CAPÍTULO CATORCE
Sam
Algo me había despertado.
Atisbé la penumbra acogedora del dormitorio de Grace, tratando de descubrir qué podía haber sido. No se oía nada en el jardín, y el resto de la casa estaba sumido en el silencio alerta de la madrugada. Grace dormía acurrucada en el otro lado de la cama. Me acerqué para rodearla con los brazos, apreté la cara contra su nuca e inspiré su aroma a jabón; la pelusa rubia que le brotaba en la base del pelo me cosquilleó en la nariz, y aparté la cara bruscamente. Grace soltó un suspiro y se pegó un poco más a mí. Yo hubiera debido dormir también, porque al día siguiente tenía inventario en la librería, pero en mi mente zumbaba una inquietud vaga que no me dejaba conciliar el sueño. Me quedé inmóvil, pensando que nuestros cuerpos encajaban como dos cucharas en un cajón, hasta que el calor de su piel se me hizo insoportable.
Me separé de ella unos centímetros, manteniendo una mano en su costado. Normalmente, el ritmo suave de su respiración me ayudaba a conciliar el sueño cuando me desvelaba. Pero aquella noche no me servía de nada.
Mi mente retornaba una y otra vez a la sensación que me invadía cuando estaba a punto de transformarme. La forma en que el frío se extendía por mi cuerpo dejando una estela de piel de gallina. El vuelco interminable de mi estómago a lomos de una náusea insoportable. El estallido lento de dolor que me recorría la columna cuando esta se retorcía rememorando otra silueta. La forma en que se me escurrían los pensamientos, licuándose para adaptarse a mi cráneo invernal.
El sueño me rehuía: sentía una inquietud instintiva que me empujaba a estar alerta. La oscuridad parecía pesarme en los ojos, mientras mi lobo interior aullaba incesantemente un aviso: «Algo no marcha bien».
En el exterior, los demás lobos empezaron a cantar.
Grace
Tenía mucho calor Las sábanas se me pegaban a las pantorrillas, y en las comisuras de los labios notaba el regusto del sudor. Cuando los lobos se pusieron a aullar, el calor empezó a hormiguearme en la piel: cientos de agujas diminutas que me perforaban la cara y las manos. Todo era doloroso: el peso de la manta, la fría mano de Sam en mi cadera, los lamentos penetrantes de los Jobos, el recuerdo de Sam presionándose las sienes con los dedos, la forma de mi piel sobre mi cuerpo.
Estaba dormida y soñaba. O estaba despierta, saliendo de un sueño. No lo tenía claro.
Por mi mente pasaron todas las personas a las que había visto transformarse en lobos: el sufrimiento de Sam, la firmeza de Beck, el dolor salvaje de Jack, la alegre facilidad de Olivia. Todos me observaban desde el bosque, docenas de ojos fijos en mí: la intrusa, la que no había cambiado.
Tenía la lengua rasposa, pegada al paladar. Quería levantar la cara de la almohada empapada, pero no tenía fuerzas. Esperé a que llegara el sueño, inmóvil e inquieta, pero los párpados me dolían demasiado para cerrarlos.
Me pregunté cómo habría sido mi transformación si no me hubiera curado. ¿Qué clase de loba habría sido? Me miré las manos y me las imaginé cubiertas de pelaje jaspeado, las hebras grisáceas teñidas de blanco en la punta. Noté el peso invisible de mi piel de loba, la patada de las náuseas en el vientre.
Durante un momento resplandeciente, no sentí más que el frío aire de mi habitación y la respiración de Sam a mi lado. Pero entonces los lobos empezaron de nuevo a aullar, y mi cuerpo se estremeció con una sensación que era al mismo tiempo nueva y extrañamente conocida.
Iba a transformarme.
La loba se abría paso en mi interior asfixiándome, estirando las paredes de mi estómago, clavándome las uñas por dentro, tratando de desgarrarme.
Mi cuerpo lo pedía a gritos; mis músculos gemían, quemaban.
El dolor me estaba partiendo en dos.
Había perdido la voz.
Estaba en llamas.
Me incorporé de golpe, sacudiendo los hombros para salir de mi piel.
Sam
El grito de Grace me despertó. Estaba ardiendo, y aunque la tenía tan cerca que su piel me quemaba, parecía muy lejos de mi.
—Grace —susurré—, ¿estás despierta?
Ella volvió a gritar y me destapó con un movimiento brusco. En la penumbra de la habitación apenas se distinguía el perfil de su hombro. Estiré la mano para tocarlo: estaba empapado en sudor. La piel de Grace se estremeció bajo mi mano en un movimiento convulso y poco natural.
—¡Grace, despierta! ¿Estás bien?
El corazón me latía con tanta fuerza que temí no entenderla aunque me respondiera. Ella se revolvió y se incorporó de golpe con los ojos muy abiertos, temblorosa y como ida. Aquella no era la Grace que yo conocía.
—Grace, por favor, dime algo —susurré, aunque no tenía mucho sentido bajar la voz después de su grito.
Grace se miró las manos con asombro. Le toqué la frente: estaba ardiendo. Después le rodeé el cuello con las palmas de las manos y ella se estremeció como si fueran de hielo.
—Creo que estás enferma —dije con el estómago encogido—. Tienes fiebre.
Ella extendió los dedos y los examinó. No paraban de temblar.
—He soñado… He soñado que me transformaba. Pensé que… —soltó un quejido desgarrado y se apartó de mí rodeándose el estómago con los brazos.
Yo no sabía qué hacer.
—¿Qué te pasa? —pregunté, sin esperar realmente que me respondiera—. Tienes que tomar algo; te traeré un paracetamol o algo así. ¿Dónde están, en el baño?
Ella gimió por toda respuesta. Era aterrador.
Me incliné para verle la cara y fue entonces cuando lo olí.
Grace apestaba a lobo.
Grace.
A lobo.
No era posible; tenía que ser yo. Yo, yo, yo.
Me llevé la nariz al hueco del hombro e inspiré. Después me olfateé la mano, la misma con la que acababa de tocarle la frente a Grace.
Lobo.
El corazón se me paró.
Entonces, la puerta se abrió y la luz del pasillo inundó la habitación.
—¿Grace? —llamó su padre.
Encendió la luz del dormitorio y me vio sentado junto a ella.
—¿Sam?