CAPÍTULO DOS

Cole

Hojas

En mi cabeza había un único pensamiento: sobrevivir.

Y pensar solo en eso día tras día era el paraíso.

Éramos lobos. Corríamos entre los pinos, rozando apenas el suelo mojado por el recuerdo de la nieve. Chocábamos, jugábamos a mordemos suavemente, saltábamos unos sobre otros como peces en el agua. Era imposible distinguir dónde empezaba un lobo y dónde terminaba otro.

Dejábamos rastros para no perdernos: arañazos en el musgo, marcas en los árboles. Cuando nos acercábamos al lago, yo lo sabía por el olor a agua estancada antes de oír su chapoteo. Entonces, alguno de los otros lobos mandaba una imagen fugaz al resto: patos deslizándose suavemente sobre la fría superficie azul. O una cierva con su cría, avanzando hacia el agua con pasos temblorosos.

Para mí no existía nada más que el presente, aquellas imágenes compartidas, aquel vínculo fuerte y silencioso.

Pero una tarde, por primera vez en meses, recordé de pronto que había tenido dedos.

Tropecé y me quedé rezagado, con los hombros encogidos y temblorosos. Los otros lobos se giraron para mirarme; algunos volvieron a mi lado para animarme a seguir, pero no fui capaz. Empecé a retorcerme entre las hojas pegajosas por el barro, ahogándome en el aire cálido que me taponaba las fosas nasales.

La tierra fresca y negra se metía bajo mis uñas, ahora demasiado cortas para defenderme. Mis dedos mancharon de lodo unos ojos que distinguían de nuevo los colores.

Volvía a ser Cole. La primavera había llegado demasiado temprano.