CAPÍTULO DIECISIETE
Cole
Me desperté siendo humano, aunque las sábanas estaban completamente revueltas y apestaban a lobo.
Después de que Isabel se marchara la noche anterior, Sam me llevó a un dormitorio del piso de abajo. Junto a la puerta había un montón de ropa de cama tirada. La habitación era tan amarilla que parecía como si el sol hubiera vomitado en las paredes y luego se hubiera limpiado la boca con la cómoda y las cortinas; pero tenía una cama con sábanas limpias, y eso era lo único que me importaba.
—Buenas noches —dijo Sam, con voz fría pero no hostil.
No respondí: ya estaba metido en la cama, muerto para el mundo, deseando dormir sin soñar con nada.
Cuando me desperté ya era media mañana. Me levanté parpadeando y salí de la habitación sin molestarme en hacer la cama. El salón parecía completamente distinto a la luz del día: ahora era un mar de tonos rojizos, resplandecientes a la luz del sol que entraba por un enorme ventanal. Parecía acogedor, el opuesto de la perfección rígida que se respiraba en la casa de Isabel.
En la cocina, las puertas de los muebles estaban llenas de fotos, un revoltijo de trozos de celo, chinchetas y rostros sonrientes. Beck aparecía en muchas de ellas y Sam también, en una especie de reportaje gráfico sobre su paso de la niñez a la adolescencia. No había fotos de Isabel.
La mayoría de las caras estaban alegres, sonrientes, satisfechas, como si sus dueños le estuvieran sacando el mejor partido a una existencia un tanto extraña. Había fotos de ellos haciendo barbacoas, navegando en piragua, tocando la guitarra… Sin embargo, saltaba a la vista que todas las fotos se habían tomado en aquella misma casa o en los alrededores de Mercy Falls. Era como si las imágenes transmitieran dos mensajes a la vez: «Somos una familia» y «Estás prisionero».
«Tú elegiste esta vida», me recordé. Lo cierto es que apenas había pensado en cómo viviría entre un invierno y el siguiente, cuando fuera humano. En realidad, no había pensado mucho en nada.
—¿Qué tal tus dedos?
Mis músculos se tensaron durante un segundo hasta que reconocí la voz de Sam. Me di la vuelta y lo vi en el umbral de la cocina, con una taza en la mano. La luz del sol formaba una especie de halo sobre sus hombros. En sus ojos había una mirada sombría, a medias de sueño y a medias de desconfianza.
Ya no estaba acostumbrado a que alguien me mirara sin una idea preconcebida de mí, y me resultó sorprendentemente liberador.
En vez de responderle, levanté las manos a la altura de la cabeza y moví los dedos. El gesto quedó bastante más borde de lo que pretendía.
Sam clavó en mi sus desasosegantes ojos amarillos y estuvo así un buen rato, mirándome como si luchara consigo mismo.
—En la cocina hay cereales, huevos y leche —recitó al fin con voz monótona, empezando a darse la vuelta.
Levanté una ceja.
Al ver mi expresión, Sam se detuvo a medio movimiento. Cerró los ojos y al cabo de un momento volvió a abrirlos.
—Vale. Veamos… —dejó la taza en la mesa que había entre los dos y cruzó los brazos—. ¿Por qué estás aquí?
Su tono belicoso hizo que me cayera algo mejor; contrarrestaba su estúpido flequillo y sus ojos melancólicos de chico sensible. Al menos, tenía carácter.
—Porque quiero ser un lobo —dije como si no le diera mayor importancia—. Curiosamente, todo lo contrario que tú, si es cierto lo que he oído.
Sam desvió los ojos hacia las fotos que había a mi espalda y después volvió a mirarme a la cara.
—Yo estoy aquí porque esta es mi casa —replicó, cortante.
—Ya —respondí; podría haberle facilitado las cosas, pero no me apetecía.
Se quedó pensativo unos instantes. Supuse que estaba tratando de decidir cuánta carne quería poner en el asador durante aquella conversación.
