CAPÍTULO DIECIOCHO
Sam
No sabía qué era de mi chica, la batería de mi móvil había muerto, estaba viviendo en una casa con un licántropo nuevo que podía tener tendencias suicidas, o tal vez homicidas… Mi mundo se estaba saliendo de su órbita mientras yo contaba lomos de libros y me detenía en una esquina soleada de la librería para anotar «La vida secreta de las abejas (3/Rústica)» en un bloc amarillo con la palabra «Inventario» en la tapa.
—Hoy deberíamos recibir un buen pedido —afirmó Karyn, la dueña de la librería, saliendo de la trastienda—. Lo van a traer los de UPS.
Me di la vuelta y vi que me ofrecía una taza de plástico.
—¿Y esto? —pregunté.
—Un premio por tu buen comportamiento. Es té verde. ¿Te apetece?
Asentí agradecido. Siempre me había caído bien Karyn. Tenia unos cincuenta años; su cabello corto y rizado estaba lleno de canas, pero en sus ojos brillaba una mirada juvenil bajo unas cejas todavía negras. Su sonrisa agradable y eficiente no llegaba a ocultar la voluntad de acero que había debajo; más de una vez había pensado que todas las cosas buenas de su interior estaban grabadas claramente en su exterior. Me gustaba creer que ella me había contratado porque había visto lo mismo en mí.
—Gracias —dije, y di un sorbo.
Noté perfectamente cómo el líquido me bajaba por la garganta hasta desembocar en el estómago, y eso me recordó que no había desayunado. Estaba demasiado acostumbrado a mis cereales de la mañana con Grace. Incliné el bloc para que Karyn viera los progresos que había hecho.
—Muy bien. ¿Has encontrado algo que merezca la pena?
Señalé la pila de libros extraviados que había a mis espaldas.
—Estupendo.
Karyn se inclinó sobre su taza de café, sopló y me observó a través de la nube de vapor.
—Estarás deseando que llegue el domingo, ¿no?
La miré totalmente desconcertado, esperando a que mi cerebro procesara la pregunta y me indicara qué decir.
—¿El domingo? —pregunté al fin, en vista de que mis neuronas se negaban a reaccionar.
—Sí, por lo del estudio de grabación —aclaró—. ¿No ibas a ir con Grace?
—¿Cómo lo sabes?
—Porque Grace me llamó para asegurarse de que tenías el domingo libre —explicó Karyn, tratando de coger la mitad de la pila de libros del suelo sin dejar la taza de café.
Claro: Grace nunca habría preparado una sorpresa para mí sin ato antes todos los cabos Sentí un pinchazo en algún rincón del estómago, un pellizco de añoranza abrumadora.
—No sé si vamos a poder ir.
Karyn enarcó una ceja a la espera de una explicación. Yo dudé un momento, y de pronto me encontré contándole todo lo que no le había dicho a Isabel la noche anterior. Supongo que lo hice porque sabía que Karyn le daría importancia, e Isabel no.
—Sus padres me encontraron en su cuarto en mitad de la noche —confesé ruborizándome—. Grace se puso enferma y gritó, y sus padres se despertaron y entraron para ver que le pasaba. Me echaron, claro. No sé cómo está Grace; ni siquiera se si sus padres me dejarán volver a verla.
Karyn se quedó callada. Nunca respondía inmediatamente, y eso era una de las cosas que más me gustaban de ella: no ofrecía consuelo de forma automática, ni decía que todo saldría bien hasta no estar segura de que esa era la respuesta correcta.
—Sam, ¿por qué no me llamaste para decir que estabas mal? Te habría dado el día libre.
—Había que hacer inventario…
—El inventario podría haber esperado. Si lo estamos haciendo ahora es porque es marzo, hace un frío que pela y no viene nadie a la tienda.
Se quedó pensativa unos minutos, bebiendo sorbitos de café y arrugando de vez en cuando la nariz.
