CAPÍTULO DIECINUEVE
Sam
Después de despedirme de Rachel me dirigí a casa de Beck. El tiempo había cambiado y ahora brillaba el sol; no es que hiciera calor, pero se notaba la promesa del verano. Traté de recordar un día parecido, pero mi memoria no guardaba ninguno: había pasado demasiados inicios de primavera encerrado en mi piel de lobo. Por más que lo intentaba, no lograba convencerme de que ya no necesitaba aforrarme a la protección del coche.
Pero no quería tener miedo. Recordé mi lista: «Creerme que estoy curado».
Al llegar, salí del coche pero no entré en la casa; Cole podía estar dentro, y no me veía con fuerzas para hablar con él. Eché a andar hacia el jardín trasero, pisando la maleza marchita del año anterior, hasta llegar al bosque. Se me ocurrió que sería buena idea revisar la cabaña por si había algún lobo encerrado; si alguno de los nuevos había empezado a sufrir transformaciones de ida y vuelta, era muy posible que se hubiera ido a refugiar allí. Estaba a menos de un kilómetro de la casa, y dentro siempre había ropa, latas de comida, linternas e incluso una televisión con vídeo, una estufa eléctrica y una batería de barco siempre cargada. O, lo que es lo mismo, todo lo que un lobo nuevo e inestable podía necesitar para estar a gusto mientras se estabilizaba en su forma humana.
A veces, sin embargo, podía ocurrir que un nuevo miembro de la manada se transformara dentro de la cabaña demasiado rápido para abrir la puerta. Y entonces, lo que quedaba dentro era un animal salvaje enloquecido por el instinto de huir de esas cuatro paredes con olor a humano, a transformaciones y a incertidumbre.
Mientras caminaba recordé un día de primavera de hacia mucho tiempo, cuando tenía nueve años y aún no estaba muy asentado en mi piel de lobo. El calor del día me había sacado de mi pelaje y me había dejado tirado en posición fetal en mitad del bosque, pálido y desnudo como un brote tierno. Cuando me di cuenta de que estaba solo, me dirigí hacia el refugio siguiendo las indicaciones de Beck. Tenía dolor de estómago; en aquella época siempre me dolía entre transformación y transformación. Al llegar a la cabaña, me dio un pinchazo tan fuerte que me caí de rodillas y me retorcí mordiéndome un dedo hasta que pude incorporarme para abrir la puerta.
Cuando entré, oí una voz, y me quedé inmóvil y tembloroso como un cervatillo. Al cabo de un minuto, mi corazón se calmó lo suficiente para dejarme oír con claridad, y me di cuenta de que la voz no hablaba sino que cantaba: el último en salir se había dejado la radio encendida. Me puse a rebuscar en la caja marcada con mi nombre, mientras Elvis Presley me preguntaba si estaba solo aquella noche. Saqué unos vaqueros, me los puse y me dirigí a la caja de la comida sin molestarme en buscar una camiseta. Abrí una bolsa de patatas notando cómo me gruñían las tripas; no había querido hacerles caso hasta no tener comida a mi alcance. Sentado en una caja de plástico, con la barbilla apoyada en mis rodillas huesudas me puse a escuchar a Elvis y me di cuenta de que las letras de las canciones eran una forma de poesía. El verano anterior Ulrik me había hecho memorizar algunos poemas famosos, y aún recordaba el principio de una poesía de E. E. Cummings sobre un bosque nevado. Intenté acordarme del resto, mientras devoraba las patatas para ver si dejaba de dolerme el estómago.
Cuando me quise dar cuenta de que la mano con la que sujetaba la bolsa de patatas estaba temblando, el dolor de mi abdomen se había convertido en la náusea insoportable del cambio. No tuve tiempo de llegar a la puerta antes de que mis dedos se acortaran hasta hacerse inservibles. Arañé la madera. Mi último pensamiento humano fue un recuerdo: mis padres cerrando de golpe la puerta de mi habitación, el chasquido del cerrojo mientras el lobo estallaba en mi interior.
Mi memoria lobuna era borrosa, pero sé que pasaron horas hasta que me rendí en mis intentos por salir de la cabaña.