—Mira, normalmente soy más amable que ahora —afirmó—. Pero es que me cuesta mucho entender cómo has podido elegir esta vida. Si trataras de explicármelo, creo que nos llevaríamos mucho mejor.
Extendí las manos como si estuviera ofreciéndole algo; cuando hacía aquel gesto en los conciertos, el público se volvía loco, porque significaba que estaba a punto de cantar algo nuevo. Si Victor hubiera estado allí, lo habría pillado y se habría reído. Pero Sam no tenia ni idea de aquello, así que se limitó a mirarme las manos hasta que dije:
—Para empezar desde cero, Ringo. La misma razón por la que lo hizo Beck.
La cara de Sam se convirtió de pronto en una máscara inexpresiva.
—Pero tú elegiste esto. Por voluntad propia.
Evidentemente, la historia que le había contado Beck sobre sus orígenes como lobo era diferente de la que me había contado a mí. Me pregunté cuál seria la verdadera, pero decidí que en aquel momento me daba igual. No tenía ganas de discutir con Sam, que me miraba como si esperase oírme decir a continuación que Papá Noel eran los padres.
—Sí, lo elegí. Tenía mis razones. Y ahora, ¿puedo desayunar, o qué?
Sam meneó la cabeza, no como si estuviera enfadado sino más bien como si quisiera apartar de su mente algún pensamiento desagradable. Después miró el reloj.
—Como quieras. Yo me voy a trabajar.
Pasó junto a mi sin mirarme a los ojos, y cuando estaba saliendo de la cocina se detuvo y se dio la vuelta. Caminó hasta la encimera, agarró un post-it de un bloc, apuntó algo y lo pegó en la puerta de la nevera.
—Ahí tienes el número de mi móvil y el del trabajo. Llámame si necesitas algo.
Era evidente que le costaba horrores tratarme con amabilidad pero aun así lo estaba haciendo. ¿Educación? ¿Sentido del deber? La gente amable nunca me había caído especialmente bien.
Sam echó a andar, pero se detuvo otra vez en el umbral.
—No creo que tardes demasiado en transformarte de nuevo —dijo haciendo tintinear las llaves del coche—. Seguramente cambiarás cuando se ponga el sol, o si pasas demasiado tiempo fuera. Así que intenta no alejarte mucho, ¿de acuerdo? Es mejor que no te vea nadie cuando ocurra.
Le sonreí sin ganas.
—Tranquilo.
Parecía que iba a decir algo más, pero se limitó a apoyarse dos dedos en la sien e hizo una mueca. El gesto me dijo todo lo que Sam estaba callando: tenía muchos problemas, y yo solo era uno de ellos.
Estaba disfrutando de no ser famoso mucho más de lo que esperaba.
Isabel
Aquella mañana Grace no apareció por el instituto, así que a la hora de la comida me metí en un baño y la llamé. Respondió una voz sospechosamente parecida a la de su madre.
—¿Diga?
—Eh… ¿hola? —dije, tratando de no sonar demasiado borde por si realmente era su madre—. Juraría que he marcado el número de Grace, pero creo que tú no eres Grace.
Creo que no lo conseguí del todo.
—¿Quién eres? —preguntó la voz en tono amistoso.
—¿Y tú?
Al fin se oyó a Grace en el fondo:
—¡Mamá! ¡Dame eso!
Sonaron unos ruidos ahogados, y después Grace dijo:
—Perdona. Estoy castigada, y mis padres han decidido que pueden contestar a mi teléfono sin pedirme permiso.
Alucinante. Santa Grace, castigada.
—¿Qué has hecho?
Al otro lado del teléfono se oyó el ruido de una puerta al cerrarse. No llegó a ser un portazo, pero sonó más desafiante de lo que habría esperado de Grace.
—Me han pillado durmiendo con Sam —confesó.
Levanté la mirada hacia el espejo y mi cara me miró con sorpresa: cejas arqueadas hasta casi tocar el flequillo y ojos abiertos como platos, aún más grandes y redondos por el efecto del perfilador negro. Estaba claro que Sam se había callado bastantes cosas la noche anterior.
