CAPÍTULO DOCE

Cole

Hojas

No sabía por qué era humano en aquel momento.

El aguanieve cortaba mi piel desnuda, tan fría que me quemaba. Las yemas de mis dedos parecían de madera; había perdido la sensibilidad en ellas. No sabía cuánto tiempo llevaba tirado sobre el suelo helado, pero había sido suficiente para derretir la nieve bajo mis riñones.

Temblaba tanto que me costó ponerme en pie. Me tambaleé y miré alrededor, tratando de averiguar por qué me había transformado. Hasta entonces, mis cambios a la forma humana habían ocurrido en días calurosos y habían sido satisfactoriamente breves. Pero ahora hacía mucho frío. Observé el sol rojizo que se ponía entre los árboles pelados y decidí que debían de ser las seis o las siete de la tarde.

No tenía tiempo para ponerme a reflexionar sobre mi inestabilidad. Temblaba de frío, pero no sentía las náuseas ni el cosquilleo en la piel que anunciaban mi transformación en lobo Me gustara o no, estaba encerrado en aquel cuerpo, al menos por el momento. Y eso significaba que tenía que encontrar algún sitio resguardado, porque no tenía ninguna intención de congelarme. No quería perder ninguna de mis diversas extremidades.

Me abracé el torso y analicé los alrededores. A mi espalda, el lago reflejaba puntitos de luz. Forcé la vista para examinar el bosque en penumbra y distinguí la estatua que se alzaba junto a la orilla, y más allá los bancos. No podía estar muy lejos de la casa grande que había visto antes.

Ya sabía adonde ir. Con un poco de suerte, la casa estaría vacía

Al llegar al camino de entrada no vi coches aparcados. Hasta ahí, todo bien.

—Joder, joder, joder —murmuré mientras avanzaba haciendo muecas por la grava.

En mis pies desnudos quedaba la sensibilidad suficiente para sentir cómo las piedras se me hincaban en la piel. Desde que era medio lobo mis heridas cicatrizaban mejor que antes, pero seguían resultando igual de dolorosas.

Giré el pomo de la puerta trasera. Abierta. El destino me sonreía; decidí enviarle una postal de agradecimiento en cuanto pudiera. Empujé la puerta y entré en un trastero abarrotado que olía a salsa barbacoa. Me detuve unos instantes temblando, hechizado por aquel olor. Mi estómago —mucho más plano y duro que la última vez que había sido humano— empezó a gruñir, y por un momento pensé en buscar directamente la cocina para robar algo de comida.

Hacía mucho tiempo que no deseaba nada con tanta intensidad, y al darme cuenta mis labios se curvaron en una sonrisa.

Pero entonces el dolor de mis pies me recordó por qué había entrado allí: lo primero era encontrar ropa. Lo segundo, comer. Salí del recibidor y entré en un pasillo poco iluminado.

La casa era tan gigantesca como se intuía por fuera, y parecía sacada de una revista de decoración. De las paredes colgaban cuadros y adornos alineados a la perfección o dispuestos de forma cuidadosamente asimétrica. Recorrí la alfombra impecable que cubría el pasillo, de un color que la revista de decoración habría llamado «lavanda pálido». En cierto momento miré hacia atrás para asegurarme de que el camino seguía despejado, y estuve a punto de tirar un jarrón de aspecto caro que contenía un haz de ramas secas artísticamente dispuestas. Me pregunté si allí vivirían personas de verdad.

Y, sobre todo, si alguna de aquellas personas usaría mi talla.

Al llegar al vestíbulo me quedé indeciso. A la izquierda se abría otro tramo de pasillo poco iluminado; a la derecha, una escalera inmensa de madera oscura que parecía sacada de una película de Bela Lugosi. Hice un esfuerzo por pensar con lógica y decidí subir las escaleras: si yo hubiera sido un tipo rico de Minnesota, habría instalado mi dormitorio en el piso de arriba. Al fin y al cabo, el calor tiende a ascender.

