CAPÍTULO TRECE
Sam
Echaba de menos a mi madre.
No hubiera sabido explicárselo a Grace, porque sabía que lo primero que le venía a ella a la mente al pensar en mi madre eran las cicatrices salvajes de mis muñecas. Y en parte, a mí me pasaba lo mismo: los recuerdos de mis padres intentando matar al monstruito en que yo me había convertido se amontonaban en mi cabeza, hasta el punto de que a veces sentía que me iba a reventar. Eran unas heridas tan profundas que aún sentía el filo de las cuchillas cada vez que me acercaba a una bañera.
Pero también guardaba otros recuerdos de mi madre, que asomaban por las grietas de mi mente cuando menos lo esperaba. Como en aquel momento: acodado sobre el mostrador de The Crooked Shelf, con varios libros desperdigados junto a mis manos, contemplaba cómo el ocaso teñía el cielo de color pardo. Las últimas palabras que había leído reposaban en mis labios.
Eran de Mandelstam, que había escrito sobre mí sin haber llegado a conocerme:
Y sin embargo, no soy un lobo por sangre.
Los últimos rayos de sol bañaban las aristas de los coches aparcados con una capa de ámbar y llenaban los charcos de oro líquido. El interior de la librería ya había escapado al abrazo del día, y estaba sumido en una penumbra somnolienta.
Quedaban veinte minutos para cerrar.
Era mi cumpleaños.
Y entonces recordé las magdalenas adornadas que preparaba mi madre para mis cumpleaños. Nunca hacía una tarta: en casa solo vivíamos mis padres y yo, y yo comía como un pajarillo, seleccionando con cuidado los alimentos contra los que tendría que luchar en la mesa. Una tarta se habría echado a perder antes de que nos la termináramos.
Así que mi madre preparaba magdalenas y las adornaba Recordé el olor a vainilla del glaseado que extendía apresuradamente con un cuchillo de postre. Hacía magdalenas parecidas de vez en cuando, pero estas eran especiales porque tenían una vela clavada en el medio. Solo hacía falta una llamita erguida al final de la mecha, una gota de cera fundida estremeciéndose bajo ella, para transformar la magdalena en algo brillante, hermoso, especial.
Recordaba perfectamente el olor a iglesia de la cerilla apagada, el reflejo de la llama en los ojos de mi madre, el tacto satinado del cojín de la silla bajo mis piernas flacas. Podía oír a mi madre pedirme que pusiera las manos en el regazo, ver cómo dejaba la magdalena ante mí. Nunca me permitía agarrar el plato por si se me caía la vela encima.
Mis padres siempre fueron muy protectores conmigo. Hasta el día en que decidieron que tenía que morir.
Aterrizando bruscamente en la realidad de la librería, apoyé la frente en las manos y contemplé el libro gastado que tenía entre los codos. Estaba encuadernado en rústica, y la capa de plástico brillante que recubría la cubierta se había pelado en una esquina. Por debajo, la superficie de la cartulina estaba amarillenta y desgastada.
Me pregunté si realmente aquel recuerdo de mi madre preparándome una magdalena de cumpleaños era mío, o si mi cerebro lo habría sacado de uno de los miles de libros que había leído. La memoria de otra madre integrada en mi mente, un corta y pega con el que llenar lagunas.
Alcé la mirada sin mover la cabeza y enfoqué las cicatrices gemelas que cruzaban mis muñecas. A la luz difusa de la tarde, se distinguían las venas azuladas que corrían bajo la piel de mis antebrazos hasta desaparecer tragadas por las cicatrices. Volví a mi recuerdo y me incliné para coger la magdalena del plato con unos brazos tersos y sin marcas, protegidos por el amor de mis padres. Mi madre me sonrió.
«Feliz cumpleaños, hijo».
Cerré los ojos.
Me quedé así, con la mente perdida, hasta que el tintineo de la puerta me sobresaltó. Estaba a punto de decir que la librería estaba cerrada, cuando me di cuenta de que la chica que empujaba la puerta con el hombro para cerrarla era Grace. Llevaba una bandeja con bebidas en una mano y una bolsa del Subway en la otra. La tienda entera se iluminó con su presencia, como si alguien hubiera encendido un foco.
La sorpresa de verla allí me dejó pasmado, y cuando pude levantarme de un salto para ayudarla, ella ya había colocado su botín sobre el mostrador. Se acercó a mí, me abrazó y me susurró al oído:
—Feliz cumpleaños.
Saqué los brazos de entre los suyos y le agarré la cintura. Luego la estreché con fuerza, apoyando la cara en su cuello para ocultar mi sorpresa.
—¿Cómo has sabido cuándo era?
—Me lo dijo Beck antes de transformarse. Aunque bien podrías habérmelo contado tú —Grace se echó hacia atrás para verme la cara—. ¿En qué estabas pensando cuando entré?
—En ser Sam.
—No podrías ser nada mejor.
