CAPÍTULO DIECISÉIS

Sam

Hojas

La noche en que se llevaron a Grace al hospital, me decidí al fin a volver los ojos hacia los lobos.

Fue una noche de pequeñas coincidencias que colisionaron hasta convertirse en algo mayor. Si Grace no hubiera enfermado esa noche; si sus padres no hubieran vuelto antes que de costumbre; si no me hubieran descubierto en su cuarto; si yo no hubiera ido a casa de Beck; si Isabel no hubiera oído a Cole rondando por su casa; si no lo hubiera llevado junto a mí; si Cole no hubiera sido un yonqui, un imbécil y un genio a partes iguales…

Si todo eso no hubiera pasado, ¿qué habría ocurrido con nuestras vidas?

Como dice Rilke, Verweilung, auch am Verstrautesten nicht, ist unsgegeben, es decir: «No se nos permite perdurar, ni aun en aquello más íntimo».

Mi mano echaba ya de menos el peso de la mano de Grace.

Nada volvió a ser igual después de esa noche. Nada.

El padre de Grace me llevó en su coche hasta la puerta trasera de la librería, donde estaba aparcado mi Volkswagen. Avanzó con precaución por el callejón para no rozar los retrovisores contra los contenedores que bordeaban las aceras, se detuvo justo detrás de mi coche y se quedó callado, con el rostro iluminado por la farola parpadeante que había junto a la puerta de la tienda. Tampoco yo dije nada: tenía la boca sellada por una mezcla tóxica de culpa y rabia. Nos quedamos así unos segundos hasta que el limpiaparabrisas se puso en marcha de pronto, sobresaltándonos. El padre de Grace debía de haber dejado la palanca medio subida al encender el intermitente para aparcar. Aún dejó que funcionara una vez más antes de reaccionar.

Finalmente lo apagó y dijo sin mirarme:

—Grace siempre ha sido una chica ejemplar. En sus diecisiete años de vida, jamás ha tenido problemas en el colegio o el instituto. No bebe, no consume drogas. Tiene una media de sobresaliente. Siempre ha sido absolutamente perfecta.

No dije nada.

—Hasta ahora —prosiguió él—. Y como comprenderás, a su madre y a mí no nos hace ninguna gracia que venga un chico y la eche a perder. No te conozco, Samuel; pero conozco bien a mi hija, y sé que todo esto es cosa tuya. No pretendo amenazarte, pero ten por seguro que no voy a dejar que estropees a Grace. Creo que tienes que reflexionar muy seriamente sobre lo que pretendes en la vida, antes de volver a ver a mi hija.

Estuve a punto de contestarle, pero todo lo que se me ocurría era demasiado hiriente o demasiado sincero para atreverme a decirlo. Abrí la puerta y salí a la fría noche sin pronunciar una palabra.

El padre de Grace esperó unos instantes para asegurarse de que me montaba en mi coche, y luego dio marcha atrás y se fue. Yo me quedé sentado en el Volkswagen, con las manos en el regazo y la mirada clavada en la puerta de la librería. Parecía haber pasado una eternidad desde que Grace y yo habíamos salido por aquella puerta emocionados, yo por su regalo, ella por mi reacción y por el placer de haber acertado. Intenté recordar su cara de satisfacción y no pude: solo era capaz de verla retorciéndose entre las sábanas, congestionada y apestando a lobo.

«Solo es un poco de fiebre».

Me dije esas palabras una y otra vez mientras conducía hacia la casa de Beck. Los faros del coche rebotaban sobre los oscuros troncos que bordeaban la carretera, rompiendo la negrura de la noche. Me lo repetí incansablemente, aunque mis tripas susurraban lo contrario y mis manos apenas podían contener el impulso de girar el volante para volver junto a Grace.

A mitad de camino, saqué el móvil y marqué su número. Sabía que era mala idea, pero no pude evitarlo.

Tras unos cuantos tonos, sonó la voz de su padre.

—He descolgado solo para decirte que no vuelvas a llamar. Te estoy hablando muy en serio, Samuel: déjala en paz. No quiero hablar contigo esta noche. Tampoco quiero que Grace hable contigo. Solo…

—Quiero saber cómo está —pensé en añadir un «por favor», pero no me salió.

Su padre hizo una pausa, como si alguien le estuviera hablando, y luego dijo:

—Solo es un poco de fiebre. No vuelvas a llamar. Te aseguro que me estoy conteniendo para no decir algo de lo que pueda arrepentirme.