En aquella ocasión fue Ulrik quien me encontró.
—Hola, Junge —dijo con voz triste, mientras se pasaba una mano por la cabeza rapada y miraba a su alrededor.
Yo parpadeé, inexpresivo. No sé por qué, pero me sorprendió que el que apareciera por la puerta no fuera mi padre.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —me preguntó.
Yo estaba acurrucado en un rincón de la cabaña contemplando mis dedos ensangrentados, mientras mi cerebro derivaba lentamente de mis pensamientos de lobo a las ideas fragmentadas de mi yo humano. Había cajas y tapas desperdigadas por la cabaña, y el amplificador estaba tirado con el cable arrancado de cuajo. En el suelo se veían manchurrones de sangre seca recorridos por huellas humanas y lobunas. Por todas partes había patatas fritas, astillas, bolsas desgarradas de cortezas y galletitas saladas, en una especie de confeti de violencia.
Ulrik cruzó la estancia haciendo crujir las patatas fritas bajo sus botas. Cuando estaba a medio camino, yo me encogí instintivamente y él se detuvo para observarme. La visión me bailaba: un momento veía el caos de la cabaña y al siguiente mi antigua habitación, llena de ropa tirada y libros destrozados.
Ulrik me tendió la mano.
—Venga, levántate. Vamos a casa.
Pero yo me quedé inmóvil mirando las astillas ensangrentadas que me sobresalían bajo las uñas. Estaba perdido en el pequeño mundo de las puntas de mis dedos: las espirales de mis huellas dactilares teñidas de rojo, el pelo jaspeado de lobo pegado a una costra. Mi mirada resbaló hasta posarse en las cicatrices recientes de mis muñecas, salpicadas de sangre seca.
—Sam…
No levanté la mirada. Había utilizado todas mis palabras y mis fuerzas para intentar salir de allí, y ahora no encontraba la energía necesaria para querer levantarme.
—Mira, Junge, yo no soy Beck —dijo Ulrik, desalentado—. No sé qué hace él cuando te pones así, ¿vale? No sé cómo conectar contigo, Junge. ¿En qué piensas? Mírame.
Era verdad: Beck sabía cómo devolverme a la realidad, pero Beck no estaba allí. Finalmente, Ulrik cogió en brazos mi cuerpo yerto y me llevó de vuelta a casa. Estuve callado, sin comer ni moverme, hasta que Beck se transformó y regresó Nunca supe si habían pasado horas o días.
Cuando Beck llegó, no vino directamente a hablar conmigo sino que entró en la cocina y estuvo un rato haciendo ruido con los cacharros. Luego fue al salón y se acercó al sillón donde yo estaba acurrucado. En la mano tenía un plato.
—Te he hecho algo de comer.
Había preparado huevos revueltos, justo como me gustaban. Fijé la mirada en el plato y, sin levantar la cara, susurré:
—Perdón.
—No tienes por qué disculparte —repuso Beck—. No fue culpa tuya. Además, el único aficionado a las patatas y las galletitas es Ulrik; nos has hecho un favor a todos los demás.
Dejó el plato sobre el sillón, a mi lado, y se fue a su despacho. Un minuto después, lo cogí y atravesé silenciosamente el vestíbulo. Me senté junto a la puerta del despacho, que estaba abierta, y me puse a comer mientras escuchaba el golpeteo de los dedos de Beck sobre el teclado.
Aquello había ocurrido hacía tiempo, cuando yo aún estaba desgarrado por dentro. Cuando aún pensaba que tendría siempre a Beck.
—Hola, Ringo.
La voz de Cole me devolvió bruscamente al presente: ya no era un chaval de ocho años cuidado y protegido. Le busqué con la mirada: estaba a mi lado, frente a la puerta del refugio.
—Ah, sigues siendo humano —dije, procurando ocultar mi sorpresa—. ¿Qué haces aquí fuera?
—Intento convertirme en lobo.
Sus palabras me dieron dentera. Me vinieron ala mente todas las derrotas que había sufrido ante el lobo de mi interior, el vuelco en el estómago justo antes de transformarme, la sensación horrible de perderme a mi mismo. No quise responder.