Las escaleras desembocaban en un descansillo con una barandilla que daba al piso de abajo. Los dedos de los pies me quemaban cada vez que daba un paso sobre la lujosa moqueta verde: estaban empezando a desentumecerse. Agradecí aquel dolor porque significaba que no se me habían congelado.

—No te muevas —dijo de pronto una voz femenina.

Para estar hablando con un desconocido que se había colado desnudo en su casa, no parecía demasiado asustada, así que supuse que me estaría apuntando a la cabeza con un rifle. Me di cuenta de que el corazón seguía latiéndome con normalidad; joder, cómo echaba de menos la adrenalina.

Giré sobre mis talones y vi una chica. Sus ojos, azules y enormes, asomaban tras un flequillo rubio cortado a trasquilones; era muy guapa, con una belleza agresiva, y la inclinación de sus hombros indicaba que lo sabía. Me miró de arriba abajo; sentí que me estaba evaluando y que no pensaba ponerme buena nota.

Ensayé una sonrisa.

—Hola. Perdona. Estoy desnudo.

—Ya. Encantada de conocerte. Me llamo Isabel —respondió—. ¿Qué estás haciendo en mi casa?

No hubiera podido decirle la verdad ni aunque hubiera querido.

En el piso de abajo sonó un portazo, y los dos nos volvimos bruscamente para mirar hacia el recibidor. Por un instante noté cómo el corazón me martilleaba en el pecho, y me sorprendió sentir miedo. De hecho, me sorprendió sentir algo después de haber pasado tanto tiempo vacío.

Me quedé congelado en el sitio: en el arranque de las escaleras había una mujer.

—¿Pero qué…? —gritó, mirándome por entre los barrotes—. ¿Qué es esto? Isabel, ¿puede saberse qué…?

Estaba a punto de morir a manos de dos generaciones de mujeres guapísimas. Desnudo.

—Mamá —le interrumpió Isabel con brusquedad—, ¿te importaría dejar de comértelo con los ojos? Resulta bastante grosero, ¿sabes?

Su madre y yo nos quedamos mirándola, atónitos.

Isabel se acercó un poco más a mí y se asomó a la barandilla.

—¿Podrías dejarnos un poco de intimidad?

Aquello hizo reaccionar por fin a su madre.

—¡Isabel Rosemary Culpeper! —chilló—. ¿Vas a decirme qué hace un chico desnudo en esta casa?

—¿Tú qué crees? —respondió Isabel—. ¿Qué te parece que estoy haciendo con un chico desnudo en esta casa? ¿Recuerdas que el doctor Narizotas te dijo que podía empezar a montar numeritos si seguíais pasando de mí? ¡Pues eso es exactamente lo que estoy haciendo, mamá! ¡Mira mi numerito! ¡Espero que lo estés disfrutando! No sé por qué te empeñas en que vayamos al psicólogo si ni siquiera escuchas lo que dice. ¡Así que adelante, castígame por tus errores!

—Nena… —empezó a decir su madre, esta vez con un tono más suave—. No creas que no te comprendo, pero esto… esto…

—¡Al menos no me he puesto a hacer la calle en cualquier esquina! —gritó Isabel.

Se giró hacia mí y su expresión se suavizó instantáneamente.

—Gatito, no quiero que me veas así. ¿Por qué no vuelves a la habitación? —dijo en un tono infinitamente más tranquilo.

Acababa de convertirme en un espectador de mi propia vida.

La madre de Isabel se pasó una mano por la frente, tratando de no mirar en mi dirección.

—Por favor, dile que se vista antes de que llegue tu padre. Yo voy a beber algo mientras tanto. No quiero verle más —musitó dándose la vuelta.

Isabel me agarró del brazo —por alguna razón, me sobresaltó sentir el tacto de sus manos sobre mi piel— y me arrastró por el pasillo hasta llegar a una puerta que daba a un baño. Estaba alicatado en blanco y negro, y una enorme bañera con patas de estilo antiguo ocupaba la mayor parte del espacio. Isabel me propinó un empujón que estuvo a punto de hacerme caer en la bañera y cerró la puerta de golpe.