Esta vez sí que oí otra voz de fondo —la de Grace o la de su madre— y luego la línea se cortó.

Me sentí como un barco de papel a la deriva en un mar de oscuridad.

No me apetecía estar en casa de Beck, pero no tenía otro sitio adonde ir, nadie con quien estar. Ahora era humano, y sin Grace no tenía más que un coche, un empleo en una librería y una casa llena de habitaciones vacías.

Así que puse rumbo a la casa de Beck, pensando que debía empezar a considerarla también como mi casa, y al llegar aparqué el coche en la entrada. No hacía tanto tiempo, cuando Beck aún estaba, yo trabajaba en la librería solamente en verano y perdía los inviernos siendo un lobo. En aquella época, cuando llegaba a casa después del trabajo, aún era de día, y al salir del coche de Beck me recibían las risas y el olor a barbacoa que venían de la parte de atrás de la casa.

Pero aquello había cambiado, y me sentí extraño al bajarme del coche en plena noche, con el frío cosquilleándome en la piel y la clara conciencia de que todas las voces de mi pasado estaban atrapadas en el bosque. Todas menos la mía.

Grace…

Entré en la casa, encendí la luz de la cocina y, tras echar un vistazo rápido a las fotografías que había pegadas a los muebles, fui hasta el vestíbulo y encendí la lámpara del techo. Mientras lo hacía, me vinieron a la cabeza las frases que Beck me repetía una y otra vez cuando yo tenía nueve o diez años: «¿Por qué te empeñas en encender todas las luces de la casa? ¿Es que quieres hacerles señales a los extraterrestres?».

Recorrí la casa pulsando todos los interruptores, revelando un recuerdo en cada habitación. No encendí la luz del baño en el que había estado a punto de convertirme en lobo justo después de conocer a Grace. Pero sí que lo hice en el salón donde Paul y yo tocábamos la guitarra —su vieja Pender seguía en la repisa de la chimenea—. Y en el cuarto de invitados de abajo, donde Derek había colado a una chica del pueblo ganándose una bronca tremenda de Beck. Encendí la bombilla de la escalera del sótano y las lámparas de la biblioteca que había allí abajo. Después volví a subir para iluminar el despacho de Beck. Me detuve en el salón el tiempo justo para encender el equipo de música que Ulrik había comprado cuando yo tenía diez años, porque, según él, ya era hora de que yo pudiera «escuchar a Jethro Tull como Dios manda».

Al llegar arriba encendí el flexo de la habitación de Beck, en la que casi nunca dormía porque prefería amontonar libros y papeles sobre la cama y quedarse dormido en cualquier sillón del sótano, con un libro a medio leer sobre el pecho. Luego, la luz amarillenta de la habitación de Shelby cobró vida y reveló un cuarto aséptico, sin más pertenencias que un viejo ordenador. Por un momento sentí la tentación de destrozar el monitor: tenía ganas de romper algo, y si alguien merecía que rompiera alguna de sus cosas, esa era Shelby. Deseché la idea enseguida, porque no tenía sentido hacerlo si ella ni siquiera iba a darse cuenta. Llegué a la habitación de Ulrik, que parecía congelada en el tiempo: sobre la cama había una americana y unos vaqueros cuidadosamente doblados, y en la mesilla se veía una taza vacía. La siguiente era la de Paul; sobre la cómoda había un frasco con dos dientes dentro, uno del propio Paul y otro de un perro blanco ya muerto.

Dejé mi cuarto para el final. Del techo colgaban recuerdos felices sujetos con cordeles. Libros colocados en estantes, apilados sobre el escritorio. Olía a cerrado: el chico que había crecido en aquella habitación llevaba mucho tiempo sin entrar en ella.

Pero había llegado el momento de volver a vivir allí. Un chico solo en aquel caserón, esperando y deseando que volviera su familia.

Sin embargo, justo cuando extendía la mano para palpar la pared en busca del interruptor, se oyó fuera el rugido de un coche.

Ya no estaba solo.

—¿Pretendes señalizar la posición de la casa para que aterrice un avión en el tejado? —preguntó Isabel.

De pie en medio del salón, con un pijama de seda y un chaquetón blanco forrado de piel, se asemejaba más a un dibujo que a una persona real. Nunca la había visto sin maquillaje, y parecía mucho más joven.