—¡No fastidies! ¿Estabais haciéndolo?
—No, no. Solo estábamos durmiendo juntos. Mis padres lo han sacado todo de quicio.
—Ya, claro. A todos los padres les encanta que sus hijas duerman en la misma cama que sus novios, y a mis padres los primeros. Bueno, y qué, ¿te han prohibido venir al instituto? No parece lo más…
—No, he faltado porque anoche fui al hospital con mis padres —respondió Grace—. Se pusieron histéricos porque me entró algo de fiebre y se empeñaron en llevarme a urgencias en vez de darme paracetamol. En realidad, creo que no fue más que una excusa para alejarme de Sam. La cosa es que los médicos nos tuvieron allí casi toda la noche, y me acabo de despertar.
Me cruzó la mente el recuerdo de Grace preguntándole al señor Grant si podía salir de clase porque le dolía la cabeza.
—¿Y qué te pasa? ¿Qué han dicho los médicos?
—Que debe de ser un virus. No fue nada, solo un poco de fiebre —respondió Grace como un resorte, sin darme apenas tiempo de terminar; me dio la impresión de que no se lo creía del todo.
La puerta del baño se abrió un poco a mi espalda.
—¡Isabel, sé que estás ahí! —exclamó la señora McKay, mi profesora de lengua—. Si sigues saltándote el almuerzo, voy a tener que decírselo a tus padres. ¿Entendido? La hora de la comida acaba en diez minutos.
La puerta se cerró con un chirrido.
—Isabel, no empieces a saltarte comidas otra vez —me pidió Grace.
—Grace, creo que en este momento de tu vida deberías preocuparte más por tus problemas que por los míos —respondí.
Cole
Sam se acababa de marchar al trabajo. Me serví un vaso de leche, preguntándome a qué se dedicaría, y volví al salón para curiosear en los cajones. A lo largo de mi vida había descubierto que fisgar en cajones y mochilas era una forma estupenda de conocer a la gente. Los cajones de las mesas del salón solo contenían mandos a distancia y controles de Playstation, así que me dirigí a un despacho que había visto aquella mañana.
Aquello sí que merecía la pena. La mesa estaba llena de papeles y el ordenador ni siquiera tenía contraseña. Además, era un sitio perfecto para ladrones: estaba en una esquina de la casa, y desde una de las ventanas se distinguía perfectamente el camino de entrada. Si Sam llegaba, lo vería a distancia. Dejé el vaso de leche junto a la alfombrilla del ratón (alguien se había entretenido en llenarla de garabatos, entre ellos un dibujo de una chica vestida de colegiala con unos pechos más bien tremebundos) y me acomodé en la silla. El despacho era igual que el resto de la casa: acogedor, cómodo y masculino.
Encima de la mesa había algunas facturas, todas a nombre de Beck y mareadas con un sello que ponía PAGO DOMICILIADO. No me interesaban. Junto al teclado había una agenda de cuero marrón, pero yo siempre había pasado de agendas. Decidí ponerme directamente con los cajones. Abrí el primero: cedés con programas, la mayoría aburridos, aunque también había unos cuantos juegos. Nada de interés. Probé con el cajón de abajo, y al abrirlo se levantó una nube de polvo. «Estupendo», pensé, «así es como suele esconder la gente sus mayores secretos». Bajo el polvo, un sobre marrón con una etiqueta que decía SAM. Aquello se ponía interesante. Abrí el sobre y saqué la primera hoja: documentos de adopción.
«Vamos allá».