—¿Se puede saber por qué eres humano con este frío?

—¿Sabes lo que soy?

De acuerdo, no era una pregunta especialmente inteligente.

—Por favor —dijo, con tanto sarcasmo que estuve a punto de perder los nervios.

Nadie me hablaba así. Nadie.

—O eres de la manada de Sam, o eres un ladrón pervertido que roba en pelotas y apesta a chucho —afirmó.

—¿Sam? Querrás decir Beck.

—No, Beck no. Ahora es Sam —me corrigió ella—. Pero eso no importa; lo que importa es que eres un tipo desnudo dentro de una casa, cuando en estos momentos deberías ser un lobo. ¿Se puede saber por qué no lo eres? ¿Cómo te llamas?

Por un momento —un momento de locura— estuve a punto de decírselo.

Isabel

Durante un instante, su mirada se perdió en algún lugar lejano; era la primera expresión espontánea que le había visto des de que lo había encontrado junto a las escaleras, en una postura que casi era una pose. Sin embargo, un segundo después volvió a adoptar su mueca cínica de costumbre.

—Me llamo Cole —dijo como si me hiciera un regalo.

Yo le respondí con indiferencia.

—Estupendo. Dime, Cole, ¿se puede saber por qué no eres un lobo en este momento?

—Porque si fuera un lobo no te habría conocido. Por ejemplo.

—Buen intento —le repliqué, sintiendo que los labios se me curvaban en una sonrisa irónica.

Evidentemente, no era el primer tipo que intentaba ligar conmigo. Aunque sí era el más descarado: sin avergonzarse lo más mínimo por estar desnudo, se estiró para agarrar la barra de la cortina con las manos y se desperezó. El panorama resultaba francamente interesante.

—¿Por qué le mentiste a tu madre? —preguntó—. ¿Habrías hecho lo mismo si yo fuera un agente inmobiliario barrigudo convertido en hombre lobo?

—Lo dudo: la amabilidad no me atrae especialmente.

Sí, había otras cosas que me atraían más; por ejemplo, la forma en que se le tensaban los músculos de los hombros y el pecho al estirar los brazos. Hice un esfuerzo por mantener la mirada fija en la curva arrogante de sus labios.

—Dicho esto, deberíamos conseguirte algo de ropa —añadí.

Su sonrisa se ensanchó.

—¿Ya?

—Si, ya es hora de cubrir este espectáculo de feria.

Él hizo un gesto apreciativo con los labios.

—Chica borde, ¿eh?

—Quédate aquí y no hagas bobadas —dije encogiéndome de hombros—. Enseguida vuelvo.

Cerré la puerta del baño y me encaminé a la habitación que había sido de Jack. Al llegar a la puerta, dudé unos segundos y finalmente entré.

Había pasado el tiempo suficiente desde su muerte como para que entrar en aquel cuarto no pareciera una intrusión. Además, ni siquiera parecía ya la habitación de Jack: mi madre había guardado la mayor parte de sus cosas en cajas por consejo de su primer psicólogo, y después había dejado allí las cajas por consejo del segundo. Todos los trastos deportivos estaban guardados, y lo mismo pasaba con el equipo de sonido gigante que se había montado él mismo. Sin aquellas cosas, ya no quedaba nada que recordara a Jack.

Me adentré en la habitación en penumbra. Cuando estaba a punto de llegar a la lámpara de pie, mi espinilla chocó contra una de las cajas. Solté un taco en voz baja, encendí la luz y por primera vez me paré a pensar en lo que estaba haciendo: fisgar entre las cosas de mi hermano muerto en busca de algo de ropa para un hombre lobo bastante chulo pero muy sexy, después de haberle hecho creer a mi madre que me estaba acostando con él.

Quizás mi madre tuviera razón al recomendarme que fuera al psicólogo.