Abrí la puerta del refugio y palpé en busca del interruptor. La cabaña olía a humedad y a cerrado; su aire viciado estaba lleno de motas de polvo y recuerdos. Un cardenal empezó a cantar en el bosque, a mis espaldas, chirriante como una deportiva nueva. Solo él rompía el silencio.
—Ya que estás aquí, voy a aprovechar para enseñarte esto —le dije a Cole.
Entré en la cabaña, escuchando el rumor polvoriento de mis pasos sobre el suelo de madera. A primera vista todo parecía estar en su sitio: las mantas, dobladas cuidadosamente junto a la televisión apagada; el depósito de agua, lleno hasta arriba y flanqueado por una hilera de vasos. El refugio parecía esperar en silencio a que los lobos volvieran a ser humanos.
Cole entró detrás de mi y empezó a pasearse observando las cajas y los muebles con indiferencia. Todo en él sugería una combinación de desdén y energía contenida. Me hubiera gustado preguntarle por qué le había escogido Beck, pero en lugar de eso dije:
—¿Es lo que esperabas?
Cole había levantado la tapa de una de las cajas y estaba examinando su contenido.
—¿El qué? —preguntó sin levantar la mirada.
—Ser lobo.
—Creí que sería peor —dijo, y esta vez si que me miró. Mostraba una sonrisa maliciosa, como si supiera lo que había tenido que pasar yo para dejar de serlo—. Beck me dijo que el del cambio era casi insoportable.
Recogí una hoja seca que se había colado en la cabaña.
—Ya. En realidad, el dolor no es lo peor de todo.
—¿En serio? —dijo Cole en tono casi burlón, como si quisiera provocarme—. ¿Y qué es lo peor, entonces?
Me di la vuelta; no tenía ganas de contestar. En realidad, no creía que le importara mi respuesta. Beck le había escogido y yo no pensaba odiarle. No lo haría. Beck tenía que haber visto algo en él.
—Un año, uno de los lobos, Ulrik, tuvo la gran idea de cultivar plantas aromáticas en macetas —dije finalmente—. Ulrik siempre estaba haciendo cosas raras.
Le recordé haciendo agujeros en la tierra para meter las semillas, unas bolitas arrugadas que desaparecían bajo la tierra negra y húmeda. «Espero que esto funcione, después de la paliza que me he pegado», me dijo al acabar con tono afable. Yo había estado observándole todo el rato, moviéndome tan solo cuando me llevaba algún codazo accidental en el pecho. «Siempre en medio como el jueves, Sam», me decía Ulrik cada vez que chocaba conmigo.
—Cuando Beck lo vio, le dijo a Ulrik que estaba loco —añadí mirando a los ojos de Cole—. Que podíamos comprar una mata de albahaca por un par de dólares cuando quisiéramos.
Cole levantó una ceja y me miró con cara de seguirme la corriente. Continué con mi historia sin hacerle caso.
—Me pasé varias semanas visitando cada dos por tres las macetas de Ulrik, esperando ver un atisbo de verde entre la tierra, un indicio de que allí había vida a punto de brotar. Esto es lo mismo, Cole: esta es la parte peor. Esperar por aquí, en casa, en el refugio, sin saber si este año brotará alguna semilla. No sé si es demasiado pronto para buscar señales de vida, o si esta vez el invierno se ha llevado a mi familia para siempre.
Cole me miraba de hito en hito sin decir nada. Ya no había desprecio en su expresión, sino un vacío extraño que no supe interpretar.
No tenía sentido quedarse allí más tiempo, así que mientras Cole me miraba, revisé rápidamente las cajas de comida para asegurarme de que no se hubiera metido ningún insecto. Al llegar a la última, apoyé los dedos en el borde y me quedé escuchando atentamente sin saber bien qué esperaba oír. Silencio, silencio, silencio: hasta el cardenal había dejado de chirriar.
Hice un esfuerzo por olvidar la presencia de Cole y agucé el oído como cuando era lobo. Quería crear un mapa mental de todos los animales que había en los alrededores, situar sus sonidos. Pero no oí nada.
En alguna parte de aquellos bosques había lobos, pero se habían vuelto invisibles para mí.