Volqué el contenido del sobre encima de la mesa y metí la mano por si se había quedado dentro algún papelito. Un certificado de nacimiento a nombre de Samuel Kerr Roth, un año más joven que yo. Una fotografía de Beck con Sam de pequeño, menudo y ñaco, pero con el mismo flequillo y unos párpados igual de tristes que la noche anterior. Su expresión era difícil de descifrar; la noche anterior me habían llamado la atención sus extraños iris amarillos de lobo, y al mirar la foto más de cerca vi que el Sam niño tenía los mismos ojos. Así que no eran lentillas. Sam empezaba a caerme un poco mejor. Dejé la foto y agarré un montón de recortes de periódico amarillentos. Empecé a leerlos:
Gregory y Annette Roth, un matrimonio de Duluth, fueron acusados el pasado lunes de intento de asesinato en la persona de su hijo de siete años. Las autoridades han puesto al niño (cuyo nombre no se ha hecho público) bajo custodia estatal, aunque es posible que sea dado en adopción tras el juicio de sus padres. La policía acusa a los Roth de meter a su hijo en una bañera y cortarle las muñecas con cuchillas. Poco después del suceso, Annette Roth confesó los hechos a un vecino y afirmó que su hijo estaba tardando demasiado en morir. Tanto ella como Gregory Roth alegaron ante la policía que su hijo estaba poseído por el demonio.
La garganta se me cerró, y aunque tragué saliva no pude abrirla del todo. No me podía quitar de la cabeza al hermano pequeño de Victor, que ahora tenía ocho años. Volví a la foto de Beck y Sam y la examiné una vez más: tenía los ojos entrecerrados, fijos en algún punto más allá del objetivo. Su brazo derecho estaba alzado para agarrar la mano de Beck, y en la muñeca se distinguía claramente la marca rojiza de un corte reciente.
«¿Y tú te compadeces de ti mismo?», dijo una vocecilla irónica en mi cabeza.
Metí los recortes y la fotografía en el sobre para no tener que mirarlos y me puse a examinar los demás papeles. Eran documentos legales que nombraban a Sam beneficiario del patrimonio de Beck, incluida la casa y un par de cuentas bancarias que estaban a nombre de los dos. En resumen, un montón de pasta; me pregunté si Sam sabría que era prácticamente el dueño del lugar.
Debajo de aquel fajo de papeles había otra agenda negra. La hojeé y vi que estaba llena de párrafos escritos con una letra inclinada hacia atrás; el autor era zurdo, sin duda. Me dirigí a la primera página: «Si estás leyendo esto, es que me he convertido en lobo para siempre. Aunque también puede que seas Ulrik, y en ese caso más te vale dejar de fisgar en mis cosas».
Pegué un brinco al oír el timbre del teléfono.
Dejé que sonara un par de veces más y lo cogí.
—Oui —dije.
—¿Eres Cole?
Oír aquella voz me levantó inexplicablemente el ánimo.
—Depende. ¿Eres mi madre?
—No sabía que tuvieras madre —respondió Isabel en tono cortante—. ¿Sabe Sam que ahora te encargas de responder las llamadas?
—¿Querías hablar con él?
Una pausa.
—El número que aparece en la pantalla, ¿es el de tu móvil? —pregunté.
—Sí. Pero no me llames. ¿Qué haces? ¿Sigues siendo humano?
—Por el momento. Estoy curioseando entre las cosas de Beck —dije, mientras volvía a meter el sobre de Sam en el cajón.
—¿Estás de coña? —preguntó Isabel.
Los dos nos quedamos en silencio durante unos segundos.
—No, ya veo que no —se respondió ella misma. Otra pausa—. ¿Qué has encontrado?
—Ven y lo sabrás.
—Estoy en el instituto.
—¿Hablando por teléfono?
Isabel dudó unos instantes.
—Estoy en el baño, intentando motivarme para ir a la siguiente clase. Dime qué has encontrado; siempre me anima enterarme de cosas que no debería saber.
—Los documentos de adopción de Sam. Y unos recortes de periódico que cuentan que sus padres intentaron matarlo. También he encontrado un dibujo muy cutre de una chica pechugona vestida de colegiala. Es digno de ver.
—¿Por qué estás hablando conmigo?
Creí entender lo que quería decir, pero preferí hacerme el despistado.
—Porque me has llamado.