Avancé esquivando cajas y abrí el armario. Una vaharada de olor a Jack se extendió por la habitación. No resultaba especialmente agradable: era una mezcla de jerséis medio sucios, colonia de hombre y zapatos viejos. Pero por un segundo, solo por un segundo, me hizo quedarme inmóvil contemplando las oscuras siluetas de la ropa colgada. Entonces oí el ruido amortiguado que hacía algo al caer en el piso de abajo, y eso me hizo recordar que debía sacar a Cole de casa antes de que volviera mi padre. Estaba segura de que mi madre no le diría nada. En eso nos parecíamos: a ninguna de las dos nos gustaba ver cómo mi padre estrellaba platos contra el suelo.

Encontré una sudadera vieja, una camiseta y unos vaqueros decentes. Sintiéndome razonablemente satisfecha, me di la vuelta y me topé de bruces con Cole.

Reprimí otro taco, con el corazón acelerado. Tuve que echar la cabeza hacia atrás para mirarle a la cara; hasta entonces no me había dado cuenta de lo alto que era. La luz débil de la lámpara llenaba sus facciones de ángulos y sombras, como en un retrato de Rembrandt.

—Tardabas tanto que decidí comprobar si habías ido a buscar una pistola —explicó Cole, retrocediendo un paso para dejarme espacio.

—Tendrás que ir sin calzoncillos —dije dándole la ropa.

—¿Calzoncillos? ¿Qué es eso?

Tiró la camiseta y la sudadera en la cama y se dio media vuelta para ponerse cómodamente los pantalones. Le quedaban un poco anchos, y me fijé en la sombra que arrojaban los huesos de la pelvis en su vientre antes de desaparecer bajo la cinturilla.

Aparté la mirada rápidamente cuando se volvió hacia mí, pero la curva irónica de sus cejas me dijo claramente que se había dado cuenta de que le estaba mirando. Deseé poder borrarle aquella cara de satisfacción.

El agarró la camiseta y la desdobló, y solo entonces me di cuenta de que le había dado la favorita de Jack. Era una de los Vikings, llena de manchas blancas de cuando Jack había pintado el garaje, meses atrás. Se la ponía días y días sin lavarla, hasta que incluso él se daba cuenta de que apestaba. Yo odiaba aquella camiseta.

Cole estiró un brazo para ponérsela, y de repente no pude soportar la idea de ver a nadie que no fuera mi hermano con aquella camiseta puesta. Agarré instintivamente un puñado de tela y Cole se quedó paralizado. Bajó la cabeza para mirarme, con una expresión levemente desconcertada.

Tiré de la camiseta para indicarle mis intenciones, y él abrió las manos sin dejar de mirarme con sorpresa y dejó que se la quitara. No me apetecía explicarle por qué había hecho aquello, así que me puse de puntillas y posé mi boca en la suya. Le empujé contra la pared y me pegué a él, tratando de borrar su sonrisa arrogante con mis labios; me resultaba mucho más fácil que tratar de explicar por qué ver la camiseta de Jack en otras manos me hacía sentir tan herida, tan desgarrada por dentro.

Y la verdad es que besaba bien. Aunque ni siquiera había levantado las manos para tocarme, noté la presión firme de su estómago y sus costillas contra mi cuerpo. Así de cerca, olía igual que Sam la noche que lo conocí: almizcle, lobo, pino. Su boca se movía contra la mía con avidez, y pensé que había mucha más verdad en aquel beso que en sus palabras.

Cuando me aparté, Cole se quedó apoyado en la pared, con los pulgares enganchados en las trabillas de sus vaqueros aún sin abrochar. Me observó ladeando un poco la cabeza. Mi corazón zumbaba, y tenía tantas ganas de volver a besarle que me temblaban las manos; él, sin embargo, parecía tan fresco. Bajé la mirada y observé el pulso lento y suave que le latía en el vientre.

Era evidente que no estaba tan acelerado como yo, y darme cuenta me puso furiosa. Retrocedí un paso y le tiré la sudadera de Jack; él dejó que le rebotara en el pecho y luego extendió el brazo para recogerla.