—La casa se ve a un kilómetro. ¿No querías dejar ninguna luz sin encender, o qué? —insistió.

No respondí; estaba demasiado ocupado tratando de adivinar qué hacía Isabel allí a las cuatro de la mañana, acompañada del chico que se había convertido en lobo hacía unos días en medio de la cocina. Él llevaba una sudadera raída y unos vaqueros que no debían de ser suyos, a juzgar por lo grandes que le quedaban. Iba descalzo, y los dedos de sus pies y de sus manos mostraban un color morado bastante alarmante. Sin embargo, él estaba tan tranquilo con los pulgares enganchados en las trabillas del pantalón, como si aquello no le preocupara en absoluto. Parecía increíble, pero por la manera en que miraba a Isabel y por la forma en que ella rehuía su mirada, daba la impresión de que había algo entre ellos.

—Los dedos se te están empezando a congelar —le dije por romper el silencio—. Tienes que hacerlos entrar en calor ya mismo; no creo que te haga mucha gracia perderlos. Isabel, tú deberías saberlo.

—No soy idiota —repuso ella—. Pero si mi padre lo hubiera pillado en casa, lo habría matado, y eso le haría menos gracia aún. Así que he preferido traértelo aquí. No creo que a estas horas de la noche mis padres estén en condiciones de darse cuenta de que me he ido.

No sé si Isabel me vio tragar saliva, pero el caso es que no dejó de hablar:

—Por cierto, este es Sam. El Sam que te decía.

Tardé un momento en darme cuenta de que ahora se dirigía al tipo medio congelado.

«El Sam que te decía». Me pregunté qué le habría contado de mí. Lo miré, de nuevo con la impresión de que conocía su cara Pero no era una familiaridad real, sino más bien la sensación de que se parecía a algún actor cuyo nombre no conseguía recordar.

—¿Así que ahora eres tú el que manda aquí? —preguntó él con una sonrisa burlona—. Yo soy Cole.

«El que manda aquí». A mi pesar.

—¿Ha cambiado ya alguno de los otros lobos, Cole? —pregunté.

Él se encogió de hombros.

—Creo que no. De hecho, no sé por qué me he transformado yo, con este frío.

Me estaba molestando tanto ver sus dedos hinchados y amoratados que me di la vuelta y entré en la cocina para coger un frasco de ibuprofeno. Volví y se lo lancé a Isabel, quien lo cogió al vuelo con unos reflejos sorprendentes.

—Te has transformado porque te mordieron hace relativamente poco —expliqué—. La temperatura aún no determina tus transformaciones, al menos no del todo. Durante una temporada seguirán siendo… impredecibles.

—Impredecibles —repitió Cole.

«Sam, no, por favor, otra vez no, no lo hagas». Parpadeé e hice un esfuerzo por encerrar la voz de mi madre de nuevo en el pasado.

—¿Para quién son estas pastillas? ¿Para él? —preguntó Isabel alzando el frasco y señalando a Cole con la barbilla.

De nuevo volví a tener la clara impresión de que había algo entre ellos dos.

—Sí. Cuando los dedos le entren en calor, van a dolerle de verdad —respondí—. El ibuprofeno le ayudará a llevarlo mejor. Cole, allí está el baño.

Isabel

Cole cogió el frasco de ibuprofeno cuando se lo ofrecí, pero me di cuenta de que no pensaba tomarlo. No hubiera sabido decir si quería hacerse el fuerte, si se lo prohibía su religión o qué; el caso es que cuando entró en el cuarto de baño, oí cómo encendía la luz y posaba el frasco en el lavabo sin abrirlo. Después sonó el murmullo del grifo. Sam se dio la vuelta y me miró con cara rara: estaba claro que Cole no le caía bien.

—Bueno, Rómulo, ¿qué haces por aquí solo? —dije, y las pupilas de Sam se dilataron comiéndose sus iris amarillos—. Pensé que hacía falta una intervención quirúrgica para separarte de Grace.

Durante la hora que acababa de pasar con Cole, su cara solo había mostrado las emociones que él quería revelar; supongo que por eso me resultó tan extraño ver la inconfundible expresión de dolor que inundó el rostro de Sam en aquel momento. Solo hacía falta mirar sus cejas oscuras para darse cuenta de que estaba hecho polvo. De pronto se me ocurrió que tal vez hubieran reñido.