—Mira: en primer lugar, no pueden impedir que volváis a veros porque ya sois casi adultos —dijo al final—. Además, si tienen dos dedos de frente, se darán cuenta de que eres un chico estupendo. Y en segundo lugar, no creo que tengas que preocuparte por Grace: seguro que es la gripe o algo así. ¿Qué síntomas tenía?
—Fiebre —dije, en voz más baja de lo que pretendía.
Karyn me observó más de cerca.
—Entiendo que estés preocupado, pero eso le ocurre a mucha gente, Sam.
—Hace algún tiempo tuve meningitis. Meningitis bacteriana.
Nunca lo había dicho en voz alta, y hacerlo ahora me produjo una rara sensación de liberación. Era como si admitir la posibilidad de que Grace padeciera algo mucho más peligroso que un resfriado hiciera más manejable aquel miedo.
—¿Cuándo fue eso?
—En navidades.
—Pues entonces es imposible que se la hayas contagiado: la meningitis no es una de esas enfermedades que se incuban durante meses. ¿Qué tal está hoy?
—Cuando la llamé esta mañana me saltó el buzón de voz —dije, intentando no compadecerme demasiado de mi mismo—. Ayer sus padres se enfadaron muchísimo; supongo que le habrán quitado el teléfono.
Karyn hizo una mueca.
—Lo superarán. Trata de ponerte en su lugar.
Estaba haciendo malabarismos para que no se le cayera la pila de libros, así que dejé mi taza de té en una mesa y se los cogí.
—No, si me pongo en su lugar; eso es lo malo —respondí mientras me dirigía a la sección de biografías para colocar una de Lady Di—. Entiendo que estén furiosos. Deben de verme como un macarra que se ha colado en la cama de su hija con la intención de dejarla plantada a la menor ocasión.
Karyn reprimió una carcajada.
—Perdona, ya sé que a ti no te hace ninguna gracia.
—Algún día me la hará, cuando Grace y yo nos casemos y solo tengamos que ver a sus padres en Nochebuena —respondí, más sombrío de lo que habría querido.
—Tú te das cuenta de que la mayor parte de los chicos no se toman tan a pecho estas cosas, ¿verdad? —dijo Karyn.
Agarró el inventario, se sentó detrás del mostrador y dejó su café al lado de la caja registradora.
—¿Sabes cómo conseguí que Drew se me declarara? —preguntó—. Con unas cuantas botellas de bebidas fuertes y una sesión intensiva de Teletienda —se quedó mirándome hasta que sonreí—. ¿Qué piensa Geoffrey de todo esto?
Me llevó un momento darme cuenta de que estaba hablando de Beck; hacía años que no oía a nadie referirse a él por su nombre de pila. Odiaba tener que mentir a alguien como Karyn. Me volví hacia una estantería para que no pudiera verme la cara.
—Todavía no sabe nada. Está de viaje —dije atropelladamente, queriendo deshacerme de aquella mentira lo antes posible.
—¡Ah, claro! Me había olvidado de sus clientes de Florida —repuso Karyn, y yo parpadeé impresionado por la astucia de Beck—. ¿Sabes qué, Sam? Creo que voy a abrir una librería en Florida para pasar allí el invierno. Geoffrey sabe lo que se hace: no vale la pena mantener un negocio en Minnesota durante el mes de marzo.
No sabía qué historia le habría contado Beck para hacerle creer que pasaba los inviernos en Florida, porque Karyn no me parecía especialmente crédula. Pero era evidente que tenía que decirle algo para justificar sus ausencias; hacia años que iba allí para comprar libros, y más tarde, cuando yo aún no tenía carné, para llevarme al trabajo. Sin embargo, estaba aún más impresionado por la espontaneidad con la que Karyn había pronunciado su nombre: lo conocía lo bastante bien para llamarlo con naturalidad por su nombre de pila, pero no lo suficiente para saber que sus mejores amigos nos referíamos a él por su apellido.
Me di cuenta de que llevaba un buen rato sin decir nada, y de que Karyn seguía mirándome.
—¿Viene mucho por aquí sin mi? —pregunté.
