tuyo.

—Es mi hermana. Sí que es asunto mío.

Aquella conversación estaba echando a perder mi buen humor.

—Bueno, vale. Pues ahí va: Angie y yo hemos terminado. En realidad, lo nuestro terminó hace tanto tiempo que ya han empezado a enseñarlo en las clases de historia. Y sigue sin ser asunto tuyo.

—Serás cabrón… —murmuró Victor—. ¿Piensas dejarla así, sin más? ¿Le arruinas la vida y te largas como si nada?

Definitivamente, me estaba poniendo de muy mala leche. Empecé a echar de menos algo: una aguja, una cerveza, una cuchilla.

—¿Qué pasa? Lo hablamos, Victor. Y ella me dijo que prefería estar sola.

—¿Y tú te lo creíste? Mira, Cole, estoy harto de tu chulería. Piensas que eres un genio, ¿verdad? ¿Crees que todo esto va a durar para siempre? Cuando cumplas veinte años, nadie se acordará de tu careto. Nadie se acordará de ti.

Victor trataba de parecer duro, pero estaba perdiendo fuelle. Si me hubiera disculpado o simplemente me hubiera callado, estoy seguro de que se habría largado al hotel sin más.

Esperé medio segundo.

—Ya, pero al menos a mí las chicas me llaman por mi nombre —dije luego dedicándole una sonrisa sin humor—. A otros los llaman «el batería de NARKOTIKA».

El puño de Victor salió disparado hacia mi cara; fue un buen golpe, aunque no me dio con todas sus ganas. No me derribó, aunque supuse que me habría roto el labio; en cualquier caso, seguía sintiendo la cara y recordaba de qué estábamos blando. Le miré.

Jeremy apareció por detrás de Victor, alarmado. Victor y yo discutíamos a menudo, pero no solíamos acabar a golpes.

—¡No te quedes ahí parado! —gritó Victor, dándome un puñetazo en la mandíbula que me hizo tambalear—. ¡Pégame, cabrón! ¡Pégame!

—Eh, chicos —masculló Jeremy sin moverse.

Victor me embistió con el hombro —noventa kilos de rabia acumulada—, y esta vez caí al suelo y me raspé la espalda con el asfalto.

—¡Eres lo peor! ¡Te crees que todo gira alrededor de ti, y no eres más que un niñato de mierda! —gritó, empezando a darme patadas.

—Ya basta —dijo Jeremy, con los brazos cruzados.

—Te-voy-a-borrar-esa-sonrisita-de-la-cara —exclamó Victor al ritmo de las patadas, casi sin aliento. Finalmente, perdió el equilibrio y cayó a mi lado.

Observé el rectángulo de cielo grisáceo enmarcado por las siluetas de los edificios, mientras sentía la sangre manar de mi nariz. Recordé la cara de Angie cuando me había dicho que prefería estar sola, y deseé que hubiera visto cómo Victor me daba patadas.

Jeremy sacó el móvil y nos hizo una foto a los dos, tirados sobre el asfalto de una ciudad cuyo nombre ni siquiera recordaba.

Tres semanas más tarde, la foto en la que saltaba por las escaleras mientras Jeremy y Victor me observaban llegó a todos los quioscos del país: millones de portadas con mi cara. Nadie se iba a olvidar de mí en una buena temporada. Estaba en todas partes.

Tumbado en el suelo de la casa de Beck, sentí al fin que la transformación era inminente. Las náuseas de antes no habían sido más que un amago, una mala imitación de las dentelladas que me rasgaban ahora las tripas. Volví a la puerta trasera, la abrí y me quedé mirando la hierba. Las nubes habían desaparecido y la tarde era más cálida de lo que esperaba, pero una ráfaga repentina de viento helado me recordó que seguíamos en marzo. Esta vez, el aire atravesó mi cuerpo humano hasta llegar al lobo de mi interior. Sentí una descarga de escalofríos; posé un pie en el hormigón de fuera, pensando en ir al refugio y dejar la ropa allí para que después me resultara más fácil recuperarla. Pero la siguiente ráfaga me hizo doblarme por la mitad: no iba a darme tiempo de alcanzar la cabaña.

Me acurruqué y esperé, escuchando atentamente los quejidos de mi estómago.

Pero el cambio no se produjo de golpe, como las veces anteriores. Después de pasar un día entero en forma humana, mi cuerpo se había aferrado a ella y no quería abandonarla tan fácilmente.

«Cambia, maldita sea», pensé sintiendo una nueva oleada de escalofríos. Las arcadas eran cada vez más violentas, e hice un esfuerzo por recordar que solo era una reacción a la transformación y que en realidad no necesitaba vomitar. Si resistía las nauseas, me encontraría mejor.

Apoyé los dedos sobre el frío hormigón, deseando que el viento sacara de una vez al lobo de mi interior. Y de repente, sin saber por qué, recordé el número de Angie y sentí el impulso irracional de volver dentro y marcarlo, solo para oír su voz cuando respondiera. Me pregunté qué tendría Victor en la cabeza en aquel momento, después de todo lo que había pasado.

Sentí una punzada en el pecho.

«Sácame de este cuerpo. Sácame de Cole», pensé.

Pero al igual que tantas otras cosas, aquello escapaba a mi control.