—Es que Grace se ha… se ha puesto enferma —dijo, sonriendo por un instante como hace la gente cuando le ha pasado algo malo y no te lo quiere contar, pero no le queda más remedio—. Pensamos que dormiría mejor sola.

—¿Esta noche?

Sam asintió con una expresión tan sincera y triste que tuve que apartar la mirada.

—Sí. Llegué aquí poco antes que vosotros.

De pronto, el resplandor en el que estaba envuelta la casa cuando llegamos se llenó de significado. Me quedé dudando entre admirar a Sam por sentir las cosas tan intensamente, o despreciarle por tener tantas emociones que se le desparramaban por las ventanas. No sabía cómo sentirme.

—En fin… —empezó a decir, y me di cuenta de que con solo esas dos palabras se había recompuesto, como un caballo que coloca cuidadosamente las patas bajo el cuerpo antes de levantarse—. Da igual. Háblame de Cole. ¿Por qué estás con él?

Le lancé una mirada fulminante antes de darme cuenta de que, en realidad, lo que me estaba preguntando era por qué había acompañado a Cole hasta su casa.

—Es una larga historia, chico lobo —respondí dejándome caer en el sofá—. No podía dormir, y le oí rondar por el jardín de mi casa. Estaba claro lo que era, y también estaba claro que no iba a volver a transformarse por el momento. Y como no quería que mis padres lo encontraran… pues eso.

Sam hizo una mueca que no supe cómo interpretar.

—Ha sido muy amable por tu parte.

—No creas —respondí, sonriendo sin ganas.

—¿En serio? —preguntó Sam—. Creo que poca gente habría ayudado a un desconocido que se pasea desnudo alrededor de su casa.

—No quería encontrarme con sus dedos desparramados por el suelo cuando saliera a buscar el coche por la mañana.

Me dio la impresión de que Sam me estaba provocando para que dijera algo más, como si hubiera adivinado que aquella era la segunda vez que nos veíamos y que la primera vez nuestras lenguas habían entablado una relación bastante íntima. Prefería no mencionar aquello, así que volví al tema de los dedos de Cole para desviar la conversación.

—Hablando de dedos, me pregunto qué tal le irá —dije mirando hacia el cuarto de baño.

Sam vaciló, y me di cuenta de que la única luz que no estaba encendida en el piso de abajo cuando habíamos llegado era la del baño.

—¿Por qué no llamas a la puerta y te asomas a ver? —propuso Sam al fin—. Yo iré preparándole una habitación mientras tanto. Además, me gustaría… necesito un minuto para pensar tranquilamente.

—Como quieras.

Sam asintió y se encaminó a las escaleras. Mientras se daba la vuelta, cruzó por su cara la sombra de una emoción que no le conocía, y me di cuenta de que tal vez no fuera tan transparente como yo había pensado. Me dieron ganas de pedirle que se quedara un momento para llenar las lagunas de nuestra conversación: qué le había pasado a Grace, por qué estaba apagada la luz del baño, qué pensaba hacer ahora… Pero ya era demasiado tarde. Y de todas formas, no me pegaba preguntar esas cosas; yo no era ese tipo de chica.

Cole

Ya no me dolía tanto. Estaba disfrutando del agua tibia y jugueteando con la idea de quedarme dormido cuando oí unos golpes en la puerta, tan fuertes que la abrieron unos centímetros.

—¿Te has ahogado? —dijo Isabel desde fuera.

—Sí.

—Vale. ¿Te importa si entro?

Sin esperar a mi respuesta, entró y se sentó en váter, junto a la bañera. La capucha del chaquetón le abultaba la espalda, y el pelo le caía sobre la mejilla en mechones irregulares. Parecía una chica de anuncio. No hubiera sabido decir de qué producto: sanitarios, chaquetones, antidepresivos… Fuera lo que fuese, yo me lo habría comprado.

—Estoy desnudo —dije.

—Yo también —respondió—. Bajo la ropa.

La miré con una sonrisa: tenía que reconocer que la chica sabía devolverlas.

—¿Se te van a caer los dedos de los pies? —preguntó.

Levanté la pierna y la estiré para mirarme los dedos. Estaban enrojecidos, pero podía moverlos y sentirlos todos menos el meñique, que seguía un poco entumecido.

—Creo que hoy no.

—¿Vas a quedarte ahí para siempre?