Karyn asintió desde el otro lado del mostrador.
—Si, bastante. Casi siempre compra biografías.
Se quedó pensativa, y recordé que una vez me había dicho que se podía psicoanalizar a la gente fijándose en la clase de libros que leía. Me pregunté qué conclusiones sacaría de la pasión de Beck por las biografías que se amontonaban en casa.
—Recuerdo bien lo último que compró —prosiguió Karyn—, porque no era una biografía. Me sorprendió bastante. Era una agenda.
Fruncí el ceño: no recordaba haberla visto.
—Si, una de esas con entradas para cada día y espacios para escribir comentarios. Dijo algo extraño… —Karyn se quedó pensativa—. Ya sé: dijo que la quería para conservar sus pensamientos cuando no pudiera recordarlos.
Tuve que darme la vuelta de golpe para ocultar las lágrimas que habían empezado a arderme en los ojos. Traté de concentrarme en los títulos de los libros para serenarme; toqué el lomo de uno con un dedo, y las palabras escritas empezaron a nublarse.
—¿Es que le ha pasado algo a Geoffrey, Sam? —preguntó Karyn.
Agaché la cabeza y observé la forma en que la vieja tarima se abombaba junto a las estanterías. Me sentía peligrosamente fuera de control, como si dentro de mí girara un remolino de palabras a punto de desbordarse, así que no dije nada. Evité pensar en las habitaciones vacías y llenas de ecos de la casa de Beck. Evité pensar en que ahora era yo quien compraba leche en polvo y conservas para reponer las reservas de la cabaña. Evité pensar en Beck atrapado en el cuerpo de un lobo, observándome entre los árboles, sin memoria, sin pensamientos humanos. Evité pensar que aquel verano no tendría nada —nadie— por lo que esperar.
Me quedé mirando un diminuto nudo negro en una tabla de la tarima, una silueta oscura y solitaria en el corazón de la madera dorada.
Necesitaba a Grace.
—Lo siento —dijo Karyn—. No pretendía… No quiero meterme en tu vida.
Me sentí mal por hacerle pasar aquel mal trago.
—Sí, ya lo sé. Y esto no es… no es culpa tuya, Karyn. Lo que pasa es que… —me apreté los dedos contra la frente, justo donde empezaba a latir el fantasma de un dolor de cabeza—. Beck está enfermo. Terminal.
Las palabras salieron lentamente de mi boca trenzando una dolorosa combinación de verdad y mentira.
—Ay, Sam, lo siento muchísimo. ¿Está en casa?
Negué con la cabeza sin darme la vuelta.
—Claro, por eso te preocupa tanto la fiebre de Grace —sugirió Karyn.
Cerré los ojos y me invadió una oleada de vértigo, como si hubiera olvidado dónde estaba el suelo. Estaba dividido entre el deseo de hablar y el de guardar mis temores para mantenerlos bajo control. Las palabras escaparon de mi boca antes de que pudiera pensarlas.
—No puedo perderlos a los dos. Yo… me conozco, Karyn, y sé que no soy tan fuerte. No lo soy.
Ella suspiró.
—Date la vuelta, Sam.
Lo hice de mala gana y vi que Karyn sostenía en alto el inventario. Señaló con un bolígrafo las letras SR, escritas con su letra al final de mis anotaciones.
—¿Ves tus iniciales? Esto quiere decir que acabas de firmar porque tienes que irte a casa. O adonde quieras. Hala, ve a despejarte un poco.
—Gracias —contesté con voz débil.
Cuando me acerqué al mostrador para coger mi guitarra y el libro que estaba leyendo, Karyn se inclinó y me alborotó el pelo.
—Sam —dijo—, creo que estás hecho de una pasta mucho más dura de lo que crees.
Me obligué a esbozar una sonrisa que solo duró hasta que me di la vuelta.
Al abrir la puerta trasera me topé de bruces con Rachel. En el último momento, hice un quiebro y evité milagrosamente regar de té verde su bufanda de rayas; ella se apartó de un salto cuando ya no corríamos ningún peligro y me lanzó una mirada de advertencia.
