CAPÍTULO QUINCE

Grace

Hojas

Ni siquiera vi a mi padre cuando entró en la habitación. No me di cuenta de que estaba allí hasta que oí su voz. Sonaba lejana, como si estuviéramos bajo el agua.

—¿Qué está pasando aquí?

La voz de Sam era un murmullo constante, un acompañamiento para el dolor que me quemaba por dentro. Me abracé a la almohada y me volví hacia la pared. La sombra borrosa de Sam se movía junto a la de mi padre, más nítida por la cercanía de la luz del pasillo. De vez en cuando, las dos se aproximaban hasta fundirse en una silueta enorme.

—Grace. ¡Grace Brisbane! —dijo mi padre casi gritando—. No hagas como si no me hubieras visto.

—Señor Brisbane… —empezó a decir Sam.

—¿Cómo que «señor Brisbane»? ¡No me vendas con esas! Ni siquiera sé cómo eres capaz de mirarme a la cara, cuando a nuestras espaldas habéis estado…

Hubiera preferido quedarme quieta, porque cada vez que me movía me sentía arder por dentro. Pero no podía permitir que mi padre le hablara así a Sam. Me di la vuelta para mirarlos, mordiéndome los labios para aguantar las agujas al rojo que me traspasaban el estómago.

—Papá, no… no le hables así a Sam. Tú no lo entiendes.

—¡No creas que no estoy furioso contigo también! Has traicionado completamente la confianza que teníamos en ti.

—Por favor —dijo Sam. Estaba de pie junto a la cama, con unos pantalones de chándal y una camiseta; se agarraba los brazos con tanta fuerza que sus dedos dejaban marcas lívidas en la piel—. Sé que está enfadado conmigo y lo acepto, pero tiene que comprender que Grace no está bien.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó mi madre entrando en la habitación—. ¿Sam? No puedo creerme lo que estoy viendo —añadió, con un tono de decepción absoluta.

—Por favor, señora Brisbane —repuso Sam claramente destrozado, evitando llamar a mi madre por su nombre de pila—. Grace tiene mucha fiebre. Está…

—Apártate de la cama —le cortó mi padre—. ¿Dónde has dejado tu coche?

Levanté la mirada hacia el ventilador del techo, imaginando que se ponía a girar y me secaba el sudor. La cara de mi madre apareció de repente ante mis ojos, y una mano fresca se posó en mi frente.

—Hija, estás ardiendo de fiebre. Antes te oímos gritar y…

—Es el estómago —murmuré, procurando no abrir mucho la boca para que no se saliera lo que reptaba en mi interior.

—Voy a buscar el termómetro.

Mi madre desapareció. Me quedé escuchando las voces de Sam y de mi padre, que sonaban confusas al fondo, y me pregunté de qué estarían hablando.

—Intenta incorporarte, Grace —me pidió mi madre.

Me senté y solté un grito al sentir las garras que me arañaban por dentro. Mi madre me ofreció un vaso de agua mientras sacudía el termómetro.

El vaso se deslizó entre mis dedos y cayó al suelo con un ruido sordo. Sam, que estaba junto a la puerta, se dio la vuelta alarmado. Mi madre miró el vaso y después me miró a mí.

—Mamá, creo que estoy muy mal —susurré, con los dedos aún curvados como si sujetara un vaso invisible.

—Se acabó —dijo mi padre en tono tajante—. Sam, coge tu abrigo. Ahora mismo te llevo hasta donde hayas aparcado tu coche y te vas a tu casa. Amy, mira a ver cuánta fiebre tiene Grace. Vuelvo enseguida. Si necesitáis algo, llamadme.

Miré a Sam: tenía una expresión tan desconsolada que me hizo daño verla.

—Por favor, no me pida que me marche así —dijo.

Mi respiración se aceleró un poco.

—No te lo estoy pidiendo —dijo mi padre—. Te lo estoy exigiendo. Como no te largues de aquí ahora mismo, no vuelves a ver a mi hija.

Sam se pasó las manos por el pelo y las entrelazó en la nuca, con los ojos cerrados. Por un instante, los tres contuvimos el aliento a la espera de su reacción. Todo su cuerpo parecía tenso, a punto de estallar.

Al fin abrió los ojos. Cuando empezó a hablar, apenas reconocí su voz.

—No… no se le ocurra decir eso. No se le ocurra amenazarme así. De acuerdo, me iré. Pero no me…

Tragó saliva, incapaz de continuar. Luego se dio la vuelta; creo que lo llamé en voz alta, pero él ya caminaba hacia la entrada seguido de mi padre.

Un instante después oí el rugido de un motor. Pensé que era el coche de mi padre llevándose a Sam, pero enseguida me di cuenta de que era el de mi madre y de que yo iba montada en él. La fiebre estaba devorándome viva. Al otro lado de la ventanilla, las estrellas nadaban en un cielo frío y oscuro. Me sentía pequeña, sola, dolorida.

«Sam Sam Sam Sam dónde estás Sam», repetía para mis adentros.

—Cariño —dijo mi madre desde el asiento del conductor—. Sam no está aquí.

Me tragué las lágrimas y observé cómo se alejaban las estrellas.