—Puede —respondí, sumergiendo los hombros para demostrar que estaba dispuesto—. ¿Te gustaría hacerme compañía?

Ella enarcó una ceja.

—Me parece que no hay mucho sitio.

Cerré los ojos y sonreí de nuevo.

—Ya.

Con los ojos cerrados me sentía cálido, ligero e invisible. «Deberían inventar una droga que te hiciera sentir así», pensé.

—Echo de menos mi Mustang -dije, principalmente porque era la clase de comentario que haría reaccionar a Isabel.

—¿Estar tumbado en una bañera te hace pensar en tu coche?

—Tenía una calefacción increíble. Podías asarte vivo dentro, si querías —expliqué. Era mucho más fácil hablar con ella teniendo los ojos cerrados; de alguna manera, rebajaba el nivel de agresividad entre los dos—. Me hubiera venido muy bien tenerlo a mano hace un rato.

—¿Dónde está?

—En mi casa.

Oí un roce de tela y me di cuenta de que Isabel se acababa de quitar el chaquetón. Lo dejó caer sobre el lavabo y se volvió a sentar en el váter.

—¿Y dónde está eso?

—En Nueva York.

—¿En el centro?

—No. En el estado de Nueva York.

Recordé mi Mustang: negro, brillante, siempre con el depósito lleno, olvidado en el garaje de mis padres porque yo nunca estaba en casa para conducirlo. Fue lo primero que compré cuando llegó mi primer cheque serio, pero —ironía del siglo— nunca dejé de estar de gira el tiempo suficiente para conducirlo.

—Pensaba que eras de Canadá.

—Estaba de… —me detuve antes de decir «gira»; estaba disfrutando demasiado de mi anonimato para arruinarlo así—. Estaba de vacaciones.

Abrí los ojos y, al ver la dureza con la que me miraba, supe que había pillado la mentira. Estaba empezando a darme cuenta de que se le escapaban pocas cosas.

—De vacaciones. Ya. Pues no debías de estarlo pasando muy bien, si escogiste esto —repuso, observando las cicatrices de pinchazos que aún recorrían mis antebrazos.

Me extrañó la forma en que las miraba, no tanto con censura como con hambre; entre aquello y la idea de que solo llevaba puesto el pijama, empecé a tener dificultades para concentrarme.

—Efectivamente —contesté—. ¿Y tú? ¿Por qué sabes lo de los lobos?

Los ojos de Isabel dejaron entrever algo durante un segundo, algo tan fugaz que no distinguí lo que era. La ausencia de maquillaje le daba un aspecto infantil e indefenso, y me sentí mal por haberle hecho aquella pregunta.

Y de inmediato me pregunté por qué me compadecía de aquella chica a la que ni siquiera conocía.

—Soy amiga de la novia de Sam —repuso Isabel.

Mi larga e intensa relación con las mentiras y las medias verdades me permitía reconocerlas a primera vista. Pero yo mismo acababa de contarle una mentira sin que ella protestara, así que decidí devolverle el favor.

—Vale. ¿Y Sam? Cuéntame algo más de él.

—Ya te he dicho que es como el hijo de Beck, y que se ha hecho cargo de todo en su lugar. ¿Qué más quieres saber? No soy su novia, ¿sabes?

No, pero en su voz había admiración; estaba claro que le caía bien. Yo aún no sabía qué pensar de él.

Decidí hablar de lo que me rondaba por la cabeza desde que había conocido a Sam.

—Hace frío. Pero él es humano.

—¿Y…?

—Por lo que Beck me dijo, lograr eso es muy difícil. Por no decir imposible.

Isabel se quedó pensativa un momento, y en sus ojos pareció librarse una batalla silenciosa. Finalmente, se encogió de hombros.

—Pues él se curó —repuso—. Se contagió a propósito de una enfermedad que le produjo una fiebre altísima y eso le curó.

En aquella frase había algo más, algo que tocaba a Isabel por dentro. Lo supe por el matiz extraño de su voz al pronunciarla, aunque no estaba seguro de cómo encajaba aquello con el resto de su personalidad.

—Creí que Beck nos había contagiado a los nuevos para que cuidásemos de la manada, porque casi todos los antiguos estaban dejando de ser humanos —dije. Lo cierto es que estaba aliviado: no quería asumir ninguna responsabilidad, solo quería deslizarme en la oscura piel de mi lobo durante tanto tiempo como pudiera—. ¿Por qué no curó a toda la manada, y punto?