—El chico misterioso debería mirar por dónde va —me regañó.
—Rachel no debería materializarse frente a las puertas traseras de las tiendas —respondí.
—¡Fue Grace la que me dijo que entrara por aquí!
Al ver mi expresión de desconcierto, añadió:
—Verás, entre mis talentos naturales no se incluye el de aparcar en paralelo, así que Grace me dijo que podía dejar el coche tirado en el callejón de atrás y que a nadie le importaría que entrase por la puerta trasera. Pero debía de estar equivocada, porque has tratado de ahuyentarme con un caldero de aceite hirviente y…
—Rachel —le interrumpí—, ¿cuándo has hablado con Grace?
—¿Te refieres a la última vez? Hará unos dos segundos —dijo, retrocediendo unos pasos para dejarme salir.
Cerré la puerta, sintiendo un alivio tan intenso que a punto estuve de echarme a reír. De repente podía respirar el aire frío y oloroso a humo de coche, ver la pintura verde descascarillada de los contenedores metálicos, sentir el viento gélido que me metía un dedo curioso por el cuello de la camiseta.
En el fondo creía que no iba a volver a verla. Pero ahora, sabiendo que Grace estaba tan bien como para hablar normalmente con Rachel, me di cuenta de lo dramático que me había puesto.
—Aquí fuera hace un frío que pela. ¿Nos metemos en el coche? —propuse señalando mi Volkswagen.
—Vale —accedió Rachel acercándose a la puerta del copiloto.
Nada más montar, encendí el motor y posé las manos sobre una salida de calefacción hasta aplacar el desasosiego que me seguía produciendo el frío, a pesar de todo.
Rachel había conseguido inundar el coche en dos segundos de un aroma dulzón y artificial que tal vez pretendiera recordar a las fresas. Tenía las piernas dobladas sobre el asiento para dejar sitio a su bolso, tan exageradamente lleno como siempre.
—Bueno, cuéntame —dije—. ¿Qué tal está Grace?
—Bien. Ayer pasó casi toda la noche en el hospital, pero al final la mandaron de vuelta a casa. Como tenía fiebre, le dieron paracetamol por un tubo hasta que se le quitó. Dice que se encuentra perfectamente —Rachel se encogió de hombros—. Me ha pedido que le lleve los deberes; por eso voy tan cargada —añadió mientras señalaba su bolso con la punta del pie—. También me ha pedido que te preste esto un rato.
Sacó un teléfono de color rosa con un Smiley tuerto en la parte de atrás.
—¿Es tu móvil? —pregunté.
—Sí. Grace me dijo que sus padres han redirigido tu número al buzón de voz.
Solté una suave carcajada de alivio.
—Entonces, ¿le quitaron el suyo?
—Sí, su padre. Pero ya se lo ha devuelto. Sam, ¡no me puedo creer que os pillaran! ¡Yo me habría muerto de vergüenza!
La miré con expresión lastimera: ahora que sabía que Grace estaba bien, podía permitirme el lujo de reírme un poco de mi mismo.
—Pobre chico misterioso —me consoló Rachel dándome palmaditas en el hombro—. No te preocupes, no creo que les dure mucho el cabreo: en unos días volverán a olvidarse de que tienen hija. Toma, coge el teléfono, anda. Grace es el dos en la función de marcado rápido.
—Hola, Rachel —oí un momento después.
—Soy yo.
Grace
No sabría poner nombre a la emoción que me asaltó cuando oí la voz de Sam en vez de la de Rachel. Pero fue tan fuerte que juntó dos de mis respiraciones en una sola, larga y estremecida.
—Sam —dije, dejándome llevar por la corriente de aquella emoción extraña.
Él suspiró, y sentí unas ganas desesperadas de verle la cara.
—¿Has hablado con Rachel? Estoy bien, Sam. Solo era un poco de fiebre. Ya estoy en casa.
—¿Puedo ir a verte? —preguntó él con voz ahogada.