—¿Lo haces solo porque quieres que me acueste contigo? Pues no pienso hacerlo. No es nada personal, simplemente no quiero. Me estoy reservando para cuando me enamore y todas esas cosas. Así que si estás hablando conmigo por eso, será mejor que cuelgues.
No colgué. Supuse que eso respondía a su pregunta.
—¿Sigues ahí?
—Sigo aquí.
—Bueno, ¿vas a contestarme o no?
Empecé a juguetear con el vaso vacío.
—Simplemente me apetece hablar con alguien —dije—. Me gusta hablar contigo. No tengo mejor respuesta que esa.
—Las veces que nos hemos visto, no nos hemos dedicado precisamente a hablar.
—Sí que lo hemos hecho —protesté—. Yo te hablé de mi Mustang. Fue una conversación profunda y personal sobre algo que es muy importante para mí.
—Ya. Tu coche —Isabel sonaba escéptica—. De modo que quieres hablar… Vale. Habla. Cuéntame algo que nunca le hayas dicho a nadie.
Me quedé pensando unos instantes.
—Después de los elefantes, las tortugas son las criaturas con el mayor cerebro del planeta.
A Isabel le bastó medio segundo para procesar la información.
—Eso es una bobada.
—Sí, ya lo sé. Por eso no se lo había dicho nunca a nadie.
Al otro lado de la línea sonó un ruido entrecortado: o Isabel estaba conteniendo la risa, o le estaba dando un ataque de asma.
—Cuéntame algo sobre ti que nunca le hayas dicho a nadie —insistió luego.
—Si lo hago, ¿harás tú lo mismo?
—Sí —contestó con poca convicción.
Tracé con el dedo el contorno de la colegiala dibujada, pensativo. Hablar por teléfono era como hablar con los ojos cerrados: te hacía ser más valiente y sincero, porque era como hablar solo. Por eso mismo cantaba siempre mis canciones nuevas con los ojos cerrados. No quería ver lo que el público pensaba de ellas hasta haber terminado de cantarlas.
—Llevo toda la vida intentando no ser mi padre —dije finalmente—. No porque sea un mal tipo, sino porque es demasiado brillante. Haga lo que haga, jamás podré compararme con él.
Isabel se quedó callada. Tal vez esperase oírme decir algo más.
—¿A qué se dedica tu padre?
—Te toca a ti.
—No, tienes que contestarme primero. Querías hablar, ¿no? Eso significa que tú dices algo, yo te respondo y después vuelves a hablar tú. Es uno de los logros más destacados de la raza humana: se llama conversación.
Sería un logro, pero estaba empezando a arrepentirme de haber iniciado aquella.
—Es científico.
—¿Científico espacial?
—No, científico loco. Y muy bueno. Ahora en serio, quisiera dejar esta conversación particular para retomarla dentro de un tiempo. Por ejemplo, después de mi muerte. Y ahora te toca.
Isabel tomó aliento.
—Mi hermano murió.
Aquellas palabras me sonaban de algo. Era como si ya se las hubiera oído decir antes, aunque era imposible. Después de pensar en ello, dije:
—¿No se lo habías contado a nadie?
—Sí. Pero no les dije que había sido por culpa mía, porque todo el mundo pensaba que ya estaba muerto cuando se murió de verdad.
—Eso no tiene sentido.
—Nada tiene sentido a estas alturas. Ni siquiera hablar contigo. ¿Por qué te estoy contando esto, si no te importa en absoluto?
Para aquella pregunta sí que tenía respuesta.
—Me lo cuentas precisamente porque no me importa.
Sabía que era cierto: si hubiéramos tenido la oportunidad de confesar nuestros secretos a alguien que se preocupara, ninguno de los dos habría abierto la boca. Era mucho más fácil hacer confesiones cuando no importaban.
Isabel se quedó callada. En el fondo se oyeron unas voces agudas que decían cosas incomprensibles. Rumor de agua corriente. Silencio.
—Vale —dijo al fin.
—Vale, ¿qué?
—Vale, quizás puedas llamarme. Algún día. Ya tienes mi número.
Y colgó sin darme tiempo a decir adiós.