—Beck no llegó a saber que Sam se había curado. Si lo hubiera sabido, no habría creado más lobos. Además, la cura no funciona con todo el mundo.

El tono de voz de Isabel era cada vez más duro, y me di cuenta de que ya no estaba hablando conmigo sino para sí misma.

—Ah, entonces es una suerte que yo no quiera curarme —contesté en tono de broma.

Ella me miró con desdén.

—Si, es una suerte.

De repente me sentí derrotado, como si fuera inevitable que Isabel descubriera la verdad sobre mí, porque aquella chica sabía ver por dentro. Y entonces se daría cuenta de que, sin NARKOTIKA, yo no era más que Cole St. Clair. Y de que dentro de mi no había absolutamente nada.

En mi estómago se abrió un vacío que conocía bien, un hambre sorda que me masticaba por dentro.

Necesitaba colocarme. Deslizar una aguja bajo mi piel, meterme una pastilla bajo la lengua.

No. Lo que necesitaba era volver a ser un lobo.

—¿No tienes miedo? —preguntó Isabel de pronto.

Abrí los ojos; no era consciente de haberlos cerrado. La mirada de Isabel era intensa.

—¿De qué?

—De olvidar quién eres.

Le dije la verdad:

—Eso es justamente lo que quiero.

Isabel

Su contestación me sorprendió: no esperaba que fuera tan sincero conmigo. No supe cómo continuar, porque yo no estaba preparada para responderle de la misma manera.

Cole sacó una mano del agua. Tenía las yemas de los dedos un poco arrugadas.

—¿Quieres mirar si tengo ya bien los dedos? —preguntó.

Mi estómago dio un salto mortal cuando cogí su mano mojada y empecé a rozar la palma desde la muñeca hasta las yemas. Cole tenía los ojos medio cerrados. Cuando paré, retiró la mano y se sentó provocando una tormenta mínima en el agua de la bañera. Apoyó las manos en el borde y colocó la cara a la altura de la mía, y entonces supe que íbamos a besarnos otra vez. También supe que no debíamos hacerlo, porque él ya había tocado fondo y yo estaba a punto de hacerlo. Pero no podía evitarlo: estaba hambrienta. De él.

Su boca sabía a lobo y a sal, y cuando me apoyó la mano en la nuca para acercarme más a él, sentí un chorro de agua tibia que se me colaba por el cuello y me corría por el pecho.

Cole soltó un gemido ahogado sin dejar de besarme. Me aparté bruscamente y él bajó la mirada hacia su hombro: mis uñas le habían desgarrado la piel, pero no parecía importarle especialmente. Como la primera vez, sentía tantas ganas de volver a besarle que casi me dolían; pero ahora sabía que a él le pasaba lo mismo, porque cuando arrastró la mano todavía húmeda desde mi cuello hasta el esternón, deteniéndose justo en el borde del pijama, sentí una corriente de deseo en la presión de sus dedos.

—¿Qué hacemos ahora? —pregunté.

—Encontrar una cama.

—No voy a acostarme contigo.

Y en aquel momento, aterricé y me di cuenta de que me sentía exactamente igual que después de besarle la primera vez. ¿Por qué me había expuesto tanto ante él? ¿Estaba loca, o qué? Me levanté, cogí el chaquetón del lavabo y me lo puse. De repente me dio un miedo terrible que Sam llegara a enterarse de que nos habíamos besado.

—Pues sí que debo de besar mal —dijo Cole.

—Me tengo que ir. Mañana hay clase… mejor dicho, hoy. Tengo que llegar a casa antes de que mi padre se levante para ir al trabajo.

—Peor que mal: debo de besar fatal.

—Dame las gracias por salvarte los dedos, ¿quieres? —dije, con la mano en el pomo de la puerta—. Y déjalo estar.

Lo lógico hubiera sido que Cole me mirase con cara de «estás loca». Pero se limitó a observarme sin más, como si no se hiciera a la idea de que le estaba rechazando.

—Gracias por salvarme los dedos —repuso.

Cerré la puerta del baño a mi espalda y me marché de allí sin despedirme de Sam. Cuando estaba a punto de llegar a casa, recordé a Cole diciendo que quería olvidar quién era. Pensé que también él estaba roto por dentro, y eso hizo que me sintiera mejor.