La sonrisa de Grace se fue ensanchando cada vez más, y al cabo de un momento me di cuenta de que mi expresión era idéntica a la suya. Nos miramos el uno al otro, tan juntos que nuestras narices se tocaban, hasta que Grace se apartó para señalarme todo lo que había dejado en el mostrador, junto a mis libros.
—Siento no haberte invitado una cena de amor y lujo, pero es que en Mercy Falls no hay ningún restaurante especialmente romántico. Y aunque lo hubiera, la verdad es que ando bastante pelada. ¿Puedes cenar ahora?
Eché a andar hacia la puerta para colocar el letrero por el lado de CERRADO.
—Bueno, la librería acaba de cerrar. ¿Quieres que nos llevemos la comida a casa, o cenamos en el altillo?
Grace miró de reojo las escaleras enmoquetadas, claramente complacida con la idea.
—Encárgate tú de subir las bebidas, musculitos —dijo con sorna—. Yo subo los sándwiches, que aunque se caigan no pasa nada.
Apagué las luces de la planta baja, agarré bien la bandeja de cartón y seguí a Grace por las escaleras hacia el altillo abuhardillado, envuelto en el murmullo de nuestros pasos sobre la gruesa moqueta de color burdeos. Cada escalón me iba alejando un poco más del cumpleaños recordado para acercarme a algo infinitamente más real.
—¿Qué me has traído? —pregunté.
—Un sándwich de cumpleaños.
Encendí la lámpara de brazos que estaba colocada sobre una estantería baja, y ocho bombillas pequeñas proyectaron un halo de luz rosada. Grace y yo nos acomodamos en el pequeño sofá de cuero que había en el altillo.
Mi sándwich de cumpleaños resultó ser de rosbif con mayonesa, igual que el de Grace.
Extendimos los envoltorios para formar un mantel improvisado y Grace empezó a tararear Cumpleaños feliz desafinando como una loca.
—Y que cumplas muchos máaaas —remató, con una entonación totalmente innovadora.
—Vaya, gracias.
Le toqué la barbilla y ella me sonrió.
Cuando nos acabamos los sándwiches —o más bien, cuando yo terminé el mío y Grace decidió dejar de mordisquear el suyo—, señaló los envoltorios y dijo:
—Si recoges los papeles te doy tu regalo.
Me quedé mirándola con expresión inquisitiva mientras ella cogía su mochila del suelo y se la colocaba en el regazo.
—No tenías por qué comprarme nada —dije—. Me da un poco de vergüenza que me hagas un regalo, la verdad.
—Pero es que me apetecía hacerlo —replicó Grace—. No lo estropees poniéndote tímido. ¡Venga, recoge los papeles!
Agaché la cabeza y empecé a hacer pliegues.
—¡Tú y tus grullas! —exclamó Grace riéndose, al darse cuenta de que estaba doblando el más limpio de los dos envoltorios para formar un pajarillo con el logo del Subway—. ¿Por qué te gustan tanto?
—Las hago en los mejores momentos; así es como si los guardara —levanté la grulla, que planeó con un crujido de sus alas arrugadas—. Seguro que nunca olvidarás de dónde viene esta grulla.
Grace la examinó.
—Me extrañaría olvidarlo.
—¿Ves? Misión cumplida —susurré, posando la grulla en el suelo.
En el fondo sabía que estaba retrasando el momento de abrir su regalo; el mero hecho de pensar que me había comprado algo me hacia sentir un nudo en el estómago. Pero Grace estaba empeñada en dármelo.
—Bueno, cierra los ojos —dijo en tono ilusionado. O más que eso: esperanzado.
«Por favor, por favor, que me guste», rogué para mis adentros. Traté de imaginar cómo sería una expresión de entusiasmo absoluto, para tenerla preparada fuera cual fuese su regalo.
Volví a oír Ja cremallera de su mochila, y luego el crujido de los almohadones cuando Grace se arrellanó en el sofá. Me sentía extrañamente solo, sumergido en la oscuridad de mis ojos cerrados.
—¿Te acuerdas de la primera vez que subimos aquí? —preguntó Grace.
Era una pregunta retórica, así que me limité a sonreír.
—¿Recuerdas que me hiciste cerrar los ojos y me leíste un poema de Rilke? —la voz de Grace sonaba cada vez más cercana, y sentí el roce de su rodilla contra la mía—. Aquella tarde acabé de enamorarme de ti, Sam Roth.
Un escalofrío me tensó la piel, y tragué saliva. Sabía que Grace estaba enamorada de mí, pero casi nunca lo decía; no necesitaba más regalo que aquella frase. Entonces noté cómo me dejaba algo en una mano y me colocaba la otra mano encima. Era un papel.
—Nunca pensé que pudiera ser tan romántica como tú —susurró—. Ya sabes que no se me dan bien esas cosas. Pero… ya ves —soltó una risita suave, tan tierna que estuve a punto de abrir los ojos para verle la cara—. Venga, ya no puedo esperar más. Puedes mirar.
Abrí los ojos y me miré las manos. El papel era fino y estaba doblado en cuatro; en los laterales tenía agujeritos a intervalos regulares. Se notaba el relieve de las letras impresas por el otro lado, pero no pude distinguir ninguna palabra.