—¿Tan mal he estado? —dijo.

—Sí —respondí, cruzando los brazos para que me dejaran de temblar—. Parecía que estabas intentando comer una manzana sin usar las manos.

Cole frunció el ceño como si supiera que estaba mintiendo.

—¿Quieres la revancha?

—Va a ser que no —dije, acariciándome una ceja con el dedo—. Creo que ya es hora de que te vayas.

Por un momento temí que me respondiera que no tenía ningún sitio adonde ir, pero él se limitó a ponerse la sudadera y abrocharse los vaqueros.

—Puede que tengas razón —afirmó al acabar.

Aunque tenía las plantas de los pies llenas de cortes, no me pidió unos zapatos y tampoco yo se los ofrecí. Las cosas que no quería contarle me pesaban tanto que no dejaban salir las demás palabras, así que le acompañé sin decir nada al piso de abajo y le conduje a la puerta trasera.

Le vi titubear un instante mientras pasábamos junto a la puerta de la cocina, y recordé el roce de sus costillas contra las mías. Por un momento quise ofrecerle algo de comer, pero las ganas de verle fuera de mi casa cuanto antes resultaban abrumadoras. Me pregunté por qué me resultaría tan fácil alimentarlo cuando era lobo, y tan difícil hacerlo cuando era persona.

Y me respondí que probablemente fuera porque el Cole lobo no tenia aquella sonrisa arrogante.

Ya en el trastero, me detuve junto a la puerta y volví a cruzar los brazos.

—Solo una cosita más: a mi padre le gusta pegar tiros a los lobos —le informé—. Así que tal vez prefieras mantenerte alejado de esta parte del bosque.

—Procuraré recordarlo cuando me convierta en un animal irracional —respondió Cole—. Gracias por la ropa.

—Ha sido un placer —dije abriendo la puerta.

Unos copos de aguanieve se colaron por el hueco y empezaron a puntearme de blanco el brazo. Miré la cara de Cole, esperando encontrar una expresión alicaída o algún gesto vagamente suplicante, y él me devolvió la mirada con una sonrisa extraña. Después salió al exterior y cerró la puerta.

Me quedé un buen rato frente a la puerta cerrada refunfuñando para mis adentros, sin saber por qué todo aquello me molestaba tanto. Después fui a la cocina, cogí lo primero que vi —una bolsa de pan de molde— y regresé al trastero.

Tenía pensado lo que le iba a decir —algo como «No esperes que te dé nada más»—, pero cuando abrí la puerta, Cole ya no estaba.

Encendí la luz de fuera, y su resplandor amarillo salpicó la superficie helada del jardín creando reflejos extraños. Los vaqueros y la sudadera estaban amontonados en el suelo, a unos metros de la puerta.

Caminé con cuidado sobre la capa de hielo hasta llegar al montón de ropa, notando el mordisco del frío en las orejas y la nariz. La sudadera tenía una manga extendida hacia los pinos del fondo. Levanté la mirada: allí estaba. Un lobo gris e inmóvil que me miraba con los ojos verdes de Cole.

—Mi hermano murió —le dije.

El lobo no se inmutó. Los copos de nieve, cada vez más espesos, le iban cubriendo el pelaje.

—No soy buena persona —añadí.

Él siguió impasible. Observé su cara de lobo, haciendo un esfuerzo por aceptar que sus ojos eran los de Cole.

Abrí la bolsa del pan y la sostuve en alto para que las rebanadas cayeran a mis pies. El lobo las miró sin pestañear con sus ojos humanos.

—Pero no hubiera debido decirte que besabas mal —confesé, temblando un poco de frío.

No sabía qué más decir acerca del beso, así que me callé.

Di media vuelta y me encaminé a la puerta. Antes de entrar, doblé la ropa y la oculté bajo un macetero vacío para que no se mojara. Después entré y lo dejé solo en la oscuridad.

Recordé una vez más aquellos ojos humanos en un rostro de lobo. Parecían tan vacíos como mi interior.