Tiré del edredón para cubrirme el regazo, pero se había enganchado a los pies de la cama. Lo sacudí, furiosa de repente, y luego hice un esfuerzo por tranquilizarme. Aún resonaba dentro de mí la bronca que había tenido con mi padre.
—Estoy castigada. No me dejan ir el domingo al estudio contigo.
Al otro lado de la línea se hizo el silencio. Me imaginó la cara de tristeza de Sam y eso me produjo un dolor sordo, como si la rabia acumulada me hubiera dejado un poco dormida por dentro.
—¿Sam? ¿Sigues ahí?
—Si. Puedo cambiar la cita —respondió, en un tono esforzadamente firme que me dolió aún más que su silencio.
—No lo hagas.
De repente, la rabia que había estado conteniendo estalló y necesité todas mis fuerzas para seguir hablando.
—El domingo iré contigo al estudio, aunque tenga que pedírselo de rodillas a mis padres o escaparme de casa. Sam, estoy tan furiosa que no sé qué hacer. Me gustaría marcharme de aquí ahora mismo; no soporto estar en la misma casa que ellos. En serio, Sam, necesito que me convenzas. Dime que no puedo irme a vivir contigo. Dime que no quieres que vaya.
—Sabes que no puedo decirte eso —contestó Sam en voz baja—. Sabes que no te detendría.
Miré la puerta cerrada de mi habitación. Mi madre —mi carcelera— estaba en alguna parte, al otro lado. En lo más profundo de mi estómago había algo que seguía susurrando «fiebre». No soportaba estar allí.
—Entonces, ¿por qué no me voy? —dije, con voz involuntariamente agresiva.
Sam hizo una pausa interminable y finalmente susurró:
—Porque sabes que no quieres terminar así con tus padres. Sabes que me encantaría que estuviéramos juntos, y lo estaremos algún día. Pero esta no es la manera en que debe ocurrir.
Oír aquello hizo que los ojos se me llenaran de lágrimas. Me los froté con el puño, sorprendida. No sabía qué decir. Hasta aquel momento, yo siempre había sido la práctica y Sam el emocional. Me sentí sola en mi enfado.
—Estaba preocupado por ti —dijo Sam.
«Yo también estaba preocupada por mí», pensé, pero en lugar de eso dije:
—Estoy bien. Y me muero de ganas de ir a Duluth contigo. Ojalá fuera ya domingo.
Sam
Todo era extraño: oír a Grace hablar de esa manera; estar sentado en mi coche con su mejor amiga, mientras ella estaba encerrada en casa justo cuando más me necesitaba; sentir que debía negarle algo y no ser capaz de hacerlo… Acababa de descubrir la cara oculta de Grace, distinta y vulnerable, y me daba la impresión de que un futuro arriesgado pero maravilloso había empezado a susurrarme secretos al oído.
—Yo también estoy deseando que llegue el domingo —dije.
—No quiero estar sola esta noche.
Algo se me retorció en el corazón. Cerré los ojos un momento y pensé en colarme en su casa al anochecer, o tal vez decirle a Grace que se escabullera ella. Me imaginé tumbado en mi cuarto bajo las grullas de papel, acurrucado junto a su cuerpo cálido, sin tener que preocuparnos por esconderme ni aceptar más reglas que las que nos pusiéramos los dos. Lo deseaba con tanta intensidad que me hacía daño pensarlo.
—Yo también te echo de menos —murmuré.
—Tengo aquí el cargador de tu móvil. Llámame esta noche desde el de Beck, ¿vale?
—De acuerdo.
Esperé a que Grace colgara y le devolví el móvil a Rachel. No sabía qué me pasaba: al fin y al cabo, solo me faltaban cuarenta y ocho horas para volver a verla. No era tanto tiempo, apenas una gota en el mar de todos los años que pasaríamos juntos.
Teníamos toda la vida por delante; ya era hora de que empezara a creérmelo.
—Sam —dijo Rachel—, ¿sabes que estás poniendo la cara más triste del mundo?