Grace se removía en el asiento, inquieta. Su expectación me resultaba difícil de soportar, porque no sabía si mi respuesta estaría a la altura.
—Desdóblalo.
Intenté recordar la expresión de entusiasmo: cejas alzadas, sonrisa amplia, ojos cómplices.
Desdoblé el papel.
Y olvidé por completo el aspecto que debía tener mi cara. Me quedé inmóvil contemplando las palabras impresas, sin poder creerme lo que veía. No es que fuera un regalo carísimo, aunque a Grace no le debía de haber resultado fácil pagarlo. Lo asombroso es que era algo totalmente mío; algo que había estado a punto de escribir en mi lista de propósitos, y que había dejado fuera por pura cobardía. Aquel regalo era la prueba de que Grace me conocía, la prueba de que sus raros «te quiero» eran verdad.
Era un recibo. Una reserva de cinco horas en un estudio de grabación.
Miré a Grace y vi que su cara esperanzada se había transformado en algo completamente distinto. Ahora reflejaba satisfacción, una satisfacción tan absoluta que rozaba la suficiencia. No sabía qué expresión habrían adoptado mis facciones por su cuenta, pero desde luego no había decepcionado a Grace.
—Grace —dije, con voz involuntariamente grave.
Su sonrisa de satisfacción amenazó con salírsele de la cara.
—¿Te ha gustado? —preguntó, aunque no hacía ninguna falta.
—Yo…
—Está en Duluth —me interrumpió, ahorrándome completar la frase—. Lo he contratado para uno de los días que tenemos libres los dos. He pensado que podrías tocar algunas de tus canciones y… no sé, hacer lo que hayas pensado hacer con ellas.
—Una maqueta —murmuré.
No sabía si Grace se daba cuenta de todo lo que aquel regalo significaba para mí. No era solo una señal de aprobación hacia mi música: era una confirmación de que podía seguir adelante, de que para mí iba a haber una semana más, un mes más, un año más que vivir. Contratar cinco horas en un estudio significaba hacer planes para un futuro totalmente nuevo; quería decir que si le daba mi maqueta a alguien y ese alguien me decía: «Dentro de un mes te digo algo», para entonces seguiría siendo humano, porque Grace lo creía así.
—Te quiero, Grace. Te quiero.
Sin soltar la factura, la abracé con fuerza y apreté mis labios contra su sien. Me aparté para mirarla y dejé el recibo junto a la grulla de Subway.
—¿También vas a convertir este papel en pájaro? —bromeó Grace, cerrando los ojos para que volviera a besarla.
Pero en vez de hacerlo, le aparté suavemente el pelo de la cara para verla mejor. En aquel momento me recordó a esos ángeles con los ojos cerrados, el rostro alzado y las manos entrelazadas que hay esculpidos sobre algunas tumbas.
—Tienes la cara caliente otra vez. ¿Te encuentras bien? —dije, sin dejar de recorrer con los dedos el contorno de su mejilla. Su piel parecía arder contra las frías yemas de mis dedos.
—Ajá —asintió ella sin abrir los ojos.
Así que seguí rozando sus facciones suavemente. Me dieron ganas de decirle lo que estaba pensando —cosas como «Qué bonita eres» o «Eres mi ángel, ¿sabes?»—, pero sabia que aquellas palabras significaban mucho más para mí que para ella. Para Grace, aquellas frases eran detalles de usar y tirar, comentarios que le hacían sonreír un instante pero que desaparecían enseguida, porque eran demasiado cursis para ser reales. Las cosas que le importaban de verdad eran mis manos en sus mejillas, mis labios en su boca. Los roces fugaces que le mostraban cuánto la amaba.
Me incliné para besarla, y al pegar mi boca a la suya me llegó el rastro casi imperceptible de un olor agridulce: el aroma del lobo que Isabel y ella habían encontrado muerto. Era tan débil que tal vez me lo estuviera imaginando, pero solo pensar en ello bastó para romper la magia del momento.
—Vámonos a casa —dije.
—Esta es tu casa —repuso Grace con una sonrisa traviesa—. No puedes engañarme.
Pero en vez de seguirle el juego, me levanté y tiré de sus manos para que me siguiera.
—Quiero llegar a casa antes que tus padres. Últimamente están volviendo muy temprano.
—Fúgate conmigo, chico guapo —bromeó Grace mientras se agachaba para recoger los restos de los sándwiches y las bebidas.
Abrí la bolsa y Grace lo metió todo salvo la grulla de papel. Luego me dio la mano y los dos echamos a andar hacia las escaleras.
Atravesamos la tienda, ahora completamente a oscuras, salimos por la puerta de atrás y montamos en el Mazda blanco de Grace. Mientras ella se acomodaba en el asiento del conductor; yo me lleve la mano a la nariz para recuperar el aroma que había percibido antes. No lo logré, pero el lobo que había en mi interior no podía ignorar el rastro que me había llegado con aquel beso.
Era como un murmullo en un idioma extranjero, una voz oscura susurrándome un secreto